Le estaba explicando cómo funcionan los trolebús. Por supuesto, Pablo, mi amigo, entendía que cabían en el ojo de una aguja las remotas posibilidades de que yo supiera cómo funcionan los trolebús. Pero él no conocía los trolebús de Rosario. Yo no sabía cómo carajo funcionaban, pero no por eso me privaba de inventar una explicación. Sobre cables subterráneos, ingenieros alemanes que llegaron en el siglo 19 y viudas enterradas en túneles que fueron heredados de las guerras civiles. Después de todo, por esa zona, anduvo Belgrano. O sea, todo concuerda, no?
Y entonces subió un tipo de barba, con un jardinero de jeans de esos que cuelgan por los hombros. Tenía un sombrerito rojo y los ojos, también, rojos. Ok, los ojos rojos no existen, pues que la marihuana sí, y punto. Sacó de los bolsillos unas cajitas de maní con chocolate, para la cartera de la dama y el bolsillo del señor. Parecían sonajeros cuando los batía a los maníes. Y largó un discurso tremendo. Apocalíptico: había que comprarle, porque el centro de recuperación de adictos estaba a punto de quedarse sin dinero, el mundo se ensombrecía y todas las plagas se abatirían sobre las miserables conciencias de los miserables que no le compraban maníes. Así que, en esa parte, yo le explicaba a Pablo que si Belgrano miró el cielo y creó la bandera; es lógico entonces que sea verdad lo de los ingenieros alemanes –a esa altura, exiliados por pertenecer a una secta protestante psicodélica- a fines del siglo 19, y sobre los túneles que usaban los indios para huir de los malones blancos, se construyeron los cables que, ok, están ahí arriba, pero en verdad, la energía, pasa por debajo.
Porque, como sabe cualquier ingeniero, la energía contiene una fuerza motriz que la lleva hacia abajo, por eso hay que poner, en las casa, un cable a tierra. Y es justamente de ahí que Fito Páez sacó la canción Cable a Tierra; de los trolebús y de paso, también, como homenaje a Belgrano.
-Dame dos cajitas, de ese maní. Lo compro para ayudarte con las adicciones. A comprar-jeje, gracioso el barbudo.
Te decía, ¿Dónde quedé? Ah, sí, lo de los ingenieros alemanes. Y seguí. Hasta que me di vuelta. El barbudo del jardinero se había quedado atrás mío, sonreía. Cuando me di vuelta, dijo, en voz alta: damas y caballeros, ahora les voy a presentar al mejor vendedor de maníes con chocolate, que les va a contar, de manera irresistible, la historia de estos trolebús por donde a diario viajamos. Por favor, caballero. El público es suyo.
Me paré. Le pedí a Pablo que me sostenga la agenda y la campera. Tomé aire, miré la ventana. Ibamos por Primero de Mayo. Teníamos tiempo.