Tengo una guerra, sencilla, en mi corazón. Terremotos en territorios internos. No en todos. Difíciles de explicar. Pero bastante sencillo, el asunto. El problema, al escribirlo, es quién y porqué podría leerlo. O porqué lo cuento. O porqué esta compulsión a pensarse, allá en el pozo profundo de nuestras miserias, como buscando petróleo para contaminarse y enriquecerse.
Todo está quieto en mi cuarto. Pero el mueble de madera, donde tengo una caja de zapatos donde guardo las cartas de amor que me escribieron, ese mueble tiene un borde de madera podrida. Y una mancha de humedad enfermiza sobre el techo.
Nací, pienso equivocadamente cuando me presionan mucho, perdedor. Como condenado. Después, al rato, se me pasa. Pero ese rato es una muchedumbre que me grita adentro de la cabeza. Porque un rato no es un poquito de reloj. El tiempo es tomar decisiones. Igual. Cargo una brutal tristeza que me cuesta aceptar. Debería resignarme. Pasa que le encuentro, casi siempre, el hueco, para cagarme de risa hasta de la desgracia que viene a visitarme. Bah, vive conmigo. Mi concubina.
Yo la mantengo. Yo que no tengo un mango. Guardo en mi cuarto un pensionado de culpas.
Pero la cosa es bastante sencilla:
Soy una hamaca paraguaya escribiendo para el borrador que irá a nada. A eliminar documento. A olvidarme, bah, a tratar de olvidarme para no avergonzarme tanto. Esa papelera de reciclaje del olvido.
Tengo una canilla que gotea. Una caja de zapatos. Una carta de mi mamá que no me atrevo a abrir. Un retrato con lápiz que me hizo Milagros. Un reconocimiento, el único que guardo, de un centro de alfabetización. Es un pulover, que me tejieron. Tengo un cuaderno que escribí siendo niño. Un billete de cien con Evita. Un coso raro que uso de cenicero. Mis 35 años. Un plan para ayudar a mis hermanos que nunca me sale.
Tengo, también, en ningún lado, capaz que porque me traje en el bolsillo del jeans una golondrina de Paraná, y en el cajón del escritorio la hoja de la guía que arranqué, figura el teléfono de mi primer novia, capaz que por que no existe, tengo también un montón de acusaciones. De gentes que no me conocen un carajo pero quieren corregirme. Que no me quieren como soy. Que no me soportan. Y buscan regularme, dosificar mi sinceridad, lo hacen, dicen, por mi bien, yo les creo. Pero, porqué.
Y me siento una reverendísima mierda cuando aplican controles sanitarios a mis ideas. Trato de vivir como pienso.Tengo el cuero duro para los insultos. Pero puedo quebrarme el corazón si a mis espaldas me dan la extrema unción por no encajar. Dicen que la vida ya me hizo pelota. Que estoy loco. Que voy a estrellarme. Que hay que alejarse de mí.
Me duele tanto. Irme quedando solo mientras me muestran, como putitas sacudiendo un culo caro que sólo excita a los que creen que todo se compra y se vende, ahí, me sacuden el culo del éxito. Me lo bailan en la barra.
Me tratan de pobre tipo. Se fijan, con lástima, en los agujeros de mis zapatillas.
Puedo ser una canoa con adjetivos.
Pero puedo, todavía, aunque cada vez me duelen más las cervicales, puedo pelearlos. Y perder, total, estoy acostumbrado.
¿Tengo que volantear en las esquinas radiografías morales, certificados de buena conducta?
Aclaremos los tantos.
Cada vez que incomodo, siento un secreto orgullo.
Bah, no, no sé. La verdad es que, no sé.
Me dan ganas de mirar, concentradísimo, el fondo de una lata, que sea una lata inmensa como las de aceite en mi infancia y encontrar el vacío, y en el vacío, un poco de paz.
Tirar, al fondo, una piedrita. Y quedarme mirando.
¿De qué carajo me quieren curar?
¿De mis silencios, de esos precipicios tontos; o volverme, como una comunión con raya al medio, gomina, cagazo y maleabilidad, como una comunión previsible?
Yo, lo siento, sospecho.
De las buenas intenciones de esos comisarios bonaerenses del lenguaje, de las minas que aman midiendo el rating, de los amigos que juegan a quién la tiene más larga, de los tristes que jamás de los jamases se mostraron tristes, débiles, vulnerables.
La canilla sigue goteando.
Voy a abrir la caja de zapatos donde guardo las cartas de amor cursi y sincero que me mandaron. Chicas que deben tener, hoy, una vida ordenada, con olvidos regulados, con horarios, sin gente rara.
Sueño con que a veces, me evoquen, para acordarse de los tiempos que creyeron que la vida iba a ser otra cosa. Yo lo sigo creyendo. ¿Y?
¿De qué me quieren curar?
Quizás de los años donde creyeron que la vida podía ser otra cosa.
Ok. Pero me ofrecen a cambio una corbata que vale mucha guita.
Métanse esa corbata en el culo.
Ojalá se curen, ustedes, de esa imbecilidad moral de la corbata.