miércoles, noviembre 18, 2009
La carta de Carrió
Por Raúl Degrossi
La iniciativa de Elisa Carrió de dirigir una carta a diferentes embajadas de países extranjeros en la Argentina, exponiendo su particular visión de la situación política del país merece, sin dudas, ser calificada como un disparate histórico.
Y no tanto por los términos de la misiva que han trascendido públicamente -que ciertamente por sí solos se hacen ampliamente acreedores al calificativo-, sino porque la actitud que asume Carrió con su carta responde a las más profundas tradiciones antinacionales y antipopulares de nuestra historia; por lo que quizás sería más exacto decir que es un disparate con antecedentes históricos.
La carta de Carrió trasunta una idea muy particular de lo que la nación y la patria representan, y no estoy descubriendo nada nuevo.
Ya lo decía don Arturo Jauretche en su “Manual de Zonceras Argentinas” cuestionando la frase de Echeverría puesta al pie de su estatua (“La Patria no es la tierra donde se ha nacido”),: “...refleja el pensamiento de la “línea Mayo-Caseros en la que la idea de la Nación no se identifica con la Patria como expresión de un territorio y un pueblo en su devenir histórico, integrando pasado, presente y futuro. La Patria es un sistema institucional, una forma política, una idea abstracta, que unas veces toma el nombre de civilización, otras el de libertad, otras el de democracia...”.
La actitud de Carrió se remonta lejos en el tiempo, a la misión de Florencio Varela a Europa en 1843, para pedir la intervención de las potencias de la época contra el gobierno de Rosas, que culminaría con los cañonazos de Obligado en 1845; jornada de gloria de la Primera Tiranía (según el mote que le adjudicó la historia oficial), a la que la Segunda Tiranía (mote con el que esa misma historia rotuló al peronismo creyendo descalificarlo) homenajeó, estableciendo el Día de la Soberanía Nacional -que paradójicamente hemos de celebrar esta semana- en su memoria.
Actitud que atraviesa el espíritu y la mente de los constituyentes de 1853, que se apresuraron a colocar en el artículo 29 de la Constitución Nacional, la equiparación del delito de concesión de poderes tiránicos con la traición a la patria, que solo en el artículo 100 (hoy 119) se animaron a llamar por su nombre: tomar las armas contra la nación, o unirse a sus enemigos brindándoles auxilio y socorro.
Lo primero era respuesta directa a la ley de la Legislatura de Buenos Aires de 1851 (replicada luego por todas las Legislaturas provinciales) poniendo a disposición de Rosas sus bienes, vidas y famas para conjurar la amenaza del pronunciamiento de Urquiza; lo segundo pretendió calmar sus conciencias, y minimizar la responsabilidad histórica del vencedor de Caseros, cuya victoria no hubiese sido posible sin el concurso decisivo de Brasil.
Las paradojas de la historia hacen que ese distingo fuera también introducido en la Constitución, para evitar que cayera el estigma de los traidores a la patria, sobre los simples disidentes políticos; distinción que hoy Carrió parece explotar hábilmente con su habitual mezcla de cinismo y fingida moral republicana.
Cinismo y falsa moral que la llevan (a ella y a tantos otros) a hablar con ligereza de traición a la patria cuando se discutía en el Congreso la prórroga de la delegación de facultades legislativa a la presidenta, facultades menores que las que esos mismos le votaron a Caballo en 2001.
Y no se trata de desconocer que la reforma de 1994 extendió la equiparación del artículo 29, a quienes interrumpieren por la fuerza el orden constitucional, en defensa de la democracia; sino de poner las cosas en su lugar: solo entonces es legítimo el derecho de resistencia a la opresión, ése que con soltura suele invocar Carrió para justificar sus desmesuras.
Desmesuras que la llevaron a decir, la noche misma de la elección presidencial de 2007 (cuando elegimos el gobierno que hoy se ofrece en su carta a sostener hasta el final de su mandato), que ese gobierno nacía con legitimidad segmentada, negándose así a reconocer no el triunfo de Cristina Kirchner, sino el principio mismo de la voluntad popular.
Fue esa otra actitud suya que también hundió sus raíces en las miserias de nuestra historia, desde el desafortunado Dogma Socialista de Echeverría, hasta el tristemente célebre Facundo sarmientino y su dilema de civilización o barbarie, que el visionario Jauretche declaró la zoncera fundacional de nuestra cultura oficial.
Dije antes que la historiografía oficial emparentó -con afán de descalificación- dos períodos concretos de la historia argentina. También lo estuvieron por actitudes como las que hoy asume Elisa Carrió.
En diciembre de 1945 (poco después del 17 de octubre, y en plena campaña electoral hacia las elecciones que consagrarían a Perón por primera vez presidente), en su informe al congreso del Partido Comunista, Victorio Codovilla reclamaba la intervención del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para el caso que Perón triunfase en las inminentes elecciones.
El 8 de enero de 1946 (a escasas semanas del comicio), los diarios de la época publicaban un manifiesto firmado por personalidades del mundo de la política y de la cultura, con motivo de la celebración de la primera Asamblea General de la recientemente creada organización internacional.
En ese manifiesto dirigentes políticos (como el socialista Nicolás Repetto, el conservador José Aguirre Cámara, el demócrata progresista Luciano Molinas o el radical Eduardo Laurencena) y personalidades de la cultura (como Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Ulises Petit de Murat, Silvina y Victoria Ocampo entre otros) reclaman la intervención de las Naciones Unidas en el proceso político argentino.
La similitud de algunos de sus párrafos, con muchos de los contenidos en la carta de Carrió es escalofriante, y también entonces -como hoy lo hace la líder de la Coalición Cívica en su escrito- se pretendió relativizar la lesión que se infería a la soberanía nacional y al principio de no intervención en los asuntos internos de los Estados.
Hubo quien dijo en ese momento “...Desgraciadamente, la continuada y ciega adhesión a anticuados conceptos de soberanía nacional e interpretaciones técnicas de la doctrina de no intervención motivan que sean trabados los esfuerzos de quienes consideran que una acción colectiva es urgentemente necesaria si, realmente, deseamos vivir en un mundo pacífico y seguro...”; para ser precisos un tal Spruille Braden, ya que de embajadas y embajadores hablamos.
Y lo dijo en una carta a Roberto Levillier (dirigente de la UCR, el partido que viera nacer a la política a Elisa Carrió y que hoy sueña con copar todos los lugares de sucesión constitucional de la presidenta de la nación), respondiéndole a otra que éste le dirigiera, proponiéndole un plan de intervención que culminaría con el famoso Libro Azul, publicado por el Departamento de Estado de los EEUU en los días previos a las elecciones de febrero de 1946.
Como se ve, nada nuevo bajo el sol, aunque la doctora Carrió se pretenda original y parezca disfrutar con las polémicas que desata su derrotero político.
¿Se trata de alguien cuya maldad intrínseca -esa que ella misma le atribuye a Néstor Kirchner- pasa a nado los límites que imponen la decencia, el honor o la verdad, o por el contrario de alguien cuya razón extraviada está impedida de reconocerlos?
Se queja Carrió en su carta de que el Ministerio Público Fiscal no haya intervenido para efectuar las denuncias del caso, frente a delitos que juzga evidentes, y estoy de acuerdo con ella en ese punto.
Me pregunto por qué razón ningún fiscal se hace eco de la carta y hace cumplir lo dispuesto por la Ley 14034, cuyo artículo 1º dice que será penado “con prisión de cinco a veinticinco años e inhabilitación absoluta y perpetua, al argentino que por cualquier medio propiciare la aplicación de sanciones políticas o económicas contra el Estado argentino”, ley vigente y que sancionara el Congreso en 1951 (época del peronismo o Segunda Tiranía, como ustedes prefieran), justamente teniendo a la vista los pedidos de intervención extranjera que antes señalé.
La carta de Carrió hubiera merecido, sin dudas, la condena de quien dijo “Lo que no puedo concebir es que haya americanos que por un indigno espíritu de partido se unan al extranjero para humillar a su patria y reducirla a una condición peor que la que sufríamos en tiempos de la dominación española, una tal felonía ni el sepulcro la puede hacer desaparecer...”.
Un tal José de San Martín.
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Muy bueno el artículo
ResponderBorrarNobleza obliga; debemos añadir a los antecedentes la turnee de Dominguito Cavallo al etranjero saboteando las potenciales solicitudes de asistencia
externa del estado argentino en época de Alfonsín
Te cuento como funciona: Lilita escribe la carta, los medios de la SIP hacen el rebote, Lilita dice que es cierto lo que escribe porque los medios extranjeros la reproducen, y los medios dicen que es cierto porque "la oposición" (no lilita, ni la CC, la totalidad de la oposición) lo dice. Ta claro? Pruebas? no hacen falta... repercusiones diplomáticas? tampoco.
ResponderBorrarMuy bueno Lucas.
ResponderBorrarDicen que la historia se repite, primero en forma de tragedia y luego como farsa.
ResponderBorrarY si ningún fiscal se hace eco de tamaña traición a la Patria, debe ser porque la gorda es inimputable.
Raul tus comentarios son muy buenos y lo fundamentas mejor, me da muchisimo gusto leerlos, pero creo que se le esta dando demasiada entidad a la carta de la Gorda GORILA, ya que ni los medios adictos le dieron tanta difucion,(al menos por estos lugares) o sera que para fundamentar algo de estas caracteristicas tienen que utilizar argumentos mas irracionales todabia.
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