Estábamos ahí, convocados por el dolor de la
pérdida, en otro octubre, que sin rubor podemos comparar con aquel famoso,
porque ambos expresan los sentimientos puros del pueblo, arraigados en lo más
profundo del alma criolla.
En aquél, de hace
tantos años, un pueblo movilizado para ayudar al amigo en desgracia, como Cruz
a Fierro contra la partida; en éste, de hace unos días, un pueblo en la calle
para llorar al caído, y consolar a su compañera con el calor del cariño.
Eramos muchos y
veníamos de lugares distintos, de diversas geografías, historias y tradiciones
políticas, hilvanadas en un mismo poncho por aquél a quien íbamos a despedir,
con habilidad de artesano para pulsar la cuerda justa que nos convocó -a todos
y a cada uno- a la empresa común.
Sentíamos el dolor
de otras muertes célebres que dejaron un gran vacío, pero no el desánimo que
las siguió, hubo lágrimas si, pero sin esa sensación de derrota que empuja a
bajar los brazos uniendo a la tristeza, la incertidumbre por el futuro.
Estábamos los
peronistas, con una visible presencia central en número pero sin asfixiar con
nuestra liturgia a los compañeros de lucha, hermanados a nosotros en el dolor
como lo están en el acompañamiento al proyecto político conducido por quien se
fuera.
Estaban los
veteranos de los días felices y de la Resistencia, que intuyeron la prosapia
peronista de pura cepa del difunto, antes en los instintivos y viscerales odios
que despertó, que en el trazo concreto de sus medidas de gobierno, las que en
todo caso fueron confirmando la intuición original.
Estaban sus
compañeros de generación, los sobrevivientes del horror, a los que les acarició
el alma -por encima de la diversidad de climas de época, consignas y premisas
que van de entonces a hoy-, con el sólo y magnífico gesto de cumplir con creces
su promesa inicial: no abandonar las convicciones en la puerta misma de la Casa
Rosada.
Pero los peronistas
no estábamos solos en la despedida.
Estaban allí
también los abanderados y abanderadas de la dignidad, los resistentes de la
dictadura y el menemismo, que libraron solos -y muchas veces incomprendidos e
ignorados, cuando no combatidos- sus luchas, tantas veces incansables como al
borde mismo del desaliento; que encontraron al fin al que alumbrara un futuro
de logros, poniendo nada menos que el cuerpo de la política y el peso del
Estado, desde el lugar mismo de las decisiones centrales de la democracia, para
que esos logros fueran yendo posibles.
Hermanó en ese
abrazo a los organismos de derechos humanos -con los pañuelos blancos de Madres
y Abuelas al frente- con los movimientos sociales, a los que luchaban por la
pluralidad de voces en la comunicación con los que reclamaban nuevos derechos,
surgidos de nuevas realidades sociales; y en ese abrazo todos comprendieron,
más que nunca, que todos luchaban, al mismo tiempo, por los logros de todos,
buscando el de cada uno.
Estuvieron también
los viejos militantes de la centro izquierda, el progresismo y sus variantes,
curtidos de fracasos, de experiencias puramente testimoniales, dispuestos a
revisar sus prevenciones hacia el peronismo, apenas éste les demostró que no
había muerto ahogado por la traición y el vaciamiento de la segunda década
infame, y se reencontraba con sus tradiciones más nobles.
La conmoción y el
genuino dolor popular ante la muerte los ayudaron, seguramente y de un modo
decisivo, a comprender esa potente dimensión simbólica del peronismo, esa
tradición política arraigada en un sentimiento profundo de pueblo que se
alimenta con los años y una larga historia de luchas, de enormes alegrías y
profundas tristezas.
Pero también los
peronistas aprendimos en el proceso a derribar barreras, a recuperar el
espíritu inicial con el que el peronismo nació a la historia, rescatando
banderas que olvidábamos o asumíamos con culpa, por haber tenido gente de los
dos lados de la picana, incorporando otras en las que nunca creímos o no nos
interesaron, cuando otros nos enseñaron que “para que reine en el pueblo el
amor y la igualdad” podía tener muchos significados posibles.
Y estaban ellos,
claro, los jóvenes, los que protagonizaron el dolor pero lideran el ánimo
retemplado, la decisión militante, el impulso vital de un nuevo tiempo
político.
Se dirá que es un
clima de época, fruto del regreso de la política a los hogares y a la sociedad,
ocultando cuanto tuvo de mérito en eso aquél a quien las multitudes fueron a
despedir.
Pero con eso no se
dirá nada, ni se podrá explicar por que no hay jóvenes -en la misma dimensión,
con la misma mística- convocados por la utopía tecnocrática de la gestión sin
ideologías, por el honestismo republicano o por el nacionalismo ecologista.
Tras una época en
que la claudicación de Semana Santa se nos presentó como la imposición de la
ética de las responsabilidades por sobre la de las convicciones, no debería
extrañar que atrajera a tantos -y entre ellos, en especial a los jóvenes- un
hombre que enseñó con el ejemplo, que no hay ética política más profunda que la
de tener convicciones, y defenderlas poniendo el cuerpo si es necesario.
Nuestra viva
presencia, la de ese conglomerado rico en y por su heterogeneidad fue, una vez
más y como en aquel otro octubre, el afloramiento de la Argentina invisible, la
derrota del discurso hegemónico que invisibiliza lo que no comprende, y cuando
debe ceder ante lo irremediable de lo real, transita de la incomprensión al
odio sin escalas ni escrúpulos morales, dejando en el camino sus endebles
credenciales democráticas.
No podrán ya
-aunque no dejen de intentarlo con la tenacidad de los necios- explicar lo
sucedido con el simple recurso del clientelismo, ni hablar de la impostura de
Kirchner y de sus premisas políticas; dos caras de una misma moneda con las
que, creyendo hablar de nosotros como simples marionetas políticas, están en
realidad hablando de sí mismos como analfabetos funcionales en ese plano.
“Gracias” y
“fuerza” fueron por lejos, las palabras más repetidas y escuchadas en la
despedida de Néstor, en graffitis, carteles, pasacalles y banderas.
“Gracias” expresa
la nobleza del reconocimiento, la gratitud que es poco frecuente en política,
porque pocos motivos ha dado para agradecer la política en la Argentina de las
últimas décadas, y porque el discurso que tiñó el clima cultural del menemismo
-hecho grito en las jornadas de diciembre del 2001- cimentó en muchos la
ilusión de que, aun quedando a salvo del desastre, la política poco tenía que
ver con sus vidas cotidianas.
Esta gratitud a
Kirchner ancló, sin dudas, en beneficios tangibles y concretos que muchos
argentinos pudieron obtener de su gobierno, y que forman parte del balance que
de él hará la historia, y que hoy muchos -hasta algunos de sus detractores- no
pueden ya ignorar.
Pero en no poca
medida se dijo “gracias” por haber ayudado a que una parte importante del
pueblo argentino recuperara algo intangible y al mismo tiempo invalorable: la
esperanza, que no es la ilusión del menemismo, esa mágica salvación individual
fruto del azar, la viveza o -peor aun- del conocimiento preciso de los
mecanismos que lo pusieran a uno a salvo del derrumbe social, económico y
productivo.
La esperanza es ese
sentimiento compartido y colectivo que genera una visión del futuro de la
sociedad argentina, basada en la percepción cierta de que el rumbo elegido es
el correcto, el que por tanto tiempo se abandonó, y en el que hay que
perseverar con constancia.
“Fuerza” expresa a
su vez algo más que el deseo de que Cristina sostenga el ánimo ante la tremenda
pérdida, hace visible en un mismo gesto repetido hasta el cansancio, el deseo
de acompañarla en la empresa, de intentar entre todos suplir el vacío político
-y por que no, afectivo- que deja la partida de su compañero, de darle esa
fuerza al tiempo que se la pedimos.
Pero también
expresa el deseo unívoco de que el cambio iniciado no se detenga, sino se
profundice, dando así más razones a la esperanza.
“Gracias” y
“fuerza” aparecieron en la expresión popular -con la certera intuición que
suelen tener los pueblos en las coyunturas trascendentes de la historia-
indisolublemente unidas, como parte de un mismo, claro y contundente mensaje.
Y es que la
gratitud no será completa, ni real, si no va acompañada del compromiso activo
en la construcción de la “fuerza”, del sustento popular, político y
organizativo del proyecto que comenzara Néstor y hoy comanda Cristina -porque
además el pueblo en las calles dejó en claro que no aceptará otra conducción-,
compromiso que trasciende el voto, y que reclama de cada uno, en la medida de
sus posibilidades, el compromiso activo y militante.
Las elecciones
presidenciales del año próximo marcan un punto crucial de nuestra historia,
porque lo que se disputa es nada más ni nada menos que el poder político, que
es lo que se necesita para enfrentar -con alguna posibilidad de éxito- a los
poderes reales, y no hay entonces lugar para disquisiciones menores.
Poderes reales que
están intentando desde la mismísima hora de la muerte de Kirchner marcar la
cancha, imponer condiciones, recuperar el terreno cedido en estos años al
empuje de la política, generando acechanzas desde afuera y promoviendo la
deserción adentro; y dependerá de nosotros que no lo puedan lograr, del mismo
modo que dependerá también de nosotros que el proceso abierto en el 2003 no sea
desnaturalizado, domesticado o prostituido.
Para estar a la
altura de esa, nuestra responsabilidad, hay que militar, comprometerse y
organizarse, porque la organización -como decía Perón- es lo único que vence al
tiempo y a los hombres, y porque de ese modo podremos -parafresaeando a Cooke-
transformar el número en fuerza.
Y esa organización
tiene que ser tan amplia, plural, diversa y sin sectarismos como fue la
convocatoria a la Plaza para despedir a Néstor, conteniendo a todos los que,
siendo distintos, pensamos y sentimos igual respecto de lo que ha pasado, y,
sobre todo, de lo por venir.
Solo de ese modo
haremos que el “Gracias Néstor” y el “Fuerza Cristina” dejen de ser solo bellas
palabras dictadas por el sentimiento, para convertirse en un mensaje político
claro y rotundo, y en el reaseguro de la esperanza.
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