martes, noviembre 02, 2010

De las gracias a la fuerza

Por Raúl Degrossi

Estábamos ahí, convocados por el dolor de la pérdida, en otro octubre, que sin rubor podemos comparar con aquel famoso, porque ambos expresan los sentimientos puros del pueblo, arraigados en lo más profundo del alma criolla.


En aquél, de hace tantos años, un pueblo movilizado para ayudar al amigo en desgracia, como Cruz a Fierro contra la partida; en éste, de hace unos días, un pueblo en la calle para llorar al caído, y consolar a su compañera con el calor del cariño.

Eramos muchos y veníamos de lugares distintos, de diversas geografías, historias y tradiciones políticas, hilvanadas en un mismo poncho por aquél a quien íbamos a despedir, con habilidad de artesano para pulsar la cuerda justa que nos convocó -a todos y a cada uno- a la empresa común.

Sentíamos el dolor de otras muertes célebres que dejaron un gran vacío, pero no el desánimo que las siguió, hubo lágrimas si, pero sin esa sensación de derrota que empuja a bajar los brazos uniendo a la tristeza, la incertidumbre por el futuro.

Estábamos los peronistas, con una visible presencia central en número pero sin asfixiar con nuestra liturgia a los compañeros de lucha, hermanados a nosotros en el dolor como lo están en el acompañamiento al proyecto político conducido por quien se fuera.

Estaban los veteranos de los días felices y de la Resistencia, que intuyeron la prosapia peronista de pura cepa del difunto, antes en los instintivos y viscerales odios que despertó, que en el trazo concreto de sus medidas de gobierno, las que en todo caso fueron confirmando la intuición original.

Estaban sus compañeros de generación, los sobrevivientes del horror, a los que les acarició el alma -por encima de la diversidad de climas de época, consignas y premisas que van de entonces a hoy-, con el sólo y magnífico gesto de cumplir con creces su promesa inicial: no abandonar las convicciones en la puerta misma de la Casa Rosada.

Pero los peronistas no estábamos solos en la despedida.

Estaban allí también los abanderados y abanderadas de la dignidad, los resistentes de la dictadura y el menemismo, que libraron solos -y muchas veces incomprendidos e ignorados, cuando no combatidos- sus luchas, tantas veces incansables como al borde mismo del desaliento; que encontraron al fin al que alumbrara un futuro de logros, poniendo nada menos que el cuerpo de la política y el peso del Estado, desde el lugar mismo de las decisiones centrales de la democracia, para que esos logros fueran yendo posibles.

Hermanó en ese abrazo a los organismos de derechos humanos -con los pañuelos blancos de Madres y Abuelas al frente- con los movimientos sociales, a los que luchaban por la pluralidad de voces en la comunicación con los que reclamaban nuevos derechos, surgidos de nuevas realidades sociales; y en ese abrazo todos comprendieron, más que nunca, que todos luchaban, al mismo tiempo, por los logros de todos, buscando el de cada uno.

Estuvieron también los viejos militantes de la centro izquierda, el progresismo y sus variantes, curtidos de fracasos, de experiencias puramente testimoniales, dispuestos a revisar sus prevenciones hacia el peronismo, apenas éste les demostró que no había muerto ahogado por la traición y el vaciamiento de la segunda década infame, y se reencontraba con sus tradiciones más nobles.

La conmoción y el genuino dolor popular ante la muerte los ayudaron, seguramente y de un modo decisivo, a comprender esa potente dimensión simbólica del peronismo, esa tradición política arraigada en un sentimiento profundo de pueblo que se alimenta con los años y una larga historia de luchas, de enormes alegrías y profundas tristezas.

Pero también los peronistas aprendimos en el proceso a derribar barreras, a recuperar el espíritu inicial con el que el peronismo nació a la historia, rescatando banderas que olvidábamos o asumíamos con culpa, por haber tenido gente de los dos lados de la picana, incorporando otras en las que nunca creímos o no nos interesaron, cuando otros nos enseñaron que “para que reine en el pueblo el amor y la igualdad” podía tener muchos significados posibles.

Y estaban ellos, claro, los jóvenes, los que protagonizaron el dolor pero lideran el ánimo retemplado, la decisión militante, el impulso vital de un nuevo tiempo político.

Se dirá que es un clima de época, fruto del regreso de la política a los hogares y a la sociedad, ocultando cuanto tuvo de mérito en eso aquél a quien las multitudes fueron a despedir.

Pero con eso no se dirá nada, ni se podrá explicar por que no hay jóvenes -en la misma dimensión, con la misma mística- convocados por la utopía tecnocrática de la gestión sin ideologías, por el honestismo republicano o por el nacionalismo ecologista.

Tras una época en que la claudicación de Semana Santa se nos presentó como la imposición de la ética de las responsabilidades por sobre la de las convicciones, no debería extrañar que atrajera a tantos -y entre ellos, en especial a los jóvenes- un hombre que enseñó con el ejemplo, que no hay ética política más profunda que la de tener convicciones, y defenderlas poniendo el cuerpo si es necesario.

Nuestra viva presencia, la de ese conglomerado rico en y por su heterogeneidad fue, una vez más y como en aquel otro octubre, el afloramiento de la Argentina invisible, la derrota del discurso hegemónico que invisibiliza lo que no comprende, y cuando debe ceder ante lo irremediable de lo real, transita de la incomprensión al odio sin escalas ni escrúpulos morales, dejando en el camino sus endebles credenciales democráticas.

No podrán ya -aunque no dejen de intentarlo con la tenacidad de los necios- explicar lo sucedido con el simple recurso del clientelismo, ni hablar de la impostura de Kirchner y de sus premisas políticas; dos caras de una misma moneda con las que, creyendo hablar de nosotros como simples marionetas políticas, están en realidad hablando de sí mismos como analfabetos funcionales en ese plano.

“Gracias” y “fuerza” fueron por lejos, las palabras más repetidas y escuchadas en la despedida de Néstor, en graffitis, carteles, pasacalles y banderas.

“Gracias” expresa la nobleza del reconocimiento, la gratitud que es poco frecuente en política, porque pocos motivos ha dado para agradecer la política en la Argentina de las últimas décadas, y porque el discurso que tiñó el clima cultural del menemismo -hecho grito en las jornadas de diciembre del 2001- cimentó en muchos la ilusión de que, aun quedando a salvo del desastre, la política poco tenía que ver con sus vidas cotidianas.

Esta gratitud a Kirchner ancló, sin dudas, en beneficios tangibles y concretos que muchos argentinos pudieron obtener de su gobierno, y que forman parte del balance que de él hará la historia, y que hoy muchos -hasta algunos de sus detractores- no pueden ya ignorar.

Pero en no poca medida se dijo “gracias” por haber ayudado a que una parte importante del pueblo argentino recuperara algo intangible y al mismo tiempo invalorable: la esperanza, que no es la ilusión del menemismo, esa mágica salvación individual fruto del azar, la viveza o -peor aun- del conocimiento preciso de los mecanismos que lo pusieran a uno a salvo del derrumbe social, económico y productivo.

La esperanza es ese sentimiento compartido y colectivo que genera una visión del futuro de la sociedad argentina, basada en la percepción cierta de que el rumbo elegido es el correcto, el que por tanto tiempo se abandonó, y en el que hay que perseverar con constancia.

“Fuerza” expresa a su vez algo más que el deseo de que Cristina sostenga el ánimo ante la tremenda pérdida, hace visible en un mismo gesto repetido hasta el cansancio, el deseo de acompañarla en la empresa, de intentar entre todos suplir el vacío político -y por que no, afectivo- que deja la partida de su compañero, de darle esa fuerza al tiempo que se la pedimos.

Pero también expresa el deseo unívoco de que el cambio iniciado no se detenga, sino se profundice, dando así más razones a la esperanza.

“Gracias” y “fuerza” aparecieron en la expresión popular -con la certera intuición que suelen tener los pueblos en las coyunturas trascendentes de la historia- indisolublemente unidas, como parte de un mismo, claro y contundente mensaje.

Y es que la gratitud no será completa, ni real, si no va acompañada del compromiso activo en la construcción de la “fuerza”, del sustento popular, político y organizativo del proyecto que comenzara Néstor y hoy comanda Cristina -porque además el pueblo en las calles dejó en claro que no aceptará otra conducción-, compromiso que trasciende el voto, y que reclama de cada uno, en la medida de sus posibilidades, el compromiso activo y militante.

Las elecciones presidenciales del año próximo marcan un punto crucial de nuestra historia, porque lo que se disputa es nada más ni nada menos que el poder político, que es lo que se necesita para enfrentar -con alguna posibilidad de éxito- a los poderes reales, y no hay entonces lugar para disquisiciones menores.

Poderes reales que están intentando desde la mismísima hora de la muerte de Kirchner marcar la cancha, imponer condiciones, recuperar el terreno cedido en estos años al empuje de la política, generando acechanzas desde afuera y promoviendo la deserción adentro; y dependerá de nosotros que no lo puedan lograr, del mismo modo que dependerá también de nosotros que el proceso abierto en el 2003 no sea desnaturalizado, domesticado o prostituido.

Para estar a la altura de esa, nuestra responsabilidad, hay que militar, comprometerse y organizarse, porque la organización -como decía Perón- es lo único que vence al tiempo y a los hombres, y porque de ese modo podremos -parafresaeando a Cooke- transformar el número en fuerza.

Y esa organización tiene que ser tan amplia, plural, diversa y sin sectarismos como fue la convocatoria a la Plaza para despedir a Néstor, conteniendo a todos los que, siendo distintos, pensamos y sentimos igual respecto de lo que ha pasado, y, sobre todo, de lo por venir.

Solo de ese modo haremos que el “Gracias Néstor” y el “Fuerza Cristina” dejen de ser solo bellas palabras dictadas por el sentimiento, para convertirse en un mensaje político claro y rotundo, y en el reaseguro de la esperanza.

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