Muy, pero muy mal. Antes de ayer me recorrí varias librerías intentando conseguir Por orden de desaparición, de Simon Brett, que no está reeditado por Emecé, me decían, aunque varios de El Séptimo Círculo sí lo fueron (es curioso que, la saga de los mejores libros de esta colección, ya sin Borges y Bioy Casares, aún lleven los nombres de sus fundadores). Y peor, tampoco pude conseguir De Dioses, hombrecitos y policías de Humberto Costantini. Justo cuando, esos exactos dos libros, los necesitaba. Dos libros, además, geniales, pero que entre tantas mudanzas y porque me gusta tirar lo que ya leí, bue, qué se yo, se perdieron.
En fin, acabo de encontrar dos capítulos de Costantini, acá van:
La señora Viviana Mastrocarbone de Giannello nos estaba deleitando con un bello poema de su autoría. Apenas unos minutos antes, nuestro presidente, el señor Chávez, la había anunciado con su habitual galanura. Recuerdo con precisión algunas de sus hermosas frases: “un florido raudal de iluminado canto”, había dicho, y también se había referido, algo sorpresivamente tal vez, al “femenino poder de su amoroso llamado”. Recuerdo esas frases pues, como es sabido, los lucidos prefacios del señor Chávez, de quien adelantaré que es español y jefe de ventas de una importante inmobiliaria, suelen ser para nosotros casi tan atractivos y dignos de recordar como los mismos poemas que, en tanto presidente de la institución, se ve generalmente en el grato deber de anunciar. Pero además las recuerdo por este otro detalle en apariencia banal: mientras pronunciaba el señor Chávez sus palabras de presentación, y más exactamente cuando, con grave y sugerente voz, dijo aquello de “su amoroso llamado”, el señor Frugoni, quien contra su costumbre se hallaba de pie y detrás de la última fila de sillas, carraspeó dos veces en forma no diré ruidosa pero sí brusca, o por lo menos demasiado ostensible. Atribuí este incómodo carraspeo a la sorpresa, tal vez a la emoción, que las palabras del señor Chávez le habían provocado, aunque más tarde comprendí, no sin asombro, que el motivo de su intranquilidad, como pronto se verá, era muy otro.
Ahora bien; a pesar de que el estro poético de nuestra secretaria de actas no alcanza —debemos reconocerlo— las finezas y excelsitudes del de Irene (quien entre paréntesis, en la reunión del miércoles 26 de noviembre había sido nombrada por unanimidad revisora de cuentas), la verdad es que sus estrofas inspiradas, tiernas y por momentos dolorosas, nos llegaban muy hondamente a todos. Debido a ello me llamó penosamente la atención que el señor Frugoni, en general tan atento y sensible a los poemas de nuestros asociados, y muy especialmente si pertenecen al bello sexo, abandonara en forma imprevista la reunión, atravesara el ancho patio con glicinas, y se dirigiese, con mal disimulada preocupación, hacia la pequeña habitación del fondo donde se encuentra el teléfono.
Miré de reoljo hacia mi derecha. Irene, pendiente de las sugestivas imágenes y rítmicas entonaciones de la señora de Giannello, parecía no haber percibido nada fuera de lo común. Al contrario; su delicado perfil, que sobre el empapelado azul de la salita de actos se destacaba como el de antiguo camafeo, era la imagen misma de la concentración y de esa “mágica comunión en poesía” a que hacen referencia nuestros estatutos. Su cuello fino y nervioso se inclinaba hacia adelante, sus ojos se entrecerraban, los delicados músculos de su rostro se contraían ligeramente, un mechón de suaves cabellos rubios le sombreaba las sienes en cuya casi transparente palidez era posible adivinar rítmicos latidos. Tuvo, lo recuerdo, mientras con cierto disimulo la estaba mirando, algo como un estremecimiento de frío. Extraño realmente, pues, si bien llevaba puesto un liviano y elegante vestido color celeste sin mangas, la tarde era bastante calurosa, y nadie —seguramente para no importunar a la señora de Giannello— había querido encender el ventilador. Tal vez estuviera un poco afiebrada, pensé, pues sin dejar de mirar hacia el estrado, pero evidentemente algo achuchada o friolenta, buscó un saquito de lana que tenía doblado junto a su cartera y se lo colocó sobre los hombros. pero no, no era por suerte nada grave. Pronto pasó su calofrío, y volvió a su rostro la serenidad de siempre. Sentí en ése momento deseos de tomarle una mano. Sentí necesidad de besársela y de declararle todo lo que siento por ella.
Recordé que el miércoles 26, luego de la reunión donde por moción mía fue nombrada revisora de cuentas, estuve a punto de hacerlo, pero la tristísima verdad es que no me atreví. La acompañé esa noche por la sombreada calle Marcos Sastre hasta Nazca donde ella toma su colectivo 110. Caminábamos lentamente contemplando los árboles, los cercos, los jardines. La noche era templada y hermosa. Vimos de pronto sobre un cerco de ligustrina algo ya casi imposible de encontrar en Buenos Aires: un bichito de luz. Nos detuvimos un buen rato a contemplarlo. Vimos al alado prodigio dar un vuelo hacia el interior del cerco, y desde esa oscuridad, encender y apagar su lucecita como saludándonos. Lo vimos volar hacia la copa de una tuya y luego, siempre encendiéndose y apagándose, volar hacia el fondo del jardín hasta desaparecer detrás de una frondosa Santa Rita.
Irene no demostraba apuro por volver a su casa. De tanto en tanto me dirigía una mirada tierna e interrogante como si en realidad aguardara no sé qué cosa de mí. Creo que jamás se me había presentado un momento más propicio. Sin embargo, en todo el lento camino, como si una fuerza misteriosa me hubiera impedido expresar con naturalidad mis verdaderos sentimientos, sólo atiné a hablarle de lo excelente que me parecían sus creaciones, y de lo justificada que consideraba la distinción que la comisión directiva en pleno le había otorgado. Una tontería, no puedo negarlo, pero me fue imposible hacer otra cosa.
Dejé a Irene en su colectivo, y caminé unas cuadras por Nazca, avergonzado, y maldiciendo de mi casi increíble timidez, de mi estúpida e imperdonable falta de decisión. Recuerdo que al cruzar las vías del tren, oí bien claro el chistido de una lechuza. Tuve la sensación de que hasta el cielo se estaba burlando de mí.
De todas maneras nos encontrábamos ahora en la sede de nuestra agrupación y no era el momento —tenía por suerte de ello plena conciencia— para intentar lo que mi cortedad, o mi súbita cobardía, para decirlo con todas las letras, me había impedido llevar a cabo en un lugar y un momento sin duda más apropiados. De modo, pues, que contuve mis inoportunos impulsos y continué escuchando a la señora de Giannello con la atención y el respeto que son normas de nuestra sociedad.
Nuestra secretaria de actas hablaba en su poema de atardeceres y de lluvia. Aún recuerdo el verso “cuál cariátide inmóvil en su pena” que, no obstante mi inquietud (provocada tanto por la turbadora presencia de Irene como por la intempestiva salida del señor Frugoni), me impresionó dolorosamente. La señora Giannello leía con voz cálida y pausada; sin embargo la hoja de carpeta “Rivadavia” escrita con su letra de ángulos apasionados y un tanto agresivos, le temblaba ligeramente en la mano. Percibí que los movimientos de la hoja se hicieron más visibles a partir de la salida del señor Frugoni, y debido a este pequeño detalle se me hizo de pronto más clara una situación que, al principio, me pareció confusa e inexplicable. Contribuyeron a aclarármela, no lo niego, las sentidas palabras del poema. En él, la apasionada señora de Giannello mencionaba la insoportable soledad de la espera. Soledad, decía “Que tu pecho cobarde no mitiga / preso en horribles vanas ataduras / cual Laoconte herido por las sierpes.”
Recordé entonces que el señor Frugoni, excelente poeta de vena gauchesca y propietario del bazar “La Flor de Lis”, me había confiado semanas atrás serias desavenencias con su mujer. Tan serias y violentas, me explicó, que le habían impedido acabar durante esa semana el extenso poema “El fantasma de la carreta”, que nos había anunciado y que se había comprometido a leer aquel miércoles en la Agrupación.
Las desavenencias fueron provocadas, según me lo dio a entender, por un inesperado amor “tormentoso e imposible”. Recordé también que la señora Giannello firmaba últimamente sus poemas con su nombre de soltera. Y que el señor Giannello, quien antes solía venir a esperarla con su camión a la salida de las tertulias, hacía tiempo que no se aparecía por Teodoro Vilardebó 2562, donde tenemos nuestra sede.
Comprendí entonces la dolorosa situación por la que atravesaban aquellos dos queridos miembros de nuestra agrupación; sentí una gran pena por ellos y realmente temí que algo grave podría llegar a ocurrir ese miércoles 3 de diciembre cuando transcurría la trigésima quincuagésima sexta reunión de poesía, en el décimo año de Polimnia.
II
DE AGENTE PASCUALI A OF. SUBAYUDANTE COVAS
El día martes 18 de noviembre de 1975, siendo las 14:30 horas, me constituí en la esquina de Marcos Sastre y Teodoro Vilardebó en cuyas inmediaciones permanecí hasta las 20:43 horas en que se hizo presente el cabo Nicodemo Ramírez con la expresa misión de suplantarme.
No observando al llegar movimientos sospechosos de personas ni de vehículos, procedí a caminar por la vereda de los números pares correspondientes al 2500 de Teodoro Vilardebó a fin de llevar a cabo una inspección ocular un poco más in situ.
De resultas de ésta, constaté que en el domicilio de Teodoro Vilardebó 2562 funciona una entidad, o club social, o comité que lleva el nombre de POLIMNIA según reza placa de bronce de tamaño aproximado 15 x 30 centímetros colocada en el ángulo superior derecho de la puerta de entrada.
El domicilio permaneció totalmente clausurado durante todo el tiempo de mi vigilancia, o sea que nadie entró ni salió de allí entre las 14:30 horas y las 20:43 horas del día martes 18.
Informes de vecinos y proveedores ante quienes figuré como inspector de obras sanitarias, confirman los datos explicitados en la denuncia recibida el día 15 ppdo. Esto es: Los días miércoles aproximadamente a las 17 concurren a ese domicilio entre 15 y 20 individuos de ambos sexos, los que permanecen hasta aproximadamente las 21:30, retirándose luego en pequeños grupos con el evidente objeto de no llamar la atención.
Por esa misma vía de información se corrobora que quien figura como presidente de la entidad es en efecto el sujeto Romualdo Chávez, cuyos antecedentes ya obran en poder de esa superioridad.
Jesús Meijide, propietario de la panadería “La Espiga de Oro”, sita en Baigorria 2199, informa que los días lunes, miércoles y viernes, en horas de la mañana, concurre a dicho domicilio una mujer conocida en el barrio como doña Zulema, con el objeto de efectuar tareas de limpieza. El domicilio de dicha Zulema, quien también efectuó estas tareas en casa de Meijide, es o figura ser Helguera 4045, al fondo.
También informa Meijide que la finca de Teodoro Vilardebó 2562, pertenecía hasta hace algunos años a una anciana de apellido Lobos, hoy fallecida. Fue adquirida por la Inmobiliaria DELOS, en donde aparentemente trabaja el mencionado Romualdo Chávez, y por su intermediación, cedida en alquiler a POLIMNIA.
Por todo lo dicho sugiero reforzar vigilancia los días miércoles. El equipo fotográfico del que se me hizo referencia verbal puede ubicarse frente a Teodoro Vilardebó 2541 si se lo instala en el vehículo registrado como taxímetro, y si, como bien sabe hacerlo el sargento Longo, se lo disimula convenientemente.
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