En el año 98, antes de que amanezca, durante una de tantas noches, nos habíamos quedado con Ricardo Romero en un bar sin ventanas ni puerta a la calle, era una habitación cerrada, pintada de blanco y poco iluminada con mesas y sillas de plástico; un bar que estaba justo abajo de mi casa, en calle Gualeguaychú, en Paraná. Nos habíamos quedado después de una reunión de edición, él tomaba fernet, yo tomaba cervea. Y hablabamos de literatura. Me acuerdo de esa noche porque me repitió varias veces, citando distintos libros: "ya está todo inventado, Lucas". Me rompía las bolas que me diga eso, lo sentía como un desprecio a mi búsqueda. Después, ya más grande, uno va dejando de lado varias capas de soberbia. Y entiende. No todo está inventado, no todo está escrito, pero no voy a ser yo, precisamente, quien inaugure nada. Ni siga, siquiera, ese camino. Supongo que esa concesión a la vanidad es lo que hizo que ese pedazo de la noche se me quede grabado. Porque estaba equivocado. Ricardo no estaba resignado, al costado, de las emociones de la vida. Los años demostraron que tenía un compromiso verdadero, hasta un amor por la literatura. A medida que yo me fui quedando al costado, que me dediqué a otras cosas, que me dejaron de importar otras, que la vida iba definiendo caminos distantes, la percepción de haber estado equivocado se acentuó. Ricardo era como lo pensaba, como sucedió cuando éramos amigos. Con su primer novela, Ninguna Parte, yo sentí ese abismo inmenso, la soledad definitoria como una condición del ser. La entendía.Y me daba cosa, al leer la novela, algo misterioso, como una pasión vieja y conocida que no se puede nombrar, que uno niega, a la que no quiere volver a acercarse, y siente como una invasión que te la recuerden. Esa sensación, o algo así.
Ya con El Síndrome de Rasputín se veía un estilo más propio, se denotaba más la pasión por la literatura como un compromiso, un destino ineludible.No leí Los Bailarines del fin del mundo, no he podido conseguirla, pero en la contratapa de su última novela figura como otra obra de Ricardo, junto con el libro de cuentos Tantas noches como sean necesarias. Su última novela, que mezcla la poética de la primera, el lenguaje rápido del relato policial y esa profunda y abismal e inexplicable soledad que se da a través del montaje y el diseño de los espacios y personajes. Perros de la lluvia está ambientada en Paraná, la ciudad donde empezó todo.
Ya con El Síndrome de Rasputín se veía un estilo más propio, se denotaba más la pasión por la literatura como un compromiso, un destino ineludible.No leí Los Bailarines del fin del mundo, no he podido conseguirla, pero en la contratapa de su última novela figura como otra obra de Ricardo, junto con el libro de cuentos Tantas noches como sean necesarias. Su última novela, que mezcla la poética de la primera, el lenguaje rápido del relato policial y esa profunda y abismal e inexplicable soledad que se da a través del montaje y el diseño de los espacios y personajes. Perros de la lluvia está ambientada en Paraná, la ciudad donde empezó todo.
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