Lo importante, cuando uno para frente a un semáforo, de pronto viene. Las cosas importantes son pocas. Y casi siempre, inapresables.
El semáforo cambia. Seguís caminando, entre gente, que va a algún lado. Casi siempre apurada. Gente, también, inapresable.
Esquivás un kiosco de diarios, un vendedor ambulante, un folleto de putas, un puesto de garrapiñadas, hombres de traje, una chica que te mira a lo lejos, te quedás un rato, la mirada ahí. Después, seguís. La chica se pierde mientras atardece.
Ponele que llevás, como yo, un diario bajo el brazo. Que vas pensando en cosas. Hay una vidriera de zapatillas frente a un puesto de flores. Un bar con gente que toma cerveza y se ríe. Un montón de boludos en la esquina. Boludos adolescentes, con peinados raros. Yo fui un boludo así. Sigo siendo un boludo, pero alguna vez fui un boludo adolescente. En la esquina. Pensando en coger. Todo nervioso y mal afeitado. El incipiente bigote.
Después hay un hospital, un viejito aborda un taxi desde una silla de ruedas. Una enfermera enamorada de alguien lejos. Los árboles, un poco de viento, las manos en la campera.
Las veces que he mentido. La vida, así, todo apurado. Hay una cafetería en la esquina. Me siento afuera, para poder fumar. Ya es de noche. Se ve el río un poco más lejos. No tengo nada que contar. Pero la compulsión a contar. La compulsión a contar es rara. Soy, vamos, miserable, envidioso, suelo hacer zancadillas y acostarme con las chicas que quedan en banda. Pero. Y dale con el pero. La capacidad de narrarlo, corazón. De decirlo de otro modo. Hasta de darle épica. Algo de volumen. A esa música retorcida.
No importa si soy un mediocre.
Doblando la esquina, por más soledades y vacíos, siempre hay alguien. Dispuesto a creerme. Vos y yo, sabemos que es una farsa
Como un montaje. Un juego, sospechoso. Mozo, un cortado. Bien, muchas gracias, acá ando, le digo a un amigo. Y por la ventana se reflejan las luces de un taxi. El bocinazo de un colectivo. La gente se mueve. De un lado para el otro. El mozo espera que termine su horario. Para volver a casa. A mirar televisión. Hablo un rato, cierro gansadas, miro el reloj de la pared.
Los pibitos sucios piden monedas, las viejas duermen sobre la vereda. Al lado de los cajeros automáticos, si te fijás bien, hay gente durmiendo. En la calle. Nos vamos encorvando, al costado del ojo, debajo de la ceja, se forman arrugas. Parecen valer menos que el papel de un caramelo, son personas, como zombis. Da pena leer con sensibilidad la historia. Seguimos así.
Escribí una nota de análisis político. No es gran cosa. Después 23 páginas del libro. Una conferencia que se suspendió. Leo algunas cosas, escribo otras, parte de mi trabajo. Parte de la calle. Del olor de la calle. La gente se siente sola. Yo también. Casi siempre. Antes de que cambie el semáforo. Voy pensando. Siempre la misma rosca. Y las boletas de la luz, del gas. Un amigo de la escuela secundaria que me escribió. Algún día voy a andar por General Baigorria, tengo que agendar visitarlo. Nos rateábams y planificamos, cuántas veces, la revolución que ya nunca será, en el banco de una plaza, los días esos, mancos, llenos de vida. Los primeros cigarrillos. Los sueños voluptuosos. Las pendejas que no nos daban bola.
Después hay momentos donde no hay nada que decir. Casi nada.
Si te fijás bien, damos vueltas sobre lo mismo. Como la calesita que está frente a canal 5, en Rosario. Donde salté, desde tan arriba, toqué el cielo, ese anochecer. Toqué el cielo con los dedos, los brazos estirados, salté tan alto, corazón, creí que nunca, que tardaba un montón, que estaba, la arena de la plaza, tan lejos, tan liberadoramente lejos, que nunca jamás caería, que me quedaría ahí, las manos en alto, muy alto, tocando el cielo, entre las nubes, las nubes locas de mi imaginación. Después, la bruma estúpida, la ley de gravedad, lo terrenal, esta tosquedad de lo real y, finalmente, finalmente caí. Contundentemente, caí. Con la verguenza, toda esa verguenza que te da la caída. Y me hice mierda la espalda.
Cuando mi viejo, más tarde, nos retaba por volver a esa hora, por habernos escapado de casa, yo tenía la espalda molida. Llena de ratas, debajo de la piel, comiéndome los huesos.
Y apoyé la cabeza en la almohada y no me importaba el golpe contra la arena. Volé tan alto. Toqué el cielo con las manos, corazón.
Acá estamos. No tengo ganas, pero voy llegando a casa. Apresurado. Me queda, solamente, un semáforo. Como si fuera el último cartucho. Voy pensando en la hamaca, en tus tetas, en trabajos que debo, en mi hermano, en las cenizas del volcán, en las cosas que se van, en las que vienen, en que cambia a rojo, cruzo la vereda -debería comprarme unas zapatillas nuevas- la boleta del gas, una canción que nunca me animé a escribir, los adversarios, los amigos que ahora me odian, la vida así, cuánto la disfruto, la soledad, la ausencia, la muerte, tarde o temprano. Abro la puerta. Abro la persiana. Prendo la estufa.
Mi perro, Polémico, falleció y no sé si los perros tienen cielo o infierno, pero me gustaba ese perro. Me gustaba, también, el hombre que yo era cuando con ese perro recorrí las plazas, sin bajar la mirada, ante las rubias y sus perros de raza. Las rubias de doble apellido y perritos llamados Canela. Me suena el celular. Digo un par de cosas. La computadora, cariñosa, me mira. Abro un pdf, trato de ponerle onda. No hay caso.
No puedo todavía concentrarme.
Abro la heladera.Me sirvo un vaso de agua.
Y me quedo mirando en la ventana.
A veces creo que tengo un pacto con la noche, con la madrugada.
Y a veces sé que, simplemente, estoy ridículamente loco.
Buenas noches.
Qué bonito post Lucas...
ResponderBorrarBeso
.-Euge-.
Me gustan no sabés cuánto éste tipo de post tuyos..y me recuerdan a Toquinho cuando canta que la alegria es la mejor cosa que existe, pero para hacer samba con belleza es preciso un bocado de tristeza.
ResponderBorrarBesos
Mercedes
Gracias, chabon
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