Ciudad de la Alegría, la película.
Hay un personaje, indio, que migra del campo a la ciudad. Sacamos el aspecto sobornable de los dos yanquis que quieren salvar el mundo, convenientemente rubio, convenientemente maternal, la mujer. Queda un drama político de sensible narrativa. De precisa fotografía.
No recuerdo la pronunciación de los carros que, tirados por un hombre, corriendo las calles, entre bocinazos, caos real de tránsito, se usan como taxis. El personaje principal, indio, trabaja en uno de estos carros.
Es mi Leo Mattioli.
O es el Leo Mattioli que algunas chicas lloran. En los barrios obreros de Santa Fe. En las tierras inundables. En las peñas largas.
Un fornido transpirando, bailando entusiasta y respetuoso, preferentemente empleado público. O con vocación de empleado público. De baja o mediana categoría. Militante de base. Puede ser radical, aunque mayormente peronista. Nunca sale del bipartidismo. Bailando Leo Mattioli. En un club de barrio. Un casamiento. Con guirnaldas. Mucha cerveza. De litro. Vino tres cuartos. Mayoritariamente tinto. Y gurisitos entrerrianos, con corbata, que juegan, por ahí.
Es una escena frecuente.
Nacional y Popular. Provinciana. La vida hecha un aguinaldo. Las chicas, buscan novio. Los chicos, ascender al torneo metropolitano. Se mezclan universitarios -muchas carreras humanísticas- y profesorados. De gente así salen los profesores. Los que han sostenido este país en los peores momentos. Los inbancables de mi adolescencia. Hoy jubilados, se juntan, melancólicos, en el living de la casa de mi vieja a hablar de lo mismo. Siempre de lo mismo.
Los autos viejos que recorren las calles, nunca polvorientas, de las ciudades donde me fueron hiriendo, viajan de a cuatro por la mañana bien temprano, apenas amanece, al trabajo. Esquivan bicicletas. Vendedores de limones. De humo. Algún semáforo nuevo, en época de elecciones.
Escuchan las noticias.
No a Leo Mattioli. Que es la noche. Y el escape. Hacia un nuevo amor. El amor -esa obsesión literaria- en Leo Mattioli es la desesperación de quien transcurre, inexorable, hacia un escape. Como una metáfora remanida de la arena entre los dedos. Que se escapa. Como se escapa la vida.
Los lugares comunes -de inexplicable buena prensa- han ascendido a la categoría de oficio, con agregados científicamente inútiles como la pirámide invertida. En la música prologan la sobreinterpretación del pastiche. La cursilería.
De decir, siempre te amaré. Por ejemplo.
Aplausos.
El problema, sofisticado, del arte de provocar y diferenciarse tomándose el tren de lo más grasa, es que en el fondo (y en la superficie) tenemos en común, como lugar común, la vida. Y la posibilidad inexorable de morirnos. Esa cursilería.
Así que se trata de ganar mayor margen posible para vivir como uno quiera. Aunque no se sepa bien por qué. Ni para qué. Se trata, de bailar de esa manera. De cualquier manera.
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