miércoles, agosto 24, 2011

pero qué risa carajo.



Leyendo el diario El Argentino, me lo dieron en la puerta. Para hacer tiempo. Si es que el tiempo, puede hacerse. Si es que podemos tener algún control sobre el tiempo. Si no es más que una ilusión, la ilusión de que controlamos nuestro tiempo. Como si fuera nuestro.
 En la cola del banco hay un señor de un saco oscuro y gastado. Tiene gesto serio, no quiere esperar. Una azafata vieja. Las azafatas también envejecen. Pareciera que no, entre las nubes, indiferentes, sindicalizadas, las azafatas envejecen. Y se aburren. Contando chismes sobre el capitán. Y el comandante. A miles de kilómetros de altura. Donde la humanidad, durante siglos, quiso subir. Soñó con subir. Ahí van, las azafatas, envejeciendo.
La azafata golpea el piso con el taco, se alisa el uniforme, se acomoda el pelo. No sabe qué hacer con las manos. No puede fumar. No puede acariciar. No puede teclear. No puede rascarse la nariz. Ni masturbarse. Las cosas que en los bancos a los dedos no se le permiten hacer. Meterse, por ejemplo, en el bolsillo ajeno del tipo serio de traje gastado. Y oscuro.
En la cola del banco también hay una nena que se ensucia las manos jugando en el piso. La madre la zamarrea, con cariño pero poca paciencia, del hombro.
Hay un tipo panzón, de buzo rojo, pelo bastante largo. De rulos. Manos gruesas. Un diente de plata. Cuando el guardia de seguridad no lo ve, manda mensajes de texto. Y se ríe. A quién le manda mensajes de texto. Capaz que a su esposa. Que lo espera, con la comida en el horno, y cogiendo con otro. Un vecino. Un primo. Un asesino con salidas transitorias. Ahora los bancos pusieron una cortina de plástico oscuro para que no se vean las operaciones de la gente. De los clientes. Y está la fila, que va lenta. El policía, en la esquina. Un cadete, que mira preocupado, la nueva máquina para sacar número. Una jubilada, una embarazada. Y la mañana entera se aburre. Se transcurre, lenta. Escribo en twitter: "voy a romperles el corazón a todas ustedes" Nadie me contesta. Agarro el diario de nuevo. No me concentro. Avanzo dos casilleros. Planifico cómo podría asaltar este banco. Observo las cámaras de seguridad, estudio los gestos del policía. ¿Se animará a tirar? Decido que sí. A otra cosa. Voy organizando el viaje que nunca haré, a alguna isla remota del arpegio asiático. A una colonia de unos extraños nativos. Con plumas. Taparrabos. Porros. Tirado en una cama, frente al temporal, tomando algo así como un mate. No tiene mucha lógica. Menos mal que avanzo otro casillero. Podría relatar esto. Escribir un montón sobre esos momentos quietos donde no pasa nada. Los momentos quietos no deben ser escritos, ni reflexionados, hay que conjurarlos. Como a un trauma remoto. Algo necio que persiste en la infancia. Un tumor del alma. Nunca sospechar la verdad: los momentos quietos son mayoría en nuestra vida. En el tiempo. Que transcurre, casi siempre, muy lento. A contramano de nuestros nervios. Y así una concatenación, reflexiva, que pasa por mi ex mujer, por un amigo que puteé en un asado, demasiado vino, las perspectivas electorales para el 2084, las entradas del pelo que dejo en la almohada, la mina que llega paseando sus tetas, una canción, algo turbia, un plan para el fin de semana. Las responsabilidades laborales. El tobillo, que cuando hay días húmedos, me duele. Un silogismo, un recuerdo del secundario, la chica que besé detrás de la plaza. Avanzo otro casillero. Llego al cajero. Le pido la birome. Le firmo el cheque. Los documentos. Sí, el DNI, lo tenía por acá. Bueno. Me lo olvidé. Buenos días. Afuera el mismo pibe quiere darme el mismo diario con las mismas noticias. Una señora se da vuelta, se le cae la cartera. La ayudo a juntarla. Me tironea como si fuese un delincuente. Se va, furiosa, conmigo. Paso por la inmobiliaria. Pago el alquiler. Me choco, al salir, la puerta de vidrio. La empleada se contiene la risa. Hija de puta. La puerta y la empleada. Seguro que me puse colorado. Prendo el teléfono. Me llaman de Santa Fe. Me había comprometido a... Me olvidé. Pido disculpas. Un colectivo dobla en la esquina. Pisa, fuerte, el charco de agua acumulada sobre el adoquín. Me empapa la camisa. La Puta Madre. Me llama mi vieja. Algo de las facturas, de los impuestos, me pierdo. Y entonces, camino varias cuadras, doblo muchas veces, me siento en el cordón de la vereda. Pasa el tren. Tiro unas piedritas contra las vías. Hay un chico, en la ventana, del tren, con un chupetín. Me saluda. Contento. Lo saludo. Contento. Sale el sol. Me meto en la puerta roja. Un lindo bar. A mirar por la ventana. Pido un café. La parte que me queda de la tarde, incluso el anochecer, pueden irse a la mierda.

5 comentarios:

  1. un embole.
    ¿colgaste la metralleta?

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  2. Bueno, muy bueno, lástima que en tus relatos no incluís nunca a un puto en la escena, no puede ser que nunca te hayas topado con uno (y que te haya mirado-como te merecés- y hecho una seña y vos estoico de hiciste el boludo), si estamos en todas partes che!!. A ver si te ponés un poquito más abarcativo. Por lo demás: impecable.
    El Puto de Barracas

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