Gracias, Jorge
Por Horacio Verbitsky
Le
agradezco a Jorge Lanata la respuesta a mi columna del domingo pasado
“Se fueron todos”, porque me permite profundizar una cuestión
significativa para la democracia argentina. Su opinión titulada “La
nueva política” no tiene mucho sentido, pero por lo menos te hace reír,
cosa que no ocurre con las señoras de distintos sexos que se
escandalizan ante todo lo que ocurre desde sus columnas de la prensa
escrita y audiovisual. Su propuesta de rebautizarme Cachorro es tan
divertida como su descalificación de mis cálculos sobre la rotación de
personal político como “el 0,6% del 1,5 elevado a la potencia Pi del
coseno de 18”. Humor del bueno. Pero cuando terminamos de reírnos sigue
en pie una cuestión de fondo: ¿hubo o no una profunda renovación
política en los diez años vertiginosos que van desde la crisis de 2001?
En un reportaje en una radio, en el que también habló de mí, Lanata
rechazó el denominado “periodismo militante” y dijo que “a la propaganda
se la contrarresta con información”. Estoy tan de acuerdo, que vengo
haciéndolo desde antes de que él naciera. Cualquier posición política es
respetable, pero ninguna exime de la deontología profesional. En eso
consistía la columna que él quiso desdeñar, con el chisporroteo de la
televisión o las tablas, donde se siente vivo. Sospecho que lo hizo sin
demasiada convicción, sólo porque el motor más auténtico de su
personalidad es la disputa, cualquiera sea el tema, el escenario y el
interlocutor. Ojalá viva los años necesarios para aprender a distinguir
lo esencial de lo accesorio. La única información que aportó fue que
nueve ministros del actual gobierno ocuparon antes otros cargos
nacionales, provinciales o municipales. Contestaciones instantáneas como
ésta, disparadas por el mero gusto de la réplica, en medios livianos
como el pasquín “Libre”, son eficientes para demoler a políticos
culposos, que tienen cosas para ocultar y temen su ironía. Pero no
sirven para debatir cuestiones importantes, con antagonistas informados.
Los ministros son secretarios del Poder Ejecutivo, que es unipersonal.
Ésa debe ser la unidad de cotejo. El poder que ejercen es delegado, por
eso se dice que están a tiro de decreto, cosa que no ocurre con un
diputado o un miembro del Congreso. Aun si Cristina fuera reelecta en
octubre, como a Lanata le molesta, su mandato sería más breve que los de
Margaret Thatcher en Gran Bretaña, Felipe González en España o François
Mitterrand en Francia (y con los dos últimos se quedaría corta incluso
sumando el de Néstor Kirchner, como suele hacer la prensa militante).
Respecto de los secretarios de Estado, nadie los recluta en los
colegios. Llegan ahí luego de adquirir experiencia en cargos inferiores
en otras jurisdicciones. Aún así, de los nueve miembros del gabinete que
menciona Lanata, sólo Aníbal Fernández ya era ministro nacional en
2001. En realidad, con Carlos Tomada, son dos sobre los 16 que lo
integran, o el 12,5 por ciento. Si el cotejo no se hiciera con 2001 sino
con 2003, se les agregarían Alicia Kirchner y Julio De Vido, es decir 4
sobre 16, sólo el 25 por ciento. Una crítica válida sería la
inexistencia de una carrera estable de administradores gubernamentales y
la falta de una reglamentación efectiva sobre el acceso por méritos a
la función pública, que en cambio cruje de parientes y amigos. Ese es un
problema real, que se refleja en una baja calidad de la gestión,
cualquiera sea el gobierno. Pero el grado de renovación de los cargos
políticos en esta década ha sido uno de los más altos del mundo. El
cuadro que acompaña esta nota lo compara con Estados Unidos, no porque
me simpatice sino porque es una de las democracias más antiguas y
estables del mundo, cuyo ordenamiento constitucional inspiró el nuestro.
De los 434 diputados norteamericanos de hoy, 191 ya lo eran en 2001, y
de 100 senadores de 2011, 44 ocupaban las mismas bancas hace una década.
En ambos casos, esto equivale al 44 por ciento. Si además se toman en
cuenta los 18 diputados de 2001 que ascendieron a senadores ahora, 253
de los 534 miembros de la actual Asamblea Legislativa ya la integraban
hace diez años, nada menos que el 47,38 por ciento. Incluso hay algunos
diputados reelectos desde 1955 y 1965 y senadores que ocupan su banca a
partir de 1963 y muchos desde la década del 70. Para pensar bien lo que
significa, es como si en la Argentina aún legislaran John William Cooke,
Arturo Frondizi, Alfredo L. Palacios u Oscar Alende. Si se considera a
los gobernadores de los 50 estados de la Unión, sólo uno ya lo era
cuando George W. Bush llegó a la presidencia, es decir el 2 por ciento, y
equivalen al 12 por ciento los seis gobernadores de entonces que hoy
ocupan bancas en el Capitolio. Esa clase política, tanto más estable que
la argentina, tiene un alto grado de subordinación a los intereses
económicos y financieros, que aportan a sus campañas por vías legales e
ilegales y que sostienen a los mayores medios de comunicación, aquellos
que definen el canon de lo admisible. Es posible apartarse de esa
ideología dominante, pero al costo de convertirse en un excéntrico o un
marginal. Tal vez esto explique que en las elecciones presidenciales
vote alrededor del 50 por ciento del padrón, porque el resto no tiene la
menor expectativa de que sea posible cambiar algo. Recién cuando se
presentó como gran novedad Obama, las ilusiones que despertó elevaron
ese porcentaje casi al 62 por ciento. En esas condiciones, reclamar que
se vayan todos sería una forma de propiciar que la política se
reconectara con los intereses populares, como en los tiempos en que
Abraham Lincoln decía en el Labor Day que “el capital es sólo el fruto
del trabajo, y nunca podría haber existido sin la existencia previa del
trabajo, que es el que merece la más alta consideración”, como recordó
hace una semana el Washington Post. En cambio en las primarias
argentinas de agosto pasó por el cuarto oscuro casi el 80 por ciento de
los empadronados, reflejo de la recuperación del valor de la política,
que ha dejado de ser el oficio de viabilizar las recetas del Consenso de
Washington, de apertura, desregulación, privatización y
desindustrialización, porque los gobiernos de ambos Kirchner se
propusieron en forma activa mostrar “la más alta consideración” por
quienes los eligieron y no por el capital. Hoy y aquí, la consigna “que
se vayan todos” que postulan Lanata y Clarín, es la voz de orden de la
antipolítica. Lo sepan o no quienes la resucitan, implica preferir que
las decisiones las tomen los poderes fácticos, con sus consecuencias de
empobrecimiento colectivo, desempleo, violencia y represión. A todo eso
le dijo no el voto popular el mes pasado. Uy, cuánta información. Qué
aburrido se puso esto. Esperá la respuesta de Jorge y nos reímos de
nuevo.
otra cerrada de nalgas ,a ver ahora que contesta..
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