Vuelvo a casa después de discutir con un tarado, mañana, capaz, me arrepiento. Y de exasperarme con Corazón, leyes de la vida, un ciego que seguro se hace el ciego, un pibe que me pide una moneda, otro al que le compro medias en una esquina de más oscura -la municipalidad, tiempo de elecciones, ya va a cambiar el foco- y la vecina que ahora está fea pero hace años me enloquecía (nunca me dio bola, quizás, porque nunca me la encaré: de todos modos, me miro al espejo, ya no tengo 17 años) y llevo un recado a la oficina de a la vuelta, pago el alquiler, apago el teléfono, planifico una cena, compro milanesas.
En mi casa volví a tener luz. Y el mismo silencio de siempre. El silencio que sólo tienen las cortinas. Mientras subía la escalera, se me había ocurrido, una idea, ni buena ni mala, una idea, pero para mí, es imporante tener una idea. Cuando llega. Un rayo, decía Marx, sobre un cielo sereno. Que se está haciendo de noche. Los vecinos salen en camiseta a la vereda. La tele fuerte en las ventanas. A los gurises les llega la hora triste en que las madres los sacan del fútbol en la plaza, a bañarse, hacer los deberes y dormir. Los niños odian dormir, como lo odiaba yo, pero se terminan durmiendo. Enseguida. Yo adoro, a mis 33 años, dormir, pero me cuesta. Entardía. Nunca estoy jugando en ninguna plaza. Y mi vieja está muy vieja para andar llamándome. O saltar de las hamacas. Ahora es un salto al vacío. La obsesión, siempre inconclusa, del tiempo. Esa modalidad funeraria de vivir. Y tenía una idea. Me pasa aveces. Tengo que escribir para costearme la vida, del modo en que elegí, del modo en que vivo. Poniendo, al horno, dos milanesas. No es, me cansa repetirlo, escribiendo acá. La puta madre. Tener que decir. Que repetir, harto. Estas cosas. La subestimación. La concha de la lora. Yo no debería dar ninguna explicación de nada.
Tenía una idea.
No iba a ningún diario, a nadie le interesaría.
Podía escribirla acá.
Pero se me fueron las ganas.
me emociono, chau
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