La canción de El General tuvo su momento de gloria, la gloria en estas épocas es, así de fugaz y cosida a los garrotazos, la "fama". Y la bailaban todos, de una manera especial, de una manera ridícula. Era obligatoria en todas las fiestas.
Yo tenía 13 años y atravesaba el polvo de los caminos, los campos, un arroyo que no estaba entubado, un parque abandonado, los árboles y llegaba al pueblito donde empecé la secundaria. Era una hora en colectivo. Un mundo entero, un tocazo de tiempo. Y en un garage de piso de tierra, al final de la única avenida -de la única, también, calle asfaltada- después de caminar unas cuadras, más largas que la media, de barro (entonces nadie hablaba de metros, te decían: "y...tal cosa queda a dos leguas de la laguna") y cortar camino por un baldío, estaba la fiesta. Mucha cumbia. En un garage, techos de chapas, con herramientas, objetos ajenos, de un mundo, una vía láctea distinta a la mía. La vida nos fue separando, abriendo un abismo, a esta altura, insondable entre yo y las herramientas. Hablamos lenguajes distintos. Había una de esas pickup viejas, despintada, estacionada bajo un árbol. Parlantes del año de la cortesía. Y una hilera de focos sobre alambres entrelazados, focos de colores pálidos. Y la estrella, en esos campos, que era el disc yockey, que pasaba discos. Con un pasadiscos. Discos de pasta. Pero los temas nuevos, los que, por ejemplo, en Buenos Aires sonaban hace unos tres meses, se grababan, de la radio, en casette. Pero tenía una sola casettera el Ruso; entonces, si ponía esa canción de El General, la próxima era de disco. Y como nadie tenía la canción de El General, la ponía varias veces.
Nosotros, la bandita de pendejos de primer año de la única escuela, eramos compañeros de curso y amigos del hermano menor del Ruso, que era un viejo de mierda que iba a quinto año. Por eso nos dejaban entrar a la fiesta.
Se tomaba sangría. En un balde gigante, se preparaba. Aunque los más sofisticados, los conchetos, tomaban vino blanco, de caja. Yo ya intuía que "el campo no existe", pero tenía bien claro que existen las clases sociales y la agresividad, el ninguneo, el desprecio por los sectores populares. Había una mina de tercer año, no me acuerdo bien el nombre, que gustaba de mí. La mina, si bien era una adulta -estaba en tercer año, y creo que había repetido (o sea, 16 años, no estaba para jubilarse, pero...) que gustaba de mí. Trataba de sacarme a bailar. Repetir de curso no tenía la carga de dramatismo irreparable que había en las escuelas de la ciudad, o de mi primaria, o de mi familia. Ninguno de mis hermanos, que son 6, repitió jamás. Ni yo, que fui siempre el más torpe y el más vago. Viviendo entre sueños que siempre estaban en otra parte. En la cima de algún lado que no existe. Pero que con toda mi arrogancia quería trepar. A toda costa.
Ir creciendo es irse conociendo en las limitaciones. Yo me niego, por eso escribo. Pero tengo el cuero tan curtido que se me pueden contar las heridas, en un caparazón.
Había una discusión sobre si la estructura condiciona o define la superestructura. Cuando tenía 20 años era experto en eso, las distintas traducciones, la historia del pifie, la definición en las distintas escuelas del marxismo.
Recién estaba leyendo una biografía de Julio Verne.
Tengo un montón de cosas para contarte.
Ya sé que no te interesan. A mí, en el fondo, tampoco.
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