miércoles, noviembre 30, 2011

Soberbias de mi barrio

Mi barrio, la patria de la infancia, no me dejó nostalgias. No me dejó, como una novia de colegio, esa licencia poética de las clases altas. Para quienes el tiempo es oro y el pasado un tiempo sin desperdiciar. 
La nostalgia es un lujo de los dueños del mundo. Ellos pueden llevarse el alma a pasear a los tiempos quietos donde ya no hay peligro, ni azar, ni sorpresa. Donde ya no hay vida. Hay, apenas, existencia. La existencia de la rama caída, del caparazón de un tortugo, una operación aritmética, un nuevo tratado bilateral de pacificación y buena voluntad entre dos naciones que pronto se masacrarán. 
Vivir y existir son cosas distintas, que se necesitan, pero inevitablemente distintas. 
Vivir es asumir el riesgo, arrojarse a la suerte, combatir, inutilmente, el azar. Existir es estar ahí. Con la misma convicción que un armario. 
La nostalgia es un lujo de quienes pueden volver a sus tiempos vividos. 
 A los hijos de los trabajadores el barrio nos moldeó la voluntad, esa necesidad de las clases bajas.





Nunca tuve un reloj pulsera, podría, hoy, comprarme uno, qué se yo, también puedo escribir los versos más turbios esta noche y decir, por ejemplo, las marcas de la ausencia ganan fuerza cuando se las combate; es una tontería solemne decirlo así, aunque, fijate: yo no pienso en que nunca tuve un reloj cuando me miro la muñeca, yo no pienso en el olvido, pero si tuviera un reloj...oh, qué cosa! El señor, ahora, mira la hora, del modo en que se debe mirar la hora, disimuladamente torciendo la muñeca, pero con gesto decidido de que eso importa. No qué hora es, eso e independiente de nuestra voluntad. Sino que uno mira la hora del modo en que debe hacerse, de la manera, de esa manera de darle importancia a la hora. De estar atento a la hora. De hacerle notar al otro que se está atento a la hora. Como hace la gente que, bueno, esa gente. Yo prefiero las putas que siempre saben cuándo pasó una hora, que no usan reloj, que no te hacen sentir que a ellas sí les importa la hora. Los señores de enormes relojes en las pulseras son invariablemente impuntuales. Las putas son las personas más puntuales de esta tierra. Yo miraba los relojes con cronómetro, con láser supertrónico, de colores brillantes, que tenían los chicos crueles de mi barrio, los que no se juntaban con nosotros, los que me formaron políticamente. Mirá, yo le gané al tiempo con los botines Fulbencito. Y arriba de los kartings, madera y rulemanes y ese entusiasmo que le ponen los hijos de la clase obrera, entrábamos todos los que no teníamos bicicleta. Arriba del kartings la velocidad se sentía, porque las maderas crujían, los adoquines te pateaban el culo. Y alguien tenía que ir atrás empujando. Y te concentrabas en los ejes, engrasar los rulemanes, pelear la calle con el volante apretado, como si en eso se jugara un Mundial, un Mundo, algo, no sé, muy importante. Da risa que cuando las madera, retazos choreados de las mueblerías, se partían contra las piedras de los baldíos, ni cuenta te dabas que al lado y como un rayo te pasaba el de la bicicleta con cien cambios. Así aprendí el socialismo. Así entendí todo. Que la bicicleta tenga un manubrio con un botón que te hace elevar a la luna y volver en un rato, no era tan importante. Los chicos de la esquina se aburrían. Y venían a dar vueltas, veloces y seguros, alrededor nuestro. No siempre estábamos concentrados en lo nuestro. Mentira. De vez en cuando los cagábamos a trompadas. Y venían los padres a quejarse. Contra nosotros, los de este lado del barrio, de las vías que nos separaban. Yo era un pibito, pero entendí todo. No lo sabía en ese momento. Lo supe mucho después. Supe que de este lado de las vías no tendríamos, nunca, mucha suerte. Yo no tuve mucha suerte, pero me hice una vida. Me hice un kartings. Y mi vieja le pidió fiado a la de la despensa los botines Fulbencito. Los de la esquina tenían todos botines adidas. Y los llevaban en un enorme bolso y hacían toda una ceremonia con medias y vendas y para atarse los cordones venía el personal de ceremonial vestido de esa manera insípida de los ceremoniales. Ellos llegaban temprano, ocupaban todos los vestuarios. Ellos no se preguntaban quién era el dueño. Ellos no miraban la calle, la siesta, la infancia, como un montón de llaves y candados y señoras que desprecian a tus padres. Cordiales vecinos, amables y respetados, capaces de indignarse porque al cumpleaños de la señora Elvira fue el caradura del zapatero: es típico de la clase baja no entender que lo invitaron para que no vaya, para que se ubique, como pedagogía; pero la señora Elvira, tan devota y asistente de los cursillos, no saben poner límites. A éstos -y nos señalaban, a los pibes del baldío, que construíamos una casa arriba del árbol- les das la mano y te agarran el codo. Yo nunca supe de qué trabajaban los padres de los chicos de la esquina. Yo estaba convencido que la gente importante jamás se rebajaría a tener algo tan tosco como un oficio. Mi mamá era maestra, mi papá un loco. Los papás de mis amigos eran zapateros, camioneros, changarines del mercado, pescadores. Los papás de los de la esquina se iban al campo. De vez en cuando. Y todos dábamos por descontado que si tu viejo estaba en el campo era por algún asunto de relevancia mundial. Nosotros hacíamos gomeras para cazar palomas. Los de la esquina a la siesta, mientras los padres dormían y nosotros no podíamos jugar a la pelota en sus veredas, porque los padres dormían la siesta, y los padres dormían la siesta todo el puto día, y nosotros dábamos un rodeo, para ni pisarles su vereda, porque nosotros les teníamos miedo, a los padres de los que se juntaban, con sus cross, sus bicis con cambio, sus remeras de equipos raros, les teníamos miedo a los padres porque nos agarraban de los pelos, y nuestros padres, jamás de los jamases le levantarían la mano al Hijo, así con mayúsculas, del Escribano; y mientras sus padres dormían todo el día y toda la noche para recuperarse del fatigante viaje al campo, los maricones de sus hijos salían con un arma de caza a deribar palomas y golondrinas y las nubes y el cielo y el sol y el baldío y la canchita y no nos tiraban un tiro porque nos tenían miedo, y por eso no iban a la plaza: si se alejaban del césped que les cortaba el papá de uno de nosotros, mientras cada uno de nosotros cortaba el césped para nuestros padres, si se alejaban de la zona verde, los corríamos a la plaza y os cagábamos a palo y les sacábamos la bici y se las dejábamos atadas en los pilotes del puerto, porque los maricones de la esquina creían que abajo del atracadero había villeros que robaban niños para obligarlos a trabajar, los maricones, por eso, nunca recuperaron ninguna pelota: deben estar, todavía, las número 5, las de cuero, flotando en el río entre los camalotes, junto a la verguenza que te da no haber entendido lo humillante que era armar, entusiastas, felices, con vocación de barrilete, una pelota de trapo. Pero, la verdad, nosotros, n éramos tan machos. Yo no quería que se note que estaba llorando, pero cuando miré a los otros, la banda de este lado de las vías, que también lloraba, trepados a los techos de chapa de la estación abandonada del tren, bah, a ver, la pelota, ok, nos dejaron sin pelota, vino el Escribano, y todos los de la esquina detrás de él, maricones, vino a la plaza, nuestro territorio, nuestro lugar en el mundo, nuestro municipal futuro y porvenir, vino y nos sacó la pelota. Y esperó que nos subamos al techo para verlo. Al lado de su pileta. Hacer un asado. Y quemar, elegantemente, nuestra pelota.
Y después, con calma, puso los chorizos sobre la parrilla. Y se sentó en su reposera.
Un verano mi papá nos explicó porqué nosotros íbamos a la playa municipal y ellos a la playa privada, la más linda, que tenía rejas y guardias y cuotas y las chicas más lindas de todo el planeta, del planeta de mi infancia, que eran cuatro manzanas y kilómetros de conjeturas.  Yo estaba mirando a la rubia de trenzas que estaba en la privada, rodeada de su hermano y sus bicis y los maricones de la esquina. No lo escuché a mi viejo.  Yo había aprendido, arriba del techo de la estación, lo que él decía con palabras complicada. Me conmovió que lo dijera como disculpándose. Como si él tuviera la culpa. Como si no fuese tan bueno como los padres de los maricones.
En la playa repleta de familias, barrios y mallas compradas en ofertas de saldo, sin que nadie me viera, destrocé la carta que le había escrito a la rubia de trenzas. Tenía 10 años.
A los chicos del barrio que murieron. Quería pedirles si es que hay un más allá, que me guarden la carta. Yo morí un poco ese día en el río. Si hay un más allá, ojalá que mi viejo no sienta esa culpa. Si hay un más allá, que sea justo. Hay quienes lo merecen.




                                                                      

12 comentarios:

  1. Me hiciste llorar Lucas... Sos un grande!!!

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  2. me encantó! Asi es como te quiero! un abrazo!

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  3. Sos un brillante escritor, no voy a poder dejar de leerte, pero bueno, creo que eso ya lo sabes. un abrazo

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  4. Mientras leía viaje más de 20 años. Gracias por escribir.

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  5. Mientras leía viaje más de 20 años. Gracias por escribir.

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  6. ya de leerte te tengo aprecio, pero no disfrute este texto. preocuparte por mirar los botines en vez de mirar la pelota?
    formarte politicamente por gente media snob en vez de ver a todos los copados que habia para aprender?
    recordar a una pendeja de trenzas rubia de 10 años cuando saliste con emilia claudeville?...
    la formacion de izquierda es rara, creo que necesitan que los demas sean de una determinada forma para ser felices, sin darse cuenta todo lo que tienen para serlo ya hoy. un abrazo.

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  7. te quiero lucas, gracias por escribir tu corazon.-

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