Zambayonny hace en la radio un bloque, que yo le digo, Canción para mi Muerte, por que se dio que recuerda con una canción un músico, que resulta, ha estado muerto. Y sigue. Muerto. Aunque está la eterna, discusión, la coma en eterna va por las ironías que se reparten entre tiempo y lenguaje, la eterna discusión sobre la trascendencia. Esta canción, de Buenos Aires Negro, no la conocía. Es impresionante. De una tristeza infinita. De una rebeldía. En el día de tránsito entre el aniversario, se sacan los gauchos nacionales y populares el sombrero, de quien declaró la Independencia Argentina y fue expulsado de Montevideo, el gran patriota José Artigas -hoy es feriado en Uruguay, no en Argentina- y mañana se conmemora el aspecto donde Belgrano no tenía talentos: el aspecto militar, la bandera, el gran Belgrano, que creó el paradigma de la escuela pública, hoy hecho mierda por tanto cínico de prepaga y escuelita privada, puede, mañana, cuando no es feriado en Uruguay y sí en Argentina, conmemorar su banderola, como si fuera un club de fútbol. Así de vaciado de contenido. De viciado de contenido. Sin revulsión. Sin potencia. Institucionalizados y la puta madre que los parió, les canto un tango. El resentido, qué tal, señora. La puta madre.
Cuánta falta hace la reflexión histórica. El pensamiento político. Un poco de amargura, en este festival de cursilerías.
Venden, a la vuelta de mi casa en Buenos Aires, unas salchichas parrilleras, en uno de los conventillos -el cinismo de época le llama Hotel- donde un pintor descendiente de peruanos trae estas cosas de algún lugar, que mejor no preguntar, del conurbano. Se hacen, en los departamentos donde no hay espacio ni para la soledad, en una plancha. Con arroz, que se corta, vieja maña de abuelas, con agua helada. Con cebollas salteadas con un cachito de vinagre, se sirven tibias. La comida preferida de Salvador Ferla, el mejor historiador argentino. Demasiado pobre para los liberales. Demasiado militante peronista para los revisionistas, esos pitucos malacostumbrados.
Lo de que fue su comida preferida es una mentira mía. Una más.
La cobardía cunde entre los que, mal o bien, escribimos. Hay que buscar en los arrabales de la literatura, esa mentira bien construida, en el mundo digital, o en publicaciones marginales, en grietas que son muy finitas, arriesgadas y audaces, donde germina, todavía, un pensamiento rebelde.
Debería ser feriado hoy. Y mañana, también.
Ya hay demasiados feriados, dicen las patronales. Las patronales del mundo industrial, ensamblador. Al capitalismo de servicios les encantan los feriados.
Tengo la persiana rota, no importa, total es invierno. Aunque está así, desde hace muchos meses. Imagino, del otro lado de la persiana, una vecina hermosa que sale al balcón a fumar. Y la voy narrando, repleta de mentiras, por que así me invento, de paso, una vida abandonada en el suspiro del amor. Demagógica. Cuando no tenía la persiana rota, tampoco la abría. Por que, justamente, me miraba, la señora de enfrente, enfrascado, como loco, en documentos de word, burlándome a carcajadas mientras escribo un mail, peleando, con los hombros, alguna disputa sanamente olvidables con algún boludo de Perfil o La Nación. Pero del otro lado de la calle no se nota la costura de los verbos, sino los movimientos nerviosos, sacados, de un petiso desañiñeado que le da al teclado como loco, que le da patadas a una notebook al lado de la cama, de madrugada, desesperado, como si tuvieses algo importante que decir. Tratando, últimamente, de no hacerme entender demasiado. Ya me están aburriendo los consensos y certezas que me dejan afuera. Y exagero. Descaradamente. Como si fuera una carmelita descalza, Heidi paseando con su canastito, mientras bardeo funcionarios engordados por la boludez de tener secretaria, mientras tiro municiones a todos lados, bolsilleo algún empresario temeroso o mando a la concha de la lora al último peón, como yo, de repentino prestigio intelectual pero sólo como estrategia para levantarme, quizás, alguna mina imaginaria, de esas que pueblan, el bordado del costado, del relato con mayúsculas.
Me divierto demasiado. Debería entristecerme un poco al solo efecto de cuidar la salud.
Y no me sale.
Te lo juro, Ludmila, me lo propongo todos los días.
Eso y fumar menos.
Y las promesas de recuperar de los cadáveres mutilados de los próceres algún efecto potente de realidad que incida en el presente.
Puras promesas.
Como las que te hice en un ascensor de La Paternal una noche que mejor olvidar.
Monitos imitadores, del último sur. Escupiendo el asado del patrón. La puta madre.
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