A mi amigo Manolo Barge, que quiso acercar el conurbano al resto del mundo y terminó acercando el resto del mundo al conurbano.Por esa obstinación de creer, todavía, que las palabras esconden un misterio descifrable.
¿Será porque soy petiso, o de alguna cosa ontológica, de las entrañas, tipo que de puro hijo de puta nomás? No sé. Pero a todos lados yo voy armado. Está mal. Lo sé. Creo que la gente no debería estar armada. Entiendo perfectamente que no queda bien.
Aunque. Quisiera, me entiendan. Bah, no. Me entienda. Mi madre. Cuando se entere de ésto. Venía, era una calle oscura, abundan en Resistencia, qué lindo nombre, la capital del Chaco. Provincia de historia condenada. Sin juicio previo. Provincia maldita. Llena de encantos, blasfemias y secretos. Provincia de mierda, en mis noches de culpa. Al lado del velador. Donde, todavía, guardo, bah, dejo, no guardo, dejo un papel y una birome por si tengo pesadillas. No tengo mesa de luz. Sí tengo velador. Está apoyado arriba de una caja, de cartón, del día loco cuando me compré hace un año un televisor y miré lo que tenía que ver y después el televisor se fue muriendo un instante de olvido y todo eso que ya sabemos, pasa. Me estoy acordando, las cosas, la música del atorrante, Agosto. Agostina. Le dicen chaparrita a las morochas con piel boliviana porque la piel es anterior a las fronteras, ja, ¿acaso no somos ya de antemano y por un decreto enchapado en el oro de los feriados, no somos, ya, cómo dudarlo, un país? aunque para tanto progresista que sublima parapsicológicamente como si la obviedad no mereciera ser debatida en asamblea de Sociales y la rubiedad de nuestras hegemonías sexuales y la imposibilidad de que adentro nuestro viva un enano fascista, uf, tomo aire, te decía, fuera cosa de alborotado linyera de la periferia con necesidades de escandalizar a nuestras pobres abuelitas. Corazones. Yo, que ya vine enano, guardo una tía abuela obsesionada con la canasta. Y la quiniela. Motivador compulsivo, como una gerencia de recursos humanos del Instituto de Revisión argentino e Iberoamericano de la Explotación, viejo zorro, otra vez, a la banquina, jodiendo a los que ya venían, Colegio Nacional y tías que heredan, con suerte. Que no necesitaron, como vos. La culpa y la suerte. En orden inverso.
Venía, la chaparrita, con una campera de esas que venden los vendeparaguas de las estaciones de micro cuando no llueve. Una campera inflable. Y anteojos. Y chiquitita, encorvada, de edad incalculable, como tienen, sin dignidad, los años en los hombros, las feas. Por la encrucijada de una esquina donde unos gatos fumaban porro y tomaban merca y pedían un par de pesos considerando la inflación para la birra y sino les dabas además de la falta de dios y solidaridad y todo eso que dicen los pibes que están condenados a la soledad de las baldosas grises que tienen las veredas hechas por la municipalidad con el lumpenburguesariado de turno en ésta la ciudad de todos y todas, además, te cagaban a trompadas. Y la chaparrita, yo la conocía. Siete hijos. Volvía caminando. El marido, albañil, oficial de carpintería recientemente ascendido cuando el mundo empezó a ser magia y no le quedaban dientes pero en el PAMI le habían regalado unos anteojos del milagro cubano y todo eso que viene anunciado con pompas y estreno de saco y corbata de alguna marca del último forro que vive en San Isidro y tiene un negocio con empleados en negro en la esquina de avenida Santa Fe y la Concha de la Lora. Aunque esta historia ocurrió, si es que ocurrió, en Paraná. Donde queda, mi pequeño, horizonte. Donde se me mueren los sueños. Donde me conozco cada esquina. Donde estuve tan triste. Dónde, gente, sin mundo con los acentos viejos del barrio, se me muere, a veces, los días que amanece y uno ya sabe antes de escuchar la radio que hoy toca velorio. Y el mate lento. Acompañado de recuerdos. En mis brazos se muere un poco esa pared cada vez que vuelvo, la fachada desgraciada y atacada por la violencia del tiempo, la pared que da a la calle de la casa de mi vieja. Como un médico en residencia que todavía tiene la terquedad de ser bueno. Ya fracasará. Como los policías y los diputados. Cada vez que vuelvo con metáforas. Boludas. Ya nos conocemos. Qué eficaces, convengamos, las metáforas. Para hacer más chiquito ese recuerdo mordaz de una noche de furia. Que amaneció desgarrada. Y con botellas muertas y escándalos. Donde solamente te perdona la Virgen del Monte Lejano. Pero te acusa hasta la guía telefónica y todos los muebles que acumulaste en la vida. Y la pared, parece joda pero es cierto, se cae a pedazos. Se me muere un rato. Ni ese alivio. De pensar el final. Destino idiota del escritor periférico. Nunca reconocido. Bordeando. Y qué. Ahora que mis amigos etcétera, la balada enorme del etcétera. Bueno, todo eso. De dejar de hacer dedo. De estar perdido. De insistir, como un boludo. La chaparrita no tenía plata y entre seis la molieron, hasta que el cordón le dio en la cabeza, a patadas.
Frené el auto.
Saqué la pistola.
Me mandé una cagada.
La complejidad de la madrugada, pelotudos. La tontería de la culpa. Resumir. Dejar de joder. Decir, con la naturalidad vecinal de quien gana un premio nobel de química, decir, por ejemplo, ey, forros, me tienen las pelotas llenas. En la esquina, donde no hay nada más que metáforas, de Durazno y Convención. Ciudad, metafórica, de Montevideo. Puerto Inglés de nuestros poemas de la adolescencia. Cuando, por ejemplo, nos dolía ser cornudos. Esas cosas, ahora que ser el joven que alguna fuimos es una licencia para la demagogia pero mientras no sigamos jodiendo con el expediente pelotudo de nuestras utopías, esas cosas. Qué se yo. Duelen menos.
Yo no tengo auto. No tengo arma. Todo lo que acabo de contar es mentira.
Venía, bajo la lluvia, hasta la estación de colectivos. Para irme a Paraná. Mientras llovía. Y pasó un tipo, tez boliviana -se me vino a la memoria ese periodista que quiero y respeto y dijo "cómo jode Carrasco con el racismo" y después dijo algo feo y me mandó a una rehabilitación ideológica pero yo ya estoy acostumbrado a esta especie de marginalidad llena de reconocimiento y al debate oligofrénico sobre si lo que es hipócrita es la marginalidad o el reconocimiento o, si, obvio, si lo que es hipócrita está tan cerquita, tiene los pies cruzados sobre la rodilla, la espalda caída, una mirada perdida y algunas arrugas y las primeras canas y se acaricia la barba y no sabe, puta madre, hombre grande, no sabe dónde esconderse cuando tiene miedo hasta de la posibilidad del viento y ese también, no solamente, pero también, obvio, sí, pero a quién le importa aunque en todo caso y contra no se qué, también, enrevesado, torpe, también, soy yo- y el boliviano tenía anteojos y campera barata inflable y un bolso de laburante y, pausa, a ver si logro explicarlo: y me esquivó. Simplemente.
La mirada concentrada, gacha, en alguna proposición de aguinaldo.
Solamente, se corrió.
El muchacho de Palermo.
¿Soy eso?
El tipo, en su mundo, simplemente, se apartó. Disimuladamente. Dos metros. Y siguió. Y yo no me frené. Inmediatamente. Ni me di vuelta. Para no asustar a nadie. Para no meter ruido a ninguna proposición de aguinaldo, a ningún corazón resignado a la tristeza de los cajeros automáticos. Seguí, nada más, caminando.
Y me largué a llorar.
Y me senté en una plaza.
En un rato se me pasa. Volvemos, a las barricadas. Me debe estar por venir. Alguna novedad encima. O bien algo me falla, acá adentro, qué se yo. ¿Pero, acaso, contaría ésto, lo escribiría como lo estoy escribiendo, sabiendo la verguenza que se me viene, si en el fondo, de verdad, si en el fondo no sintiera, cierto orgullo, raro, tonto si querés, pero cierto orgullo porque algo me queda de no sé qué parte, dónde, no me creas si te digo lo contrario, donde nunca fui?
De todos los lugares donde nunca fui el único que me intriga es yo mismo.
Me he buscado tanto en los ojos de una chica. En los abrazos de amigos. En lo que escribo. En la indiferencia de los planes que hice para conquistar el mundo mientras esperaba, en la esquina de mi casa, el colectivo que atraviese la ciudad y me deje, puntual y gerente, en el trabajo.
Últimamente, no sé que me pasa. Ando medio boludo.
Miro, voy, en las mismas nubes de mi patria imaginaria, caminando, con la anteojera seria de los arquitectos, como si me importase, vidrieras. Me sorprendí en plena tarde parado adelante de una vidriera mirando la gente que mira, la semana pasada, una vidriera de cosas caras. Parate ahí, hacé la prueba. No mires como miran, babosas de reputación, la gente que tiene en su cartera la seguridad jurídica de una tarjeta de crédito. Ponete al costado. Mirá las chaparritas, felices, maquilladas sin que el novio que la abraza se de cuenta del nuevo peinado, las chaparritas no miran las vidrieras. El novio que la abraza y que no nota el nuevo peinado, mira de reojo. Ahí está, en esa vidriera. El maniquí que me señala. Que me avisa, me humilla, me grita, con carteles, que yo no puedo.
Mirá los novios, pobres, que caminan las calles del mundo sin darse cuenta del maquillaje de la señorita, mirá como se ponen frente a una vidriera donde nunca, ni con todos los sueldos del tiempo, podrían llegar. Mirá cómo miran lo que creen que miran las chicas.
Cuánta confusión.
¿Y si, en realidad, yo quisiera trasladar esta alma turbia que -en mi defensa- no elegí, que me tocó, a un plano ideológico por la imbécil imposibilidad de organizar mis sentimientos confundidos?
¿Y sí en realidad, lo que sucede es que...etcétera?
Etcétera. La balada enorme del etcétera.
De todos los lugares que conocí adonde no quiero volver es a yo mismo.
Quizás el enemigo es uno mismo.
pedacito de cielo
ResponderBorrarMe emocionó. Gracias. Antonio.
ResponderBorrarche, la verdad me parece pésimo escrito. Quien lo escribió? Lucas, fuiste vos?
ResponderBorrarYo te banco lucas. Te felicito por escribir mucho. Pero a veces siento que escribis medio mal.Y me irrita, porque no puedo seguirte. Y quiero porque me interesa. Pero me frena eso. Y continúo como puedo. Hasta que no puedo más.
A mi me gusta. Es como leer a Alejandro Apo y querer saber como salio el partido: no lo lograrás, pero se vivencia mas lindo
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