En la vida todo es ir

Hago muchas cosas para no olvidarme del pibe, de izquierda, soñador y despojado, que fui. Igual de loco, con pretensiones de escritor, estrechamente más pobre, falto de rumbo y solo, de una soledad tan concurrida, diría Benedetti. Tuve tantos amigos. Tuve tantos amores. Tantas mujeres y tantas camas donde entonces dormía sin problemas. No sé si roncaba tanto como ahora. Y soledades tan negras. Mis depresiones antológicas. Pero de ratos con una felicidad hecha fuego. Con una esperanza en el porvenir. De una pureza angustiante; yo comí tanto de las ilusiones que me creaba, incluso, a veces, forzaba; que podía estar flaco y alegre, con las mejores sonrisas para las mejores mañanas. Por que estaba convencido de un mañana. Eso me daba, me da todavía, aunque de a poco fui aprendiendo a tranzar y calmarme, me daba y me da fuerzas para pechearle al barrio entero, perímetro total de mi mirada. Hay un bar a la vuelta de casa donde venden las peores pizzas del mundo. Un lugar sombrío, al costado de una obra en construcción. Donde pasan las pendejitas desnudas de alegría camino al boliche. Yo las miro desde la ventana, mientras converso y hago chistes a los que se sientan en mi mesa. Miro las tetas caminar y los tres pasos hasta que se vaya, la chica que pasa por la ventana, me alcanzan para imaginar una historia y olvidarme, hasta de la cara y la historia, a los tres minutos. Tres minutos filiales con la imaginación. Mientras el cocinero, entrerriano pero desabrido, silba y se exalta por cada mujer que pasa -y nunca entra- cuanto más fea más se saca. Y se aglutinan en este lugar con tubos fluorescentes de tierra los que han quedado afuera de esa sofisticada pretensión sibarita de Palermo, casi mansos por desapercibidos. Y avanza frígida la madrugada. Como si, convencida, fuera a algún lado. El Polaco que saca un habano, no tan barato, con olor a aguinaldo, y empieza a mentir las minitas que se cogió en el boliche. Naturalmente, antes de que lo conozcamos. Como si nosotros fuéramos los culpables de esa panza fracasada. Hoy anda retraído, pobre Polaco, tiene un hijo enfermo de varicela. Yo la tuve, no es para tanto. Cuando sos pendejo, sos de goma. El hijo de Cristian se cayó de un cuarto piso, era un niño, se salvó. Se fracturó las piernas (solamente, un milagro: uno no puede decirle al padre una cosa así, siempre lo sufrís, de todos modos. Pero en el acto del aniversario de la muerte de Néstor Kirchner estaba el nene, ya pasaron varios meses, ya era un niño alegre y caminando) y mi hermano, bah, David, que estaba con mi hermano en Paraná me llamó, a las 4 y media de la mañana, estaban de fiesta; mi hermano, que tiene el clavo en la rodilla y el andador, me cuenta que estuvo bailando. Hoy hubo un acto, allá en Paraná, por el día del militante. Peronista, claro.
Voy conversando con amigos las cosas del trabajo. La noche mansa.
La semana que termina. Los electricistas, los bateristas, los escritores, los albañiles, los empleados bancarios, los angustiados, los borrachos, los periodistas, los maestros, los actores.
Este fin de semana no me vuelvo a Paraná. Me quedo para el pre-estreno de la película sobre Néstor Kirchner. Me mandó Máximo Kirchner las entradas, era su papá. Hay ahí una carga emocional de otro tipo. "Sabe el hombre donde nace y no donde va a morir"
Si no me daban esas entradas no hubiera ido a ese pre-estreno (tampoco hubiera podido). Sí, tenía pensado ir a ver la película. Emilia se va a trabajar a Uruguay, me insistía con ir, les habían mandado entradas a todos los de Duro de Domar. Yo prefería ir al cine. Sentarme atrás, anónimo, mirar mis propios recuerdos. Pensar este proceso hermoso y los dolores, la épica que supimos conquistar, las cosas que pasé. Cuando me miro para adentro de algún modo también recorro, por lo menos (ni más ni menos, soy, apenas, una persona) desde mi lugar, también recorro la biografía de un país adictivo. De un país que es mi país. Hay, sí, Néstor para rato.  En El Lobo Estepario, no me acuerdo si el protagonista iba al cine, si existía, en aquellos años, el cine, es una novela que me fascinó de pendejo, cuando no manejaba tanto los momentos históricos, pero sí, me acuerdo, de los conciertos de música. Del teatro. Y se quedaba apartado. Como ensimismado. Alcanzando una sutilidad poética. Y misteriosa.
Después están los días donde perdemos energías en cosas que son tan poco. Vamos a terminar, así, en un cajón, con un funeral. Todos. Se trata de dotar este momento de un significado que nos trascienda. Que nos supere. Que nos haga mejores.
Los que no creemos en dios, se me ocurre, no, ya me estoy arrepintiendo de esta misma frase. La digo igual pero ya no la considero válida: que estamos más aferrados a dotar la vida de algún significado. No, los que creen en dios tienen la misma posibilidad de elegir ese camino.
El significado de la vida necesariamente tiene que ser por los otros, esa es la manera de ser mejores, internamente, de conocerse. Arrojarse a los mares de la solidaridad. De los sueños. De la garra necesaria para una lucha que incluya a los que más sufren.
Palermo se puebla de bocinazos. Pibes que vienen y van. Me gusta la gente que espera el colectivo los fines de semana. Se los ve más esperanzados.
Y compro cigarrillos. Charlo un poco con el peruano del kiosco. Tosiendo, en fin. Y camino hasta casa. El pasillo de mi edificio está, como todas las madrugadas, de un silencio tan iluminado. Mi casa es chiquita, desordenada. Dejo el libro en la cocina. Tomo un poco de agua. Me siento en la computadora. Tengo ganas de escribir algo. Y me pongo a pensar en qué.
Mientras tanto, amanece.