Tengo una tristeza

Tengo una tristeza deslizable. De tobogán. De infancia. Qué boludez. Escribirla. Para entenderla. O inventarme que la entiendo y quedarme tranquilo y todo eso que sucede cuando, bueno. No sé. No creo, hoy, ahora, ni creo ni tengo ganas de creer en nada. Tengo una tristeza profunda.
Cuando estoy triste así, triste oxidado, quieto, boludo, me dan ganas de gritar la verdad. Una verdad de puta madre, que pudra todo, que conmueva, algo desesperado, un aullido certero y cierto. Y grito lo mismo de siempre. La verdad. Tengo una compulsión, casi suicida, por la verdad. Y la grito, a los mares y los vientos y mentira, es en mi cuarto, en el teclado, a la ventana. Nada más. Y nada pasa. Quedan los mismos secretos torcidos, las mismas esquinas, las mismas ramas, vendedores ambulantes, sirenas de policías, viejas chismosas, celulares que suenan. La calle queda completamente igual con mi tristeza. Que sin mi tristeza. El mundo, enterito y en enterito el globo terráqueo con enterito y ojotas y una visera, sigue, impiadoso, de largo, sin importarle un carajo y lo bien que hace, que yo estoy desesperadamente triste, le importa un carajo más breve que todas las veces que mandamos al carajo, por remordimiento, a lo que sea. Tengo un callo del tamaño de una nuez que me duele a veces. Mirándome, como un imbécil, bajo el reflejo del vidrio de mi escritorio. Debería vaciar los ceniceros. Y limpiar un poco. Llamar a mi abuela. Me acuerdo cuando jugaba a la generala con el viejo Pelletieri, ya murió, pobre viejo, siempre me ganaba, era hábil con los dados. Y disparo la verdad con puntería, como una bala con punta ahuecada y nada. Necesito, por favor, mentiras. Necesito literatura. Pero no me sale. De un tiempo a esta parte las cosas que escribo en el word son una reverenda mierda que no me consuelan ni un poquito la amargura y la concha de la lora no sé porqué estoy contando esto. Supongo que por necesidad. Esas cosas raras que tiene el alma. Y las almas torcidas. Como la mía.