Salí a dar una vuelta. Por mi barrio. Las esquinas que a veces me aburren. Los vecinos que saludo. Los que no me saludan. Alguno que otro que me para en la calle, para decirme cosas. Nunca muchos, ojo, un par, ponele. El problema, de fondo, es la TV. Visito esos lugares que no coinciden con mi parecer sanitario. No sé por qué lo hago. Me siento tan cómodo, tan a gusto, tan de muelle en el litoral escribiendo, tranquilo, o también desesperado, en el metro cuadrado de mi departamento donde está este teclado. Ahora que, además de arrancar el timbre, arranqué el cable, una noche loca como tenemos todos, del teléfono fijo. La semana pasada me robaron el teléfono. Tengo un número nuevo. Lo tienen solamente mis amigos. Que me conocen. No me llaman. Porque no atiendo. La vida a punto de llover el cielo tiene como cierto encanto de verano. Salí a dar una vuelta. El panadero ultrahíperkirchnerista se peleaba con una clienta por que tenía doble nacionalidad, era italiana y boluda. Iba tarareando una zamba que me gusta interpretada por Los Olimareños. Estaría bueno tener, bah, siempre pienso eso y nunca lo hago, alguna cosa con auriculares para cuando voy caminando pero el problema es que así dejás de escuchar los ruidos y murmullos y cosas que están ahí, en la vereda, en los colectivos. Ese es un problema, no sé por qué salgo con eso, pero bue, ese es un problema de tener una caripela que suene más o menos junable, la gente de a pie con razón, desconfía. Y te quedás salame afuera del recorrido manso del pulmón social. Hoy me agarró una culpa contra el cinismo que me sale bien. Y me tomé un colectivo que me dejó en un lugar que no conocía. Me volví, al ratito nomás, en taxi. Me estoy haciendo viejo y ya casi agoté mis reservas de desengaño. Había unos duraznos que parecían de ruta, comer duraznos, cuando hace calor, te acomoda. Estoy sintiendo últimamente unos mareos raros. No me da para ir al médico. Me da miedo. Y en las calles con baldosas abandonadas todavía hay viejos que toman mate en los balcones. Pedazos de infancia mezclados con la fiebre histérica del entramado idiota que no sé a dónde iba esta oración, no importa. Ya volví. Está por llover. O amaga. O qué mierda me importa. Salí a dar una vuelta. Hacía unos tres o cuatro días que no salía de mi casa. Estuve escribiendo toneladas caprichosas de algo que, después me di cuenta, es una porquería. Y no va a ningún lado. Hablando de eso, tengo que comprarme unas zapatillas. Ahora no tengo plata porque vuelvo al trabajo en marzo. Pero qué, no, a ver, cómo contarlo, me rompe las bolas ir a comprar zapatillas. Enormemente. Me chupa un huevo si estoy loco o no, pero me rompe las bolas ir a comprar zapatillas por que sé lo que sufren los pibes que no tienen plata, ni ellos ni sus padres, para las zapatillas que quieren. Entonces yo me compro las más baratas y no me pruebo nada. Me da bronca, la puta madre, haberme probado, esas concesiones tontas, una camisa, cuando fui, acompañado, bah, obligado, a comprarla. No me pruebo nada porque soy así, raro o lo que sea a mí no me importa, por los retorcidos callejones de la mente tengo algunos principios inamovibles y destinados, sencillamente, a sentirme bien. Dotarme, ese ejercicio melancólicamente impiadoso,  de algún sentido de la vida. ¿Porqué está mal? Es tan poco lo que uno puede decidir sobre su propia vida que correr los límites, gobernarse, hacerse soberanía con la voluntad, qué se yo,  es lo que hay, había un árbol, todo tieso y boludo, en el medio de una vereda. Me quedé mirándolo y me dio tanta risa. Después apuré el paso, casi al trote, por que había una vieja que sospechó que yo era distinto y estaba por llamar al consorcio moral que le administra los miedos o a la policía, qué me importa, para el caso es lo mismo. Y como a las tres cuadras, cuando paré en un semáforo, pensé que era muy boludo haberme ido rajando porque una vieja sospecha que invado su cuadra al reírme, misteriosamente a carcajadas, de un árbol, puesto y abandonado ahí. La concha de la lora. Porqué mierda no puedo reírme de un árbol. De qué se ríen ustedes. Yo me río de la completa imbecilidad que me rodea internamente y rodea al mundo. En la postrada impotencia verde de un árbol en medio de despensas, señoras y bocinas, cuánta compulsión a la bocina, vengo de otros lados, respeten la siesta, respeten el árbol, la inmensidad calma de ese abismo infantil donde aprendimos, con tenues retos, a ser respetuosos. Así que volví a casa, me masturbé, escribí ésto y ahora me voy a tirar a dormir una larga siesta hasta la madrugada que tiene ese silencio impreciso donde nadie te jode. Y que la zamba que tarareaba se asome por mi balcón y me traiga flores y una gaseosa bien fría, que la realidad aburre hasta el hartazgo moral de las señoras que cuidan su cuadra.