Tesis sobre un domicilio

La usurería inmobiliaria es la actividad económica principal de nuestra clase dirigente y dominante. La clase dirigente saca fondos públicos (de manera legal o ilegal, no es el punto) para concentrarlos en la usurería inmobiliaria, mientras que la clase dominante hace lo propio, sacando recursos de la pampa húmeda (o de la tierra, en general) para depositarlos en la usurería inmobiliaria.
En algún punto del firmamento ambas modalidades se unen.
Que la usurería inmobiliaria no produce efectos beneficiosos más que para el usurero, no admite discusión. Se discute y analiza poco los efectos socialmente perniciosos que esto trae. Lo cual presta un servicio gratuito a la comparsa conservadora socialmente que hoy pulula vestida de novedosa. El perfecto cálculo de hasta donde un trabajador, un jubilado y hasta el destino de un niño por nacer, será toda su vida un ariete de la clase dirigente y dominante pagando puntualmente su usura, es materia de festejos progresistas en el colmo de la derrota histórica del discurso emancipador. Una balada de obreros de la palabra con el alma muerta.
El peronismo en sus orígenes tuvo mucho que ver con el combate a esta usurería inmobiliaria. Ese sesgo plebeyo y de izquierda se perdió en el origen de los tiempos. Hoy la usurería inmobiliaria es la marca de fábrica de la clase dirigente y especialmente del poder al interior del Poder Tribunal.
Esto genera la lógica predominante de que no existan, nunca, los trabajadores en las oraciones bimembres de los discursos del poder. Hay una ausencia, insidiosa, en esos discursos del poder que a la vez producen poder. Y una generación que ve el mundo desde la perspectiva usurera de las clases propietarias. El giro conservador está, así, a la vuelta de la esquina. Solamente faltan algunos ingredientes para que se suelte más libre. Por ejemplo, una economía que ya no crece a tasas chinas, cierta impunidad policial y la paralización de la producción de empleos productivos y de oficios creativos.
La separación, correcta en un primer nivel de análisis, de clase dirigente y clase dominante, se vuelve payasesca cuando a la primera se le quiere dar un sesgo progresivo para la distribución de la riqueza. Para decirlo claro: es la distribución de los excedentes (una distribución pre primaria, incluso) la que la clase dirigente reparte para legitimarse, resistida políticamente pero hasta ahí nomás por la clase dominante, que tampoco es tan imbécil de, por ejemplo, entender que sin la universalización de la miseria jubilatoria y la mendicidad estatal de la asignación universal por hijo, el país se prendería fuego poniéndose en estado de asamblea las propiedades privadas que fundamentan la usura. Esa conciencia política de supervivencia de las clases dominantes tiene, sin embargo, un límite preciso: no se puede tocar la riqueza. Eso no se puede distribuir y, obediente, la clase dirigente recoge el mandato y lo hace pastoral social de la moral. En ese límite se acaba la política. Distribución de los excedentes del ingreso, sí, distribución de la riqueza, no.
Con lo cual llegamos a la actual encrucijada: ya casi no quedan excedentes.
Los avatares de la economía mundial, que nos sirvieron junto con los empantanamientos militares de Estados Unidos en Medio Oriente, están comenzando a revertir su ciclo. La crisis financiera en Europa, con su ausencia de clase trabajadora como epílogo del estado de bienestar, muestra lo acotado del paraíso de lo posible. Para economías periféricas como la nuestra, es un aviso de una situación, sinceramente, espantosa.
La producción de discursos del poder, centrados en la pastoral moral, en torno al paupérrimo Brasil anticipa un escenario de giro naturalmente conservador al no quedar sujeto social disponible para hacer política, sin reconfigurar los sindicatos y el mundo obrero en un discurso de poder: basta ver la soledad electoral de Venegas, Moyano, Yaski, De Genaro y todos los sindicatos y movimientos sociales para comprender que los no propietarios no tienen siquiera parte en las discusiones serias.
Las paritarias que acompañan y a veces, incluso, superan la inflación, son una innegable conquista que sin embargo apenas atrapa a un núcleo reducido de trabajadores. A los que, asustados por el vacío legal de los trabajadores excluidos, se disciplina para que no tengan voz ni voto en el mundo político. La caricatura de que esta voz la representan usureros buenos no tiene mayor sentido más que para una autoalucinación de esas frecuentes que terminan inexorablemente mal.