Como su pasión por el
balompié, es de sospechar que hay un registro de los politólogos –esos
chamuyeros palermitanos- donde se
sienten maternalmente acurrucados. Es
posible que sea por la simpleza del fútbol y la posibilidad de establecer
leyes, por lo general falsas, dentro de un marco acotado de posibilidades. Como
una especie de ratas de laboratorio, es necesario dotarlos a los futbolistas de una
complejidad que no tienen. Y acá el
asunto, al entroncase con la demagogia militante del onegeísmo –esa enfermedad
infantil del consumismo- que se conoce
bajo el oxímoron de “periodismo deportivo”. Se entronca por la necesidad de
legitimarse “científicamente”.
Notará el lector entrenado en epistemologías del lenguaje,
que la caterva de sandeces que son los relatos deportivos, se nutren de un
Saint Simón en su etapa máscándida. Aunque los máapaldidos de los locutores
sean los comtianos: que no es que plagian y exagera, sino que atrapan, jeje,
una semiosis social.
Tilinguerías de bajo costo, señora.
No hay de qué asustarse.
Antes s8ucedía con los sociológos. Aunque no eran tan
pavotes, eso es cierto. Buscaban más en los alrededores de lo que
exageradamente se llamaba la “cultura del fútbol”, una chapa popular que
carecían por su origen de clase.
Incapaces de cuestionar el estatus que los legitimaba (que
el saber es poder y el poder nace de la desigualdad social y a la vez la recrea
y reproduce) no dejaban, sin embargo, de encontrar saberes altamente valorables
en su producción intelectual.
Los politólogos, con su 442, 123, y demás banalidades, solo
lograron hacer resurgir las viejas tesis militaristas y reaccionarias del
deporte como continuación de la guerra.
Una pelotudez atómica propia de demagogos y alcahuetes del
patrioterismo más arcaico. Que exalta la irracionalidad como un valor y sublima
toda esa carga de violencia metafórica más propia de las religiones.
El fútbol, como hecho meditativo del país burgués, no tiene nada para
decirnos. Sin embargo, está bueno
mirarlo. Porque sí, sencillamente.
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