sábado, julio 05, 2014

La izquierda imposible


                                                                                   A mi padre, que en paz descanse

Un padre que lucha por sus hijos es más importante que los resultados electorales



Falta construir una izquierda imposible. Hay demasiadas izquierdas posibles. Que logran lo que de verdad se proponen, en nombre de esas zanahorias del largo plazo que persiguen con la prepotencia de los evangelistas los militantes del socialismo, logran una banca de concejal. Todo de una poquedad tierna y burguesa. Tanto que uno no entiende por qué gritan. Por qué siempre está tan enojados.

¿Se habrán soñado, legitimados en el sillón de los 250 diputados que gozan de una prestigiosa irrelevancia social, se habrán soñado sentados ahí para estar enojados?
¿Estarán enojados de verdad?

Persiguiendo zanahorias. Zanahorias utópicas que tratan, encima tratan de convencernos de su posibilidad inexorable. Científicamente argumentado, más vale.
No hay que endiosar la ciencia. Menos la ciencia del buen vivir. Esa manera de disciplinarnos las emociones y los miedos.
¿Notaron que esos 250 boludos, sentados correctamente, maricas como un conde o un monje o una modelo en la pasarella, incapaces de poner los pies sobre el escritorio, incapaces de ir con musculosa, de encararse a la diputada de al lado mientras se discute alguna de esas giladas sobre el Día de la Manzana que Está a Punto de Madurar; incapaces de hacer avioncitos con los expedientes de los coroneles, incapaces de abrir un tapper y comer la comida de la esposa; notaron que cuando falla la arquitectura cultural de miedos, zanahorias, las diversas psicopateadas que votan estos boludos a mano alzada tras rimbonbantes discursos, notaron que cuando esa falla, ajustan los resortes represivos?

Un diputado es un comisario que nació en la clase social equivocada.

No hay nada que esperar. Las leyes de la historia están hechas para violarlas. Como todas las leyes que no tienen, detrás, el respaldo coercitivo, una amenaza eficaz para quien incumpla el texto numerado de abogados con frecuentes problemas de sintaxis. Adrede. Hacen un culto de la banalidad. Por un asunto estrictamente simple: si hubiera pocas leyes y fueran fáciles de comprender; la oligarquía política no dominaría la defensa de sus privilegios.

¿Cuántas leyes conocen las personas de a pie? No más de diez. ¿Hacen falta más leyes? Un abogado diría que sí. Trabaja de eso, del esoterismo legal. De que no lo comprendamos. De darle una pátina cientificista a la ley que prohíbe mear en la vereda. Debe usted mear en su propiedad.
¿Y si no tiene propiedad?
Oh, en ese caso, es culpa del gobierno.
Así de fácil el asunto.
Eso no es una izquierda con capacidades de reolucionar nada. Eso es una izquierda que se autoconvence de que podría resolverlo desde el gobierno, al problema social de los inconstitucionales. Un tercio de la población viola sistemáticamente la constitución, al no tener casa, trabajo digno, etcétera.
Para ese tercio de inconstitucionales los gobernantes se autohomenajen al lado de patrulleros, cortando cintas de cárceles, lanzando migajas medievales que ahora se llaman "planes sociales" y hasta hay facultades que estudian eso. Para quedarse con ese dinero, más vale.
La industria de ayudar a los pobres es la trituradora de las clases media bien intencionadas. Que estudian Trabajo Social. O se hacen sacerdotes. O militantes del campo popular. O aportantes de ONG. O lectores de este blog.

¿Hay necesidad de dar la vida por un futuro escrito por barbudos neuróticos, capaces de discutirle al viento la dirección de una hoja marchita?


No hay nada. El misterio de la vida es simple: nacidos del polvo de nuestros padres y moriremos en el polvo. Donde nuestros huesos tarde o temprano se desintegrarán. Aunque nos momifiquen. Seremos un esqueleto vendado, un arlequín de feria barata.

Ante el posibilismo hay que fundar la izquierda imposibilista. La que no va a ningún lado. Ni tiene grandes proyectos. La izquierda sin futuro, la izquierda punk. Una izquierda que crea, apenas, en la igualdad y la libertad. La igualdad como derecho y la libertad como posibilidad. Congeniando la igualdad con su adversario, la libertad. No su antagónico, su antagónico es la desigualdad.


Una izquierda que actúe en lo concreto, para lo concreto, en el momento, en el lugar. Sin proyectos abismales, lejanamente abismales. Que desgastan la voluntad.

Hoy veía, en la plaza, a un viejo leyendo el diario. Concentrado en lo suyo. Abajo de un árbol. Tenía un saco gastado. Los zapatos viejos. Y en el cuello de la camisa un bicho.
No era un mosca. Las moscas no se quedan mucho rato en ningún lado. Oas moscas son tan ansiosas que todos los meses festejan su cumpleaños. Lo cual es razonable, porque las moscas no llegan a vivir un mes completo. A los 25 días de vida, la mosca ya es vieja. Está destinada a morir durante ese día, inevitablemente.
La mayoría de las moscas viven dos semanas, apenas.
No alcanzan a pelearse con los padres. Ni enamorarse. Seguramente no se detengan a velar las moscas muertas. El tiempo les urge. No podrían, jamás, estudiar la literatura universal.
Apenas se preocupan por encontrar comida. Bichos estúpidos. Como nosotros, sin noción del cosmos, del tiempo que nos antecede y seguirá, más lejos que el horizonte, por billones de años, seguirá aún cuando se agote la matemática para contarle su edad.
Posiblemente el tiempo no tenga edad. Posiblemente sea el único ente del universo entero que no tenga edad ni esté predestinado a la vejez. Al desgaste. A la enfermedad. A morirse.
Se morirá, dentro de dos o tres eternidades, dios. Pero el tiempo seguirá.
Podemos volar este planeta. Incendiar la vía láctea. Poblar estrellas donde nadie llegó. Y hacer documentales. Pero el tiempo seguirá viviendo aún cuando ya halla muerto el último ser vivo de la totalidad del universo.

Sin sentido de la historia. Un rayo en un cielo sereno. De vez en cuando.
Con su software ideológico abierto,  arrojado al vendaval caótico del devenir. Con la humildad de una gota de lluvia. A pesar de la pomposa oración anterior.

Cuando era chico trataba de imaginarme dónde terminaba el universo. Viajaba, tapado con la almohada y escuchando a los gatos treparse por la enredadera, por todos los planetas, por todas las estrellas esquivando meteoritos, dándole la mano a dios, siguiendo viaje hasta el final del universo. Llegaba. Era una pared de cemento iluminada por un foco, era el final de un pasillo. Ese era el fin del mundo.

¿Y qué había atrás de esa pared?
El universo no podía terminar nunca. El espacio es infinito. Medimos, con la geometría, segmentos de ese espacio. Pedazos que nos sirven para calcular la traza de un puente, la pija más larga del recreo, la estatura promedio de la NBA. Pero el espacio es infinito.
Y el tiempo también. Aunque nos atrasen la hora para ahorrar importaciones de petróleo.  Aunque perdamos el presentismo en el trabajo. Aunque los trenes ingleses lleguen a horario y las chicas traguen el sémen cuando están golpeando la puerta del telo. El tiempo es infinito. Se morirá dios y quedará el tiempo y el espacio.

Las leyes de la historia son segmentos de un infinito. Abiertos al azar. A la fuerza invencible de la eternidad.

Los locos son inimputables, porque no son conscientes de violar la ley.
La mayoría de los presos no sabían qué ley violaban cuando cometían adrede y planificadamente su delito.
Son imputables porque sabían que cometían un delito.
¿Cómo lo sabían?
Por las películas, la familia, la iglesia, la escuela.

¿Para quién, entonces, legislan los legisladores?
Para la industria del progresismo, que es un conservadurismo con caridad.
Mienten descaradamente. No es que son ineficaces. Mienten. Se mienten. Cada resolución para "que el estado intervenga en la economía" está hecha para los contadores. Cada ley está hecha para los abogados.
Cada impuesto y cada ley se hacen en nombre del pueblo, de la equidad, la democracia, la constitución, los principios sagrados de alguna iglesia, los nobles ideales de algún prócer, las "lecciones de la historia" convenientemente corregida.

La izquierda posible llega con nuevas leyes. Y enojadísimos.
Se inflan la barriga de orgullo hablando de quilombos de fábricas. Leen todos los diarios. Se toman muy en serio a sí mismos. Se separan por los contratos. Y por esa vocación de dictador que tienen los vendedores de zanahorias que en realidad querían montar un burro.

Aceptan todas las reglas de juego del sistema. Les encanta moralizar programas de cable. Guillotinar su saber en el hemiciclo. Argumentar como un viejo burócrata. Les encanta tanto parecerse a lo que odian que si compran un pancho con lluvia de papitas se sienten protagonizando una excursión a a los indios ranqueles.  Se acodan en la barra a moralizar la tarde. Donan su alma bibliotecaria a los indios con overol y si les dan la razón (así el doctor paga otro porrón) se sienten Bartolomé de los Countrys

Lo posible puede fallar.
Lo imposible no puede acertar.
Si sucede algún imposible es porque dejó de ser imposible.
El progresismo posible es un conservadurismo con caridad. Es parte de todo esto. Es una industria. Que favorece a los comerciantes de ideas que hablan en nombre de beneficiarios que ni se enteran.


El viejo, en la plaza, se dio cuenta del bicho. Se sacudió. El bicho voló a unos alelíes quee staba atrás del banco. Dobló el diario. Se fue caminando. Despacito.
Yo estaba fascinado mirando a ese viejito.
Agarró un sendero de piedras calizas, bordeó la fuente, se fue. Dobló en la esquina y seguro que jamás nos volveremos a cruzar antes que él y yo muramos.
Me quedé fumando más despacio. Es un gesto que le imito al líder de Brigada A. Pero Annibal Smith fumaba habanos. Y se fumaba su media sonrisa: me gusta cuando un plan se concreta.
El viejo dobló la esquina y desapareció. Se fue sin moraleja.



Estaba, en el banco de la plaza, con una señora que se sentó al lado. Gané unos pesos hoy. Le propuse pagarle diez mil pesos si me chupaba la pija. En el banco. Ahí. En la plaza. Ni me contestó.
Se levantó y se fue.
Lo miré al perro, por ahí se trepa rejas persiguiendo ratas. Ya no se pelea con los otros perros. Le creció un nuevo pelo. Le brilla. Además, le tapa las cicatrices.
Estaba mirando, embobado, como un verdulero un Archimbolo, dar vueltas la calesita. Con los chicos que se ríen. O lloran. Las madres que los auxilian, las canciones de Pipo Pescador.
Puede pasarse horas alrededor de la jaula. Donde se encierra a los niños para dar la vuelta al mundo en 80 segundos.

La izquierda posible tiene más miedo a reinventarse que a una dictadura.
Paga deudas injustas sin corbata.  Sin corbata y sin que le duela un carajo los que revisan la basura buscando su cena.

Son las 8 y cuarto. Hoy juega argentina. Estoy desayunando. Y escribiendo. Mientras dos amigas, bajo el escritorio, me chupan la pija. La menos hábil me pasa la lengua por los huevos. A la otra la puse a que se trague la pija entera, total la tengo chiquita, y los labios le toquen la base donde empiezan los huevos. Me hice un jugo de naranjas recién exprimidas. Las naranjas son del campo de un amigo.
 Y un omelette, con una sartencita que tiene un teflón de puta madre. Alemana.
No filmé esto porque, bue, todos sabemos que filmar los tríos no es para cualquiera. Tiene que ser, para que salga bien, alguien que no participe.
Aunque igual la cámara va a tener, siempre, los nervios de Pablo Noé.
Enmarcado en el patetismo claudicante, desesperado y violento, de una película del Dogma 95

La izquierda imposible es imposible: está para inventarse.
La izquierda posible es un grupo de autoayuda para injusticias sociales.


Hombres que estudiaron, en las mejores academias, cómo olvidar su infancia.
Hombres que se casan apenas tres o cuatro veces. Y nunca se enamoran.

Hoy se me cayó una muela.
Me quedan pocos dientes. Es fea mi boca. Caries, dientes postizos, muchas peleas. Descuidos. A mi edad, se pagan caros. En Cedines de las verguenza.

Una vez en Rosario, un amigo de la adolescencia, me contó que se había olvidado el cepillo de dientes. Y entró en una farmacia y compró uno.
¡Tenía tanta plata que se compraba, así, de paso, un cepillo de dientes!
No miento. Me impactó. Me sentí un fracasado de la peor clasificación, los vulgares.

Cuando conocí el mar por primera vez, me acordaba de esa historia. De esa verguenza.
Era de madrugada, recién llegábamos, para trabajar, en Mar del Plata.
Yo tenía 31 años cuando conocí el mar

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