lunes, marzo 02, 2009
La ruta del puchero 2
¿Nunca te cansás de escuchar la misma canción?. No tiene respuesta, la pregunta, no quiero explicarle todo, la densidad de decir todo, cuando en el fondo uno sabe que, jamás, todo puede decirse; menos, escribirse. Porque sucede así: pongo la misma canción hasta que termine de escribir; la melodía, la musicalidad, los instrumentos, los quiebres y repeticiones que hacen a la armonía, proponen un ritmo que va tecleando con el mismo ruido de unos zapatos en los callejones sombríos de la imaginación. Casi siempre sé donde arranco, no donde termino. Lo digo de verdad. Lo digo en serio. No es solamente una noche de borrachera, que puede terminar en la comisaría, en la cama de una extraña, jurando amor eterno en un sofá, sentado en los adoquines de una calle vieja, a los gritos contra un idiota en un bar; todas las posibilidades, todos los precios, todas las ventajas. Ayer estaba en un cumpleaños. Toda esa alegría por encargo. El temor a morirme me impide aburrime: siempre pienso que, en todo caso, me queda poco tiempo. O todo el tiempo del mundo, el ancho tiempo del mundo: solamente que, no tengo metas a cumplir, no sé cuándo será (ni porqué: aunque sé que tampoco un porqué es necesario, o imprescindible) de modo que lo tomo, lo suelo tomar, a todo como el último respiro. No pienso al largo plazo, no me queda aire; lo dejo pasar. No lo tomo en serio, no lo tomo en broma. Lo único que tomo en serio, se sabe, es esa morocha con curvas sensuales, la morocha que desnudo cuando le saco la etiqueta y la hago bailar un estriptis de brindis y sonrisas, ay diosa, ay Brahma, ay y ay, para vos todos los ay del tiempo. Ayer estaba en este cumpleaños; y me quedaba sentado, y charlaba sin charlar, y ponía la cara en piloto automático- espero que la mueca revele algo así como decir "te estoy escuchando"- y se me ocurría que la pavada que hice días atrás, seguir la ruta del puchero, ponerme a investigar, seriamente, bajo la excusa de un trabajao para la facultad, de dónde y cómo venía el puchero que comía; pensaba que eso, podría escribirlo, y conozco esa enfermedad. Va a madurar, ese bicho, ese virus, va a ir creciendo, comiendo minutos y horas, va a ir creando mounstruos, alejando cosas, va a ir madurando y será, lo sé, será una nueva narración larga y tendida, que no tendrá -porque esos errores no se cometen dos veces- un final sin pena ni gloria, hay que guardar todo, dejarlo para uno. Dejarlo crecer y morir, dejarlo ahí. En los cajones de la vida iba a decir: cómo puedo, muchacho grande, decir a esta altura, los cajones de la vida. Las metáforas vulgares. Las frases hechas. La canilla del baño, lavarse las manos: mirar ahí, sin poder agarrar el agua; la tontera de las metáforas vulgares, eso tan poco que somos, tan pequeño, ese punto en el horizonte de los otros, ese horizonte que los otros son para uno; toda esa belleza imposible de la pequeñez, la exageración. No he escrito, todavía, la novela del detective homosexual; no he escrito la masturbación del decano de humanidades, no he hecho nada productivo, nada cierto, nada que moleste. Siempre rehúso el porro, me miran con cara extraña, desacomodo, o hablo demás. Siempre demás. Tengo la culpa dando vueltas; baila su vals, baila desnuda, me mira regia, reacia, me mira y no me mira, me mira histérica, la culpa, como si importase, como si fuese, no sé, eso: algo importante. No soy tímido, no callo lo que quería decir; comprendo, me solidarizo, con los que mueren un rato por las noches, todas las noches, frente a la almohada, con la ventana cerrada, mueren un poco soñando la culpa de lo que no dijeron, lo que no alcanzaron a decir, las palabras que se comieron, su mala digestión nocturna: las cosas que no dijiste porque te parece que no había que decirlas. Comprendo ese sentimiento: no lo vivo, no lo sufro. Leo novelas donde nadie es tímido; donde nadie calla lo que tampoco sabría si hay que decir. Yo hablo de más. Escribo de más. Evito callarme, me discuto, pienso extravagancias, voy para otro lado. En las novelas que leo, las de prosa fácil, policial, contundente, falsas como la sonrisa de un camarero dice Chandler, ahí, los héroes no hablan de más: los cobardes hablan de más. Esos pueden especular, soltar la lengua; vivir, pequeños, sin secretos. Esos hablan por los codos, esos dicen cosas que ni ellos saben que son importantes, ellos mueren de la verguenza, pero son perversos, conscientes de su miserable debilidad. Esos hablan mucho, esos escriben frenéticamente, sin parar, esos no levantan la cabeza -también escriben con dos dedos y mirando al teclado- esos transpiran al escribir, esos enloquecen, esos beben en habitaciones ciegas, con fluorescentes con guirnaldas con un cristo crucificado con un montón de chucherías extrañas de otros esos ni siquiera corrijen esos ni se paran al costado del tren cocainómaco a poner comas a poner puntos esos mueren y reciben flores que nunca les hubiesen importado esos escuchan una canción y quieren escribir con esa musicalidad y lo intentan y se convencen y fijate se morfan ese convencimiento y cuando ponen un punto y aparte suspiran y toman un trago y sueñan que lo hicieron que lo lograron que mañana no valdrá la pena escribir que todo está ahí que uno lo dijo que no hay más nafta por fin y adiós y basta que todo acabó que voy al sofá que no releo porque tengo miedo de saber que solamente y al pedo puse un punto y aparte. Solamente y al pedo.
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"El temor a morirme me impide aburrime."
ResponderBorrarTal vez eso sea lo novedoso, o lo distinto, no el temor a morirme, sino la imposibilidad del aburrimiento.
En este mundo aburrido, que los únicos que divierten son Nestos y Tinelli, donde Carió ya aburre de más, donde se sigue tratando de reemplazar a Olmedo. Donde Maradona se cosntriñe al papel de abuelo, donde los héroes verdaderos como Monzón y el mismo Olmedo insisten en matarse absurdamente, no queda mas que aburrirse.
Sin embargo, como dice mi amigo Juan Urrutia Elejalde, el aburrimiento contiene el germen de una posible mejoría.
Ante este panorama, estar imposibilitado de aburrirse, es revolucionario
fabulosicooo!
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