...y pide
sacrificios
Justo ayer
conmemoramos 26 años de nuestra democracia, tiempo que puede parecer corto para
un país que no ha cumplido todavía 200 años de historia propia (¿estaremos
eternamente condenados a ser un país joven?), pero que resulta mucho, si se
repasan estos tumultuosos años, y lo que trajeron y se llevaron con ellos.
Precisamente ese
vértigo, propio de la vida en democracia -aunque algunos la deseen similar a la
paz de los cementerios- sea quizás la causa de que vayamos perdiendo la perspectiva
de algunas cosas, o que las demos por sentadas con mucha facilidad; de allí que
algunos fantasmas ¿del pasado, del presente? nos sorprendan y, claro, nos
espanten.
Entre esas cosas
que damos por sabidas y aceptadas por todos, está suponer que todos los
argentinos hemos hecho, como sociedad, el aprendizaje de los valores de la
democracia, que los internalizamos; y en ese aprendizaje sepultamos a los
monstruos del pasado, esos que acechaban en cada coyuntura de nuestra historia
con su prédica monocorde: orden, por sobre todo, y a cualquier precio, aun el
supremo de la vida, aun a costa del sacrificio de derechos, libertades,
garantías; reclamos, por legítimos que sean o por largo que sea el tiempo que
lleven sin respuesta.
Cierto
sobreentendido común nos lleva con frecuencia a suponer que todos, sin
excepción, hemos aceptado un piso común de reglas de juego que, como sociedad,
se nos aplican, y de las cuáles nadie puede pretender salirse, porque de lo
contrario retrocederíamos a la barbarie, que hemos padecido en nuestra historia
con lamentable frecuencia.
En todo caso,
nuestra disconformidad con la calidad de la democracia que supimos (o no)
conseguir, se canaliza a ciertas alquimias institucionales, suponiendo que
mejorando la arquitectura del sistema o su esqueleto, el cuerpo se regenerará
en consecuencia, y crecerá más vigoroso, capaz de soportar las dificultades.
Y es entonces que
aparece alguien (hoy Posse y Biolcatti, ayer alguna diva televisiva clamando
por soluciones fáciles para problemas complejos, como la inseguridad) que pone
en palabras esos fantasmas que creíamos enterrados, y esas certezas parecen
flaquear.
Nos damos cuenta
entonces con zozobra que el monstruo (el autoritarismo, la intolerancia, el
racismo en sus mil variantes y vertientes, el absoluto desprecio por el
diverso, el asco profundo por todo lo que significan, en definitiva, la
pluralidad y la democracia) estaba vivo y goza de buena salud.
Más aun: está
hambriento, y exige sacrificios para saciarse.
Porque cuidado, no
se trata de ejemplares aislados de la fauna jurásica que han sobrevivido a un
cataclismo biológico que llevó a su especie a la extinción.
No es Posse el
problema (en todo caso es un emergente), ni tampoco Biolcatti con su verba
pletórica del que se siente propietario de la Patria en nombre de un linaje que mezcla a la
vaca que hizo su fortuna, con el barco que trajo a sus ancestros, y que no fue
precisamente el de Garay.
El caso es que uno
y otro (y todos los que minimizan sus expresiones, las ocultan, las justifican
o les brindan la tribuna desde donde vomitarlas), por una parte ofrecen a la
sociedad un discurso reaccionario y violento (dicho eso sí, en nombre de la
modernidad y el diálogo) y por la otra, esa que muchas veces nos negamos a ver,
no hacen sino reproducir y amplificar en la escena pública, lo que con dolorosa
frecuencia percibimos en nuestra vida cotidiana.
¿Cuántos taxistas
por cada Posse, cuantos clientes de la cola del banco por cada Biolcatti,
cuántas amas de casa en el supermercado por cada Susana Giménez padece cada uno
de nosotros a diario, vomitando la misma cantinela, señalando los mismos males,
enfocando a los mismos culpables, proponiendo los mismos remedios una y otra
vez, en incansable letanía?
¿Cuántas almas
presuntamente sensibles y preocupadas por la pobreza, -muchas de comunión y
misa diaria- por los pobres y su pobreza, braman indignadas porque se subsidia
a los chicos de esos pobres, “con la plata de los jubilados” y para que “sus
madres sigan teniendo hijos”?
Ese monstruo multiforme
que nos venden como “la gente” (algo así como el cuco o el hombre de la bolsa
de las historias infantiles), al que se le abren los micrófonos de las radios,
las ediciones digitales de los diarios para comentar, o las encuestas de todos
los medios para opinar sobre lo inopinable, ¿no es muchas veces sino un
gigantesco Posse, una especie de hidra de Lerna cuyas mil cabezas no son
cortadas y se reproducen al infinito, hasta asfixiarnos con su discurso de
vindicta pública permanente, con sus patíbulos y paredones que mágicamente
solucionan todos los problemas, sin importar cuáles sean y que los causa?
Frente a esto, la
dirigencia política asume implícitamente su culpabilidad en el fracaso de
mejorar los logros de nuestra democracia (culpabilidad que sin dudas es
preponderante, pero lejos está de ser exclusiva), y no encuentra mejor salida
que ofrecer al monstruo periódicos holocaustos, esperando así, en vano, aplacar
su voraz apetito.
Y digo en vano
porque lo historia lo demuestra: cada concesión de la democracia a esos
fantasmas del pasado, no hace sino debilitar las propias bases de esa misma
democracia, privándola de sustancia y contenido. Desde la obediencia debida, el
punto final y los indultos, hasta las leyes de Blumberg, o el código contravencional
que impulsa en Buenos Aires el gobierno de Scioli.
Asumir que el
monstruo está vivo supone también aceptar y descubrir que sus rugidos no son
-aunque las apariencias sugieran muchas veces lo contrario- fruto de las
debilidades de la democracia, por no decir que muchos consideran tales aquello
que la define, como las garantías de que todos tenemos derecho a gozar.
Por el contrario,
las cabezas de la hidra se enfurecen y atacan con más saña cuando la democracia
como sistema (no un gobierno determinado, ni siquiera éste), decide ponerse los
pantalones, ponerse de pie desde sus postraciones y dar pasos al frente, sea
para afrontar la decisión de no dejar impunes los horrores del pasado, o para
intentar (aun tímidamente y tal vez con instrumentos precarios) atacar la
pobreza o procurar una mejor distribución de la riqueza, que debe ser lo
verdaderamente escandoloso en sociedades desiguales e injustas como la nuestra.
En definitiva, para
ser más y mejor democracia, asentada sobre bases éticas y materiales más
profundas.
En tanto no
asumamos estas cuestiones, el monstruo seguirá clamando sangre y sacrificios, y
ofrendárselos será en vano, no tanto porque su apetito de exclusión sea
insaciable (ayer los de pelo largo o los gays, hoy los jóvenes o adolescentes,
siempre los morochos o inmigrantes de los países hermanos de América Latina);
sino porque lo que le quede a nuestra democracia después de cada amputación de
uno de sus miembros para calmar a la bestia, no merecerá ser vivido o llamado
como tal.
hace un tiempo vengo pensando en ésto de los fantasmas. por lo que puedo observar, todavía hay gente enfrascada en los setenta y otros tantos que darían lo que sea por revivirlos. y si bien concuerdo en líneas generales con la entrada, por otro lado creo que las cosas se inflan (por ejemplo el rosedal).
ResponderBorrarque no nos instalen sus enfrascamientos ni fantasmas del pasado. la mayoría ya los superó, muchos ni siquiera los vivieron. los setenta hay que trascenderlos, tendría que ser una consigna sin banderas. no los dejemos. seamos más inteligentes. que se queden aullando solos.
P.