viernes, diciembre 11, 2009

Posse y Biolcatti

Por Raúl Degrossi


...y pide sacrificios

Justo ayer conmemoramos 26 años de nuestra democracia, tiempo que puede parecer corto para un país que no ha cumplido todavía 200 años de historia propia (¿estaremos eternamente condenados a ser un país joven?), pero que resulta mucho, si se repasan estos tumultuosos años, y lo que trajeron y se llevaron con ellos.

Precisamente ese vértigo, propio de la vida en democracia -aunque algunos la deseen similar a la paz de los cementerios- sea quizás la causa de que vayamos perdiendo la perspectiva de algunas cosas, o que las demos por sentadas con mucha facilidad; de allí que algunos fantasmas ¿del pasado, del presente? nos sorprendan y, claro, nos espanten.

Entre esas cosas que damos por sabidas y aceptadas por todos, está suponer que todos los argentinos hemos hecho, como sociedad, el aprendizaje de los valores de la democracia, que los internalizamos; y en ese aprendizaje sepultamos a los monstruos del pasado, esos que acechaban en cada coyuntura de nuestra historia con su prédica monocorde: orden, por sobre todo, y a cualquier precio, aun el supremo de la vida, aun a costa del sacrificio de derechos, libertades, garantías; reclamos, por legítimos que sean o por largo que sea el tiempo que lleven sin respuesta.

Cierto sobreentendido común nos lleva con frecuencia a suponer que todos, sin excepción, hemos aceptado un piso común de reglas de juego que, como sociedad, se nos aplican, y de las cuáles nadie puede pretender salirse, porque de lo contrario retrocederíamos a la barbarie, que hemos padecido en nuestra historia con lamentable frecuencia.

En todo caso, nuestra disconformidad con la calidad de la democracia que supimos (o no) conseguir, se canaliza a ciertas alquimias institucionales, suponiendo que mejorando la arquitectura del sistema o su esqueleto, el cuerpo se regenerará en consecuencia, y crecerá más vigoroso, capaz de soportar las dificultades.

Y es entonces que aparece alguien (hoy Posse y Biolcatti, ayer alguna diva televisiva clamando por soluciones fáciles para problemas complejos, como la inseguridad) que pone en palabras esos fantasmas que creíamos enterrados, y esas certezas parecen flaquear.

Nos damos cuenta entonces con zozobra que el monstruo (el autoritarismo, la intolerancia, el racismo en sus mil variantes y vertientes, el absoluto desprecio por el diverso, el asco profundo por todo lo que significan, en definitiva, la pluralidad y la democracia) estaba vivo y goza de buena salud.

Más aun: está hambriento, y exige sacrificios para saciarse.

Porque cuidado, no se trata de ejemplares aislados de la fauna jurásica que han sobrevivido a un cataclismo biológico que llevó a su especie a la extinción.

No es Posse el problema (en todo caso es un emergente), ni tampoco Biolcatti con su verba pletórica del que se siente propietario de la Patria en nombre de un linaje que mezcla a la vaca que hizo su fortuna, con el barco que trajo a sus ancestros, y que no fue precisamente el de Garay.

El caso es que uno y otro (y todos los que minimizan sus expresiones, las ocultan, las justifican o les brindan la tribuna desde donde vomitarlas), por una parte ofrecen a la sociedad un discurso reaccionario y violento (dicho eso sí, en nombre de la modernidad y el diálogo) y por la otra, esa que muchas veces nos negamos a ver, no hacen sino reproducir y amplificar en la escena pública, lo que con dolorosa frecuencia percibimos en nuestra vida cotidiana.

¿Cuántos taxistas por cada Posse, cuantos clientes de la cola del banco por cada Biolcatti, cuántas amas de casa en el supermercado por cada Susana Giménez padece cada uno de nosotros a diario, vomitando la misma cantinela, señalando los mismos males, enfocando a los mismos culpables, proponiendo los mismos remedios una y otra vez, en incansable letanía?

¿Cuántas almas presuntamente sensibles y preocupadas por la pobreza, -muchas de comunión y misa diaria- por los pobres y su pobreza, braman indignadas porque se subsidia a los chicos de esos pobres, “con la plata de los jubilados” y para que “sus madres sigan teniendo hijos”?

Ese monstruo multiforme que nos venden como “la gente” (algo así como el cuco o el hombre de la bolsa de las historias infantiles), al que se le abren los micrófonos de las radios, las ediciones digitales de los diarios para comentar, o las encuestas de todos los medios para opinar sobre lo inopinable, ¿no es muchas veces sino un gigantesco Posse, una especie de hidra de Lerna cuyas mil cabezas no son cortadas y se reproducen al infinito, hasta asfixiarnos con su discurso de vindicta pública permanente, con sus patíbulos y paredones que mágicamente solucionan todos los problemas, sin importar cuáles sean y que los causa?

Frente a esto, la dirigencia política asume implícitamente su culpabilidad en el fracaso de mejorar los logros de nuestra democracia (culpabilidad que sin dudas es preponderante, pero lejos está de ser exclusiva), y no encuentra mejor salida que ofrecer al monstruo periódicos holocaustos, esperando así, en vano, aplacar su voraz apetito.

Y digo en vano porque lo historia lo demuestra: cada concesión de la democracia a esos fantasmas del pasado, no hace sino debilitar las propias bases de esa misma democracia, privándola de sustancia y contenido. Desde la obediencia debida, el punto final y los indultos, hasta las leyes de Blumberg, o el código contravencional que impulsa en Buenos Aires el gobierno de Scioli.

Asumir que el monstruo está vivo supone también aceptar y descubrir que sus rugidos no son -aunque las apariencias sugieran muchas veces lo contrario- fruto de las debilidades de la democracia, por no decir que muchos consideran tales aquello que la define, como las garantías de que todos tenemos derecho a gozar.

Por el contrario, las cabezas de la hidra se enfurecen y atacan con más saña cuando la democracia como sistema (no un gobierno determinado, ni siquiera éste), decide ponerse los pantalones, ponerse de pie desde sus postraciones y dar pasos al frente, sea para afrontar la decisión de no dejar impunes los horrores del pasado, o para intentar (aun tímidamente y tal vez con instrumentos precarios) atacar la pobreza o procurar una mejor distribución de la riqueza, que debe ser lo verdaderamente escandoloso en sociedades desiguales e injustas como la nuestra.

En definitiva, para ser más y mejor democracia, asentada sobre bases éticas y materiales más profundas.

En tanto no asumamos estas cuestiones, el monstruo seguirá clamando sangre y sacrificios, y ofrendárselos será en vano, no tanto porque su apetito de exclusión sea insaciable (ayer los de pelo largo o los gays, hoy los jóvenes o adolescentes, siempre los morochos o inmigrantes de los países hermanos de América Latina); sino porque lo que le quede a nuestra democracia después de cada amputación de uno de sus miembros para calmar a la bestia, no merecerá ser vivido o llamado como tal.

1 comentario:

  1. hace un tiempo vengo pensando en ésto de los fantasmas. por lo que puedo observar, todavía hay gente enfrascada en los setenta y otros tantos que darían lo que sea por revivirlos. y si bien concuerdo en líneas generales con la entrada, por otro lado creo que las cosas se inflan (por ejemplo el rosedal).
    que no nos instalen sus enfrascamientos ni fantasmas del pasado. la mayoría ya los superó, muchos ni siquiera los vivieron. los setenta hay que trascenderlos, tendría que ser una consigna sin banderas. no los dejemos. seamos más inteligentes. que se queden aullando solos.

    P.

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