domingo, diciembre 05, 2010

Para Anabel Cherubito




Hay que hacerlo con épica. No tan de verdad. Sin dejar de reírse. Pero con épica. Hay algo, ahí, en esa manera tierna de reírse, de tomarse las cosas a la ligera. Sin perder, decía el Che, la ternura, jamás. Esta canción la mandó Enrique, de Salta. Dice, no tengo miedo al invierno. Yo la tocaba, a esa canción, con mi profesora de guitarra, tenía 7 años, en calle Misiones, en Paraná, casi Andrés Pazos, que fue el primer intendente de la ciudad, Andrés Pazos. No era cierto. Tenía miedo al invierno, tenía asma. Me ponían inyecciones. Una enfermera, una vecina. Después, a los 13 años, con esa vecina. Je.
Ya era, se decía en mi barrio, un hombre. Se llamaba Raquel. Recién entonces. Aunque, no. Era un pibe. Un pibito. Pero qué agrandado, al otro día, me sentía. Medía más que ahora, una bocha: como un metro setenta.
Aunque en esos años te creés inmortal, y yo era el único boludo del barrio que pensaba en la muerte, la finitud, las cosas esas que de grande te atormentan. Supongo que por el asma. O las enfermedades. Las tardes que leía, tirado en la cama. Pero el olvido, sí, o a veces, es negro y ancho, el olvido. Y capaz que somos la suma de todos los olvidos. Lo ancho del olvido es la extensión, y el recorrido, la distancia para atravesar el olvido, como toda distancia, es tiempo. Una ecuación así: el tiempo es la distancia. El olvido es, entonces, también, la distancia. Y si camino una cuadra en tres minutos, un olvido ancho y negro son 25 cuadras en la villa 31. Pero qué lindo cuando una vez, bajo el sol del mediodía, le di un beso a Carolina. En una plaza de San Benito, donde mi mamá daba clases, yo iba a primer año. La llevé a la plaza, detrás de la escuela. Nos escondimos, ella con guardapolvo, yo con un jeans y camisa, detrás de los árboles, porque pasaba el padre. Y la abracé y la besé. Qué será, de ese verano en que me amabas, una semana, qué será de Carolina, no sé. Debe tener varios hijos, vivir, por ahí, en el campo. Donde estaba la escuela. Ese destino tan crudo, pintando a inexorable, a mí, esas cosas, siendo pendejo, ya me dolían.  
Iba desde Paraná en colectivo. A la escuela. Pasaba por los campos. Las casas. Mis compañeros querían irse a Paraná. Yo quería, a los 13 años, irme en una nube, recorrer la historia, atravesar el tiempo, conocer Mongolia. Está entre China y Rusia, Mongolia. Leía, de pibe, novelas. En la cama. Y soñaba un montón de vidas que iba a hacer. Y no hice.
A veces, se me ocurre, el asma me ayudó. La sensación de saberse finito, te da esta cosa. No sé. Un  plus. Cuando no podés respirar, que se corta el pecho con una navaja, que todo es gris, que ese segundo, que te desesperás, la vida, al otro día, te paga un aguinaldo. Y te vas de vacaciones con la cabeza, soñando mundos que sean lindos, donde no herís a nadie, para que me quieran.
Hay que hacerlo con épica.
Siempre falto a las reuniones de mis compañeros de la secundaria. Hay como un concurso, no sé, de triunfos. Y envejecen, callados, turbios, pero disimulados, yo quiero seguir teniendo 19 años. Me chupa un huevo ya, a esta poca altura, quedar mal. Me apena lo que perdí, la audacia que me falta, los días que agaché la cabeza, las batallas que no dí. Por lo demás.
Tengo un gato.
Cuando atardece y tomo vino, hay días como hoy, me siento en la computadora. Quiero escribir una cosa. Me sale otra.
Me vuelven amarillas las hojas de la máquina de escribir.
Tenía miedo al invierno.
Supongo que a nadie le importa. Quería hablar de otra cosa. Pero sale así. Llevo un tiempo convencido de que hay que darle, como si fuera una pelea de box, a las teclas. Para nada. No esperar mucho. Ni poco. A veces se te ríen. A veces uno siente que lo hace por la memoria. Por ese olvido ancho y extenso. Del que, ni conmigo mismo, hablo. Capaz que somos el olvido y los secretos. Hay veces que pienso en que mi viejo estaría orgulloso de mí, otras que me imagino en la cornisa con Nahuel, triste, solitario y final. Carolina debe estar en ese pueblo, con varios hijos, un marido, ojalá tenga televisión por cable. Te escribí unas cartas, no sé dónde estarán, Carolina. No te las dí. Murieron en algún lugar. Tantas mudanzas. El sol se ponía alegre en esos atardeceres de ruta. Sabés una cosa, yo me soñaba algo así, cuando sea viejo,como ahora. Matizadamente, claro. Perdí la ingenuidad mucho después que la virginidad. Y, te cuento, me duele. Más que la contractura de la espalda, sobre el omóplato, a veces, no sé. Yo quería ser un buen tipo.
Las cosas fueron y no fueron como las pensaba.
Así es el tiempo.
Me acuerdo que en el reloj Cu cú de Cordoba me senté, una vez, con una piba. Terminábamos juntos la adolescencia. Recién, tres días, antes, nos conocíamos, y habíamos dado la vuelta al mundo de la intensidad y teníamos miedos y tantas, bah, algunas esperanzas. Miedos clase B, miedos obreros, de a pie. Pero cómo te asustaban esos miedos, cómo nos devoraban.
Me dijiste:
-Hace tres días que te conozco, pero siento que te quiero y que no nos vamos a volver a ver.
Tenía, en el bolso, La Revolución en bicicleta, lo estaba leyendo. El anarquista que me lo prestó, je, días después de Nahuel, abrió la garrafa de gas y mandó todo a la mierda. Qué pasaba, no sé. Nos miraban las viejas del barrio. Nos cuidaban. Chicos, ustedes -los que quedábamos- ustedes, no. La muerte es eso que te hacen sentir: que vos te quedás, que es absurdo, pero ahí estás. Remando.
Me gustan las causas perdidas.
Capaz que porque estoy loco, o porque soy eso. Me gusta pensar en que los que duermen sobre calle Alem van a tener un buen vino esta noche. Y mansiones y orgías y una familia que te abrace al otro día. Le contesté, hace casi 12 años, frente al reloj Cu cú:
-Yo también. Por eso no tenemos que volvernos a ver.
No se enojó. Me dio un beso. En la mejilla. Después un beso largo, húmedo, profundo. Sonó el Cu cú, o no, pero cuando me acuerdo el pájaro boludo salía y chillaba. Nunca más la volví a ver.
No sé bien, Anabel, cuáles cosas son ciertas. Pero hay que hacerlas con épica. Y alegría. Que cuando la historia nos coma sepamos que la larga risa de todos estos años tuvo sentido. Y épica.
Que hoy le alegramos el domingo a un puñado de personas que aman este cauce loco de la historia, esta anomalía, esta continuidad de la rebeldía. Yo, en serio, soy parte, de eso: también me alegré.
Y ahora destapo un vino.


3 comentarios:

  1. Lindo. Y linda la referencia a don Kike F.
    Abrazo

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  2. asi son los domingos; digan lo que digan, los domingos todo se termina y empiezan los recuerdos, así, todos mezclados, matizados para que nos acaricien

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