sábado, febrero 19, 2011
Los pies
Caminaba tranquilo. No muy rápido, tampoco despacio, bajo el sol, al costado de la ruta. Se me hacía más difícil porque no iba por el asfalto, por las dudas. Igual, cada tanto pasaba algún auto. La ruta iba más bien vacía. Había salido temprano, con un bolso y una mochila. Caminaba por el borde, un poco alejado, donde era más seguro, pero tenía que apoyar los pies sobre tierra mayormente, y en algunos lados, pasto. Todavía no se sembraba en las banquinas. Había lomadas y partes del camino donde la ruta estaba cortada al filo por paredes de barro congelado, de barro hecho piedra. Tenía 14 años. Y 60 kilómetros por delante. Me había peleado con los amigos con los que nos fuimos de campamento. Me enojé. Casi terminamos a las piñas. Mejor dicho, un gil, casi me caga a piñas. Me alejé de ahí, estaba anocheciendo. Dormí más lejos, entre unos árboles, con una bolsa de dormir. El resto de los pibes me buscaron, yo me quedé ahí. Mirando la noche. Que está, en el monte, llena de ruidos. De ruidos secos, peligrosos.
Ahora que lo pienso era un chico raro.
Porque casi ni dormí. No me acuerdo bien. Sentía miedo. A los ruidos. Las ratas, porque el monte es el paraíso de las ratas, pero tambièn a un gato montés, o a cualquier bicho, qué se yo. La cosa es que tenía miedo. Cuando amaneció me sentí mejor. A los 14 años el cuerpo es tuyo, aunque está mutando y bulle, es todo tuyo.
Encontré la ruta y empecé a caminar. Si el colectivo tardaba dos horas y algo mas, en mis cálculos, no era tan lejos. Parece una tontería, pero yo nunca tuve conciencia de ser un adolescente. Apenas perceptible, y de a ratos, tuve conciencia de ser niño, pero adolescente, no. Sí me sabía "menor", con las implicancias legales del caso. Pero lo veía como un problema a resolver, más que como una imposibilidad. Los árboles estaban lejos en los campos sembrados. Cuando tardé tanto en llegar a los árboles, entendí que no iba a ser fàcil. Que estaba un poco loco. Que no iba a llegar nunca y tenía que solucionarlo de algún modo.
Volverme, no.
Siempre tuve poco, y en aquellos años, estaba orgulloso de ser orgulloso. Volverme, no. Me senté un rato, debajo de un árbol. El sol estaba fuerte. Era verano. Me descalzé y fumé un cigarrillo. Desde los 13 años -el año en que perdí la virginidad, gran año- que tenía una crisis con dios.Bah, con la religión. Sentía culpa de alejarme de la religión y supongo que inconscientemente suplía esa culpa con aferrarme, como de modo directo, con dios. Al año siguiente, con 14, ya dios estaba un poco lejos. Me picaban, en los pantalones cortos, los mosquitos. Hablé con dios. Yo entendía -y entendía perfectamente- que había algo en mí que fallaba, algo interno, tenía algo que me hacía no encajar. Lo sabía. Disimulaba y me salía bien. Podía reírme, besar a las chicas, darle la mano a los amigos, peinarme con jopo, emborracharme, ratearme de la escuela, escribir poemas, soñar con ser una estrella de rock, podía sufrir, incomprender el mundo, revolear hormonas, podía ser adolescente pero también tenía otra cosa, algún mecanismo había venido como fallado. Y en la vida nunca hay garantías, menos de por vida.
El día iba picando, el sol y los mosquitos. Me puse las medias, las zapatillas -que tenía un agujero en la pierna operada- y la remera sobre la cabeza, para cubrirme del calor; y me metí sobre un prado donde al fondo había una chacra. Cuando me fui acercando al alambrado, un montón de perros se me vinieron encima. Me quede quieto. Ladraban como en el infierno. Salió una mujer, mayor. Le pedí agua.
Me dio una botella de vidrio, de una bebida blanca que creo que ya ni se vende. Amargo Obrero. Me dio varios panes de horno, supongo que del horno que estaba al costado de la casa. Salió el que debe haber sido el marido. Me miró, buen día, nada más. La mujer me preguntó algunas cosas. Le mentí, supongo. No me acuerdo. Tomé medio litro de la botella, me mojé la cabeza con el resto. Y me la volvió a llenar. Era agua fresca, de pozo. Metí la botella en la mochila, con cuidado para que no se caiga y seguí viaje. De vez en cuando, al costado de la ruta, miraba para atrás, a la casa. Me costaba un montón de pasos, incluso los fui contando, dejar de lado la casa. Caminar. Caminar. Pasaban a veces algunos autos con una canoa remolcada, un camión con ganado, colectivos llenos de polvo.
Vi que la ruta daba un círculo extraño, entre unas cuchillas entrerrianas. Si yo iba derecho, por entre el campo ya cosechado, ahorraba camino. Entonces vi un camino de tierra que hacía más o menos eso: servía para que desde los campos más tierra adentro salieran a la ruta. Tomé por esa calle de tierra. No había nadie. Los campos estaban por encima de mi cabeza -en esos años era más petisito, claro- y sobresalían esos yuyos salvajes y fuertes que crecen sobre los alambrados. De pronto una nube de polvo, de esa, no me sale la palabra, uh, no es tierra, ah, brosa, de brosa, de la que queda floja cuando hace mucho que no llueve y no pasan la máquina esa que aplasta la brosa, no me acuerdo el nombre de esa máquina, una nube de polvo, lejísimos, pero calculè mal, me hice a un lado, subièndome a un montículo de yuyos, algunos me pinchaban las piernas, para que pase lo que traía envuelto esa nube de polvo. Tardó un montón. No sólo porque calculé mal, sino porque era una camioneta viejísima que, encima por ese camino, iba despacio. Y tardó en pasar por delante mío. Yo sospeché, ahí bajo el sol, que ya había pasado, y durante unos segundos iba a quedar la tierra sobre el aire. Sobre el aire quieto, suspendido en el calor. Pero, no, es que la camioneta había parado.
Me gritó, un paisano, algo. Me subí, a la parte de atrás. Había unas herramientas, unas bolsas, y el vidrio de la cabina me tapaba un poco de la tierra que desparramaba el camino. El paisano iba con la ventanilla abierta y me hablaba. con acento de campo. Prendí un cigarrillo. El camino subía y yo estaba contento porque volví a ver la casa donde me dieron agua. Me acordé del agua. La saqué de la mochila. Y me saqué la mochila, y las zapatillas. El campo, la casa, el horizonte, el trecho recorrido.
El camino de tierra atravesaba la ruta, frenó en la ruta. Me bajé. Le agradecí. Me cargué la mochila. El paisano, lento, arrancó, se llevó una nube de polvo. Como un caracol, se iba. Volví a caminar sobre la ruta. Calculé la hora. Yo, sonreía, tenía toda la ruta, todo el día. En mi casa me esperaban recién dos días después. En algún momento iba a llegar. Caminar.
Pasé por un caserío, había un bar. Entré a pedir agua. No tenía nada de plata. Así que me dieron agua pero un tipo, flaquito, vestido de gaucho, sentado en la esquinita, sobre la ventana con cortinas agujereadas, me dijo si quería un sánguche. Y me hizo, el canoso que salió de atrás de la casa a atender la barra y darme agua, un sánguche de un salame grueso, un pedazo grandote de queso y un pan inmenso. Me lo envolvió en un papel gris. Lo guardé en la mochila. El gaucho me hizo sentar, me convidó vino tinto. Me hizo que me sirvan un vaso. El canoso puso un vaso sobre la barra, una barra negra de una madera oscurísima, y con una damajuana cargó la mitad con vino blanco y le puso soda al resto. El gaucho protestó. "Es un pibe, no puede tomar mucho vino" le respondió el canoso, y anotó algo en un cuaderno. Supongo que anotó la cuenta, que iba a pagar el tipo flaco vestido de gaucho.
Me senté ahí y el gaucho no me habló. Le dijo al canoso que le traiga más vino. Le llenó el vaso y se metió, detrás de unas cortinas, de nuevo en la casa.
No me decía nada.
Tomé tranquilo el vino. Me mareé.
Después, le pregunté la hora, parándome.
-y...ya es la siesta, mi´jo.
Le di la mano. Salí y el sol estaba más contundente. Medio mareado, pero contento, retomé la ruta. Iba mirando, para atrás, cuánto tardaba en dejar el caserío, en perderlo, paso a paso, de vista. Caminando, con el sol en la frente, y el aire seguía quieto, como indiferente.
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El largo adiós y república unida de la soja cabeza a cabeza entre mi lectura favorita!
ResponderBorrarGracias por esto antes de irme a dormir
ResponderBorrarPor lo menos, esa vez llegó a alguna parte...
ResponderBorrarPuta madre, como termina??
ResponderBorrarPasaron 3 años y te contesto: termina con unas trabajadores sociales del campo, que había ido a estudiar a paraná y vivieron en pensión a la vuelta de casa donde nos hicimos muy amigos. Si vas, algún día, por La Picada, preguntá por las tres gordas del bar. Así me fui haciendo escritor, yo. Pero esa es otra historia
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