Había un marinero que subía por la escotilla y no miraba para atrás a una mujer embarazada. Después, cuando fui narcotraficante, me escondí de la policía en un callejón detrás de unas rejas con alambres de púas porque no me alcanzaba la guita para pagar la cuota. Semanal. Los policías se habían vuelto más sofisticados. Además de plata, me pedían pastillas de colores que yo compraba viajando a Misiones, donde un alemán, que seguramente me mentía, decía que las traía de Brasil y que tenía que pagar peaje a las dos gendarmerías de las dos fronteras y así entonces me fajaba un 40% más. Igual, cuando me explicaba, al alemán no se le entendía mucho y le faltaba una pierna, que se había roto, primero, infectado, luego, antes de que se la amputen, cuando se cayó desde un trapecio en el circo donde trabajábamos -ahí lo conocí- durante una gira por Catamarca donde tuvimos que dejar varios animales, como el león, hambriento y viejo, que le habíamos robado a un anciano ciego que cuidaba una reserva de Chubut mientras yo me casaba con la hija en una iglesia católica, pero en Catamarca habían sancionado, un día antes, mientras íbamos con los camiones del circo por las rutas más aburridas y torpes que he visto en mi vida, habían sancionado una ley en defensa de los animales de circo y los habían dejado, a los animales, sin trabajo; entonces en la frontera de la provincia dejamos el camión con las jaulas y todos tenían malhumor y encima el alemán cargaba, la noche en que se rompió una pata -cuando se hizo mierda todos los chicos sonreían y aplaudían: los niños son muy crueles, aveces olvidamos eso, porque la infancia es eso que pasó hace mucho tiempo- tenía el alemán una resaca espantosa por que se había tomado la vida en un prostíbulo que tiene un tío mío en San Juan y habían traído unas nigerianas, seguramente de contrabando, que huían de la guerra civil europea que, como es común en europa, dirime sus diferencias provocando matanzas fuera de sus fronteras porque por dentro son tan civilizados y educados, sí que parcos, eso sí: me acuerdo que le dí el asiento del clásico colectivo inglés a una vieja chota y paqueta en Londres que se sentó y como me notó el olor a extranjero y nafta (yo trabajaba como surtidor, hasta que incendié la estación de servicio porque me peleé con el jefe) no tuvo ni el más mínimo gesto de agradecimiento, la cosa es que las nigerianas le dieron al alemán una bebida espirituosa, que yo probé cuando fui un tiempo (me asusté a las dos semanas) mercenario en Nigeria, el alemán se agarró un pedo que vomitó todo y al día siguente, más vale, se cayó del trapecio, se rompió la pata y lo echaron del circo, y se fue con el bolsito silbando y rengueando y cuando lo perdimos de vista, ese día hacía 67 grados de calor, mandaba el diablo, la transpiración era la baba del diablo en Catamarca, cuando lo perdimos de vista nos dimos cuenta que el alemán se había ido con toda la guita de la recaudación y nosotros comiendo sánguches de mortadela y vino en caja y me mandaron a mí a correrlo y le seguí el rastro, tenía experiencia en eso porque yo fui detective privado en Brooklyn cuando era más pibe y antes de terminar en alcohólicos anónimos de una iglesia de Costa Rica al lado de reventados, faloperos, gordos hijos de puta y rufianes melancólicos y absurdos y no sabía qué mierda estaba haciendo yo ahí ni cómo había ido a parar y encima tenía un brazo enyesado y un tiro en el hombro, nunca me pudieron sacar la bala, los días de humedad, todavía me duele, y le seguí el rastro al alemán y terminé encontrándolo, dos años después, en Misiones, donde se había hecho narcotraficante y evangelista, en ese orden.
6 minutos y medio. Durante ese tiempo, me sentí bien, fui varias personas que nunca sería: fui narcotraficante, surtidor de nafta, trapecista, hombre casado, detective privado, mercenario en África, domador de leones.
Después, preparo el mate, me siento frente a la computadora, cruzo las piernas, apago los teléfonos y el espejo me devuelve una cachetada. En las ojeras.
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