En febrero voy a cumplir 34 años. A veces me parecen tantos. Y de repente, son pocos. Ivan Heyn tenía 34. Parte de una camada de treintaytantos que compartimos un pasado, cercano a la izquierda, desembocando, con más o menos entusiasmo, en el peronismo. Un peronismo hecho a medida. Que yo, un poco para joder, otro poco porque lo veo fundamentado, veo como kirchnerismo.
Hay un pedazo de mí que se va con la muerte de Iván. Y suena tan poco, tan egoísta, decirlo así. Julia Mengolini me decía algo obvio: no se explica. Un tipo tan lleno de vida, con tantos huevos. Calumniado, también. Más que lo que hemos sido casi todos de nosotros. De esa familia ideológica, afectiva, hinchapelotas. Yo le corté el teléfono a Julia cuando empezó a llorar. Estaba en la esquina de casa, hoy, recién, atardecía. Y me sentí mal por cortarle el teléfono porque eso no se hace, pero no me aguanto, algo, no sé qué. Y al rato, segundos nomás, me vino la idea. Iván murió como una paradoja, como un desafío, un tipo lleno de vida se fue. La última provocación. La última gran provocación tuya, Iván. Si no fuera todo tan trágico, sería el chiste negro, de esos que te gustaban, el chiste negro final. Porque ni siquiera podíamos hacernos al peso de la idea, al drama de la cosa, cuando me llama Patucho y me cuenta las bestialidades que hace Perfil. Hasta tu muerte, Iván, tenía que estar rodeada de ese odio que minorías terribles, belicosamente estúpidas, dedican al luto, a los mejores y más complejos sentimientos humanos. La burla con saña, la sin gracia, sin inteligencia, sin imaginación ni para calificar de maldad: la simple y pura miserabilidad de un puñado escueto de pelotudos. Tu muerte no frenó, ni por un segundo, ni por una pausa, la pelea. Te moriste, Iván, en tu ley.
Yo que te conocí en el Ni a Palos, llegando de Entre Ríos, a bailar tango, a decir cosas a los gritos, que me gustaba tu provocación, que te admiraba, que fui demasiado cobarde o ególatra, quién sabe, capaz que las dos cosas, como para decirtelo. Yo te admiraba, Iván. Yo que siempre me estoy yendo, que me fui de los lugares que compartimos, que volví, que me quedé, que voy y vengo, tu partida fue la más osada. La más tierna. La más recurrente. Te llevaste un pedazo de mí. Un pedazo de mi historia, de mis deseos, de mis sueños. Y siempre es tarde, cuando llega la muerte, para decir lo que no se dijo. Yo te admiraba.
Calculo que no estás en ningún lado, ateo por el pronto arte de provocar, de joder. Sería muy gracioso que estés en alguna parte. Para romper las pelotas. Para seguir rompiendo las pelotas.
Ya pasaron algunos años, pero vos apoyabas eso que decía, de la historia, de lo que se dirá, pero siempre en voz baja. Me decías que no había que contarlo, que nadie lo sepa, que nadie sospeche. Pasa que yo no tenía tantas fuerzas. La historia se hace así. Y una vida, la vida de un hombre que creía en los proyectos colectivos, que luchaba a veces contra esa fuerte personalidad, la individuación, la que sobresale del resto, la que tiene la amarga obligación de ser amablemente humilde, a vos te salía. Como te salía reírte y burlarte del adversario, encontrar bajo las piedras la polémica, ponerte cínico, marear, buscar, siempre buscar.
Yo te admiraba.
Como los amigos, te admirábamos. Pero ellos te lo decían.
Vos sabías que a mí me divierte decir que estoy en lugares donde nunca estoy, escaparme, no sé de quién, de mí, capaz. Y andabas detrás de esa pista, de haberlo sabido, la pista loca del que se va, definitivamente, de ninguna parte a quién sabe dónde. Capaz que esto no sea más que una ilusión y del otro lado hay algo. No creo. No tengo la virtud de creer. Pero si así fuera, qué divertido sería, volver a verte, con un vaso, el cigarrillo, la camisa abierta, la corbata careta tirada sobre un sofá y vos, poniendo comillas, riéndote a las carcajadas de un chiste inmenso que sólo se pueda entender del otro lado.
La torpeza mansa y calibrada de los días.
Te vas como un provocador.
Y te vamos a extrañar.
Y te vamos a putear, doloridos, Iván. ¿Porqué?
Justo ahora que todo empieza, la puta madre.
Te vas deprisa, sin demasiadas ceremonias, sin las formalidades de la muerte, sin la agonía. Dejaste una vida llena, repleta, y te vas como viniste. Como una paradoja.
Hoy también es un día peronista. Las alegrías y las tristezas son profundamente peronistas. Los dolores, también.
Hasta dolorido, me sacás una sonrisa. Tenías que irte para que yo me haga peronista, como los días felices.
Hay un pedazo de mí que se va con la muerte de Iván. Y suena tan poco, tan egoísta, decirlo así. Julia Mengolini me decía algo obvio: no se explica. Un tipo tan lleno de vida, con tantos huevos. Calumniado, también. Más que lo que hemos sido casi todos de nosotros. De esa familia ideológica, afectiva, hinchapelotas. Yo le corté el teléfono a Julia cuando empezó a llorar. Estaba en la esquina de casa, hoy, recién, atardecía. Y me sentí mal por cortarle el teléfono porque eso no se hace, pero no me aguanto, algo, no sé qué. Y al rato, segundos nomás, me vino la idea. Iván murió como una paradoja, como un desafío, un tipo lleno de vida se fue. La última provocación. La última gran provocación tuya, Iván. Si no fuera todo tan trágico, sería el chiste negro, de esos que te gustaban, el chiste negro final. Porque ni siquiera podíamos hacernos al peso de la idea, al drama de la cosa, cuando me llama Patucho y me cuenta las bestialidades que hace Perfil. Hasta tu muerte, Iván, tenía que estar rodeada de ese odio que minorías terribles, belicosamente estúpidas, dedican al luto, a los mejores y más complejos sentimientos humanos. La burla con saña, la sin gracia, sin inteligencia, sin imaginación ni para calificar de maldad: la simple y pura miserabilidad de un puñado escueto de pelotudos. Tu muerte no frenó, ni por un segundo, ni por una pausa, la pelea. Te moriste, Iván, en tu ley.
Yo que te conocí en el Ni a Palos, llegando de Entre Ríos, a bailar tango, a decir cosas a los gritos, que me gustaba tu provocación, que te admiraba, que fui demasiado cobarde o ególatra, quién sabe, capaz que las dos cosas, como para decirtelo. Yo te admiraba, Iván. Yo que siempre me estoy yendo, que me fui de los lugares que compartimos, que volví, que me quedé, que voy y vengo, tu partida fue la más osada. La más tierna. La más recurrente. Te llevaste un pedazo de mí. Un pedazo de mi historia, de mis deseos, de mis sueños. Y siempre es tarde, cuando llega la muerte, para decir lo que no se dijo. Yo te admiraba.
Calculo que no estás en ningún lado, ateo por el pronto arte de provocar, de joder. Sería muy gracioso que estés en alguna parte. Para romper las pelotas. Para seguir rompiendo las pelotas.
Ya pasaron algunos años, pero vos apoyabas eso que decía, de la historia, de lo que se dirá, pero siempre en voz baja. Me decías que no había que contarlo, que nadie lo sepa, que nadie sospeche. Pasa que yo no tenía tantas fuerzas. La historia se hace así. Y una vida, la vida de un hombre que creía en los proyectos colectivos, que luchaba a veces contra esa fuerte personalidad, la individuación, la que sobresale del resto, la que tiene la amarga obligación de ser amablemente humilde, a vos te salía. Como te salía reírte y burlarte del adversario, encontrar bajo las piedras la polémica, ponerte cínico, marear, buscar, siempre buscar.
Yo te admiraba.
Como los amigos, te admirábamos. Pero ellos te lo decían.
Vos sabías que a mí me divierte decir que estoy en lugares donde nunca estoy, escaparme, no sé de quién, de mí, capaz. Y andabas detrás de esa pista, de haberlo sabido, la pista loca del que se va, definitivamente, de ninguna parte a quién sabe dónde. Capaz que esto no sea más que una ilusión y del otro lado hay algo. No creo. No tengo la virtud de creer. Pero si así fuera, qué divertido sería, volver a verte, con un vaso, el cigarrillo, la camisa abierta, la corbata careta tirada sobre un sofá y vos, poniendo comillas, riéndote a las carcajadas de un chiste inmenso que sólo se pueda entender del otro lado.
La torpeza mansa y calibrada de los días.
Te vas como un provocador.
Y te vamos a extrañar.
Y te vamos a putear, doloridos, Iván. ¿Porqué?
Justo ahora que todo empieza, la puta madre.
Te vas deprisa, sin demasiadas ceremonias, sin las formalidades de la muerte, sin la agonía. Dejaste una vida llena, repleta, y te vas como viniste. Como una paradoja.
Hoy también es un día peronista. Las alegrías y las tristezas son profundamente peronistas. Los dolores, también.
Hasta dolorido, me sacás una sonrisa. Tenías que irte para que yo me haga peronista, como los días felices.