Nati tiene 17 años, es del barrio de Flores y nunca la vi. Pero es mi amiga. Bah, empieza el año que viene el derrotero de Comunicación, en la UBA y escribe cosas que yo escribía cuando tenía esa edad. Las escribe en su blog. Me hace acordar al pibe que fui. Aunque yo era más sacado, más border, y eso, de verdad, no quisiera que nadie lo sufra. Los jueves, a la madrugada, podemos chatear cuando yo vuelvo de las peñas. Yo creo que una motivación para escribir, para narrar, para hacer literatura, es estar un poco aburrido de ser siempre el mismo. Puede salir bien, o mal. Pero es tan poco lo que podemos abarcar. Con este cuerpo. Esta cabeza. Todo esto. Que es mucho, ya sé, a veces, uno no puede hacerse cargo ni de sí mismo. Y se hace cargo de la vida de los personajes, de las vidas inventadas, de la imaginación, de esas cosas. Uno no puede hacerse cargo de los miedos. Y se hace cargo de las personas que existen, solamente, en el teclado. A eso lo llamaste el disfraz del escritor. Es una buena imagen. Con una salvedad. ¿Quién se sabe íntimamente conocido para sí mismo? ¿Desde cuál certeza decirse no disfrazado, desnudo al mundo? Capaz que escribir sea ese modo de tomar conciencia del disfraz.
Y eso no es algo necesariamente bueno.
Nati me mandó esto carta, por correo. Y yo se los muestro. Quizás no debí, pero bue....
El disfraz de escritor
Una mesa en el medio, donde yacía un cenicero que rebalsaba de colillas de cigarrillos fumados casi hasta el filtro, algunos con las marcas rojas por mis labios (generalmente a medio despintar), otros de esa marca de cigarrillos que sólo él fumaba y que tiempo después me encontré comprando intentando inconscientemente de volver a esos jueves de cervezas e historias.
Cervezas e historias. Noches eternas me pasé fumando esos cigarrillos que él fumaba y cuestionándome cuál de las dos cosas era generadora de la particularidad de la otra. A veces recién a la segunda o tercera cerveza comenzaba entusiasmarme en sus relatos, otras estaban tan perfectamente armados desde el "hola, qué tal tu semana?" que la lucidez de los cuentos me incitaban a un vaso, y a otro, y a otro más, y así sucesivamente, por lo que la secuencia causa-efecto entre la cerveza y las cautivadoras narraciones se tornaba difícil de organizar.
Difícil olvidar ese último jueves que nos vimos. Yo había llegado un poco más tarde que de costumbre, no tenía por qué, como la mayoría de las veces en las que las mujeres llegamos tarde. Él, sin embargo, llegó todavía un rato más adentrada la noche. Se sentó, me empujó nerviosamente y sin intenciones por debajo de la mesa con las rodillas, se disculpó por eso y por llegar tarde, y pidió una cerveza. Había algo raro en su forma de mirar, de hablar, de sentarse, de agarrar el vaso y de fumar sus cigarrillos. No quise preguntar. A los escritores no hay que preguntarles cosas, si no dejarlos hablar.
Como estaba más callado que de costumbre, decidí empezar a hablar yo. Poco sabía él de mí. Le conté un par de cosas de mi vida, y a los diez minutos de darme cuenta que nuestros jueves eran así de especiales por él y sus fabulosos relatos, y que yo no tenía nada que hacer al lado de ellos, cerré la boca y con mi silencio lo obligué a hablar.
A medida que me iba contando lo que acababa de sucederle, se iba relajando, empezaba a sonreír, perdía los nervios, dejaba de chocarme con las rodillas y la segunda cerveza se iba acabando. Pero yo escuchaba distinto, ya no tan ansiosa y entretenida en aquello que contaba. Como nunca antes ningún otro jueves.
Nunca fumé tantos cigarrillos como esa noche. Aprendí a amarlo en cuestión de pocas horas. En la simpleza de ese nuevo relato, estaba la simpleza de su ser y lo único que necesitaba para enamorarme. Estaba hablando con Lucas, y ya no con el protagonista de las historias de Lucas. El escritor puede ser interesante, divertido, intrigante, y puede generar ganas de escucharlo todo el tiempo, pero yo recién pude enamorarme de la persona.
Lucas persona nunca más quiso verme. Se sintió invadido, ya no estaba leyendo sus cuentos si no leyendolo a él, y para él yo nunca fui más que una oyente, una prueba de los efectos de su excelente habilidad para narrar e inventar historias. Algunos jueves todavía me siento en esa mesa de ese bar, me fumo sus cigarrillos, me tomo una cerveza y lo pienso. Ahora soy yo la que inventa las historias, historias que él nunca me contó porque el protagonista es realmente él. Sólo espero que alguien quiera escucharlas. Quizás él. Quizás no.
Me encanto la carta de Nati, y vos Carrasc, cuando queres, sos un tierno. Saludos!
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