Yo no he sido humilde, qué va. A veces, admito que pocas veces, he tratado de lograrlo, y no pude. Pero si un consuelo -vanidoso- me queda, es esta testarudez de reírme de mí. De tomarme el pelo. Y quedar, no pelado -no soy tan autodestructivo, me tomo el pelo, pero hasta cierto punto- sino con estacionamientos. Entrada. Salida. Lugar para estacionar. Tonteras inmensas. Viejo zorro. Tomando del pico a carcajadas sentado en la banquina. Siempre sin un mango. Pero generoso hasta el colmo del pelotudo. Maravillas hacen los peces llegando hasta lugares que no podrán recordar. Giladas que digo. Señor de las apariencias. Igual, nunca abandona esa novia oculta, la patología, su egoísmo. Peligrosa la palabra ramera, nos queda tan poco para llegar a esa esquina, imposible, de la moral. Superadores todos de esa escueta mundanidad que somos. Carrasco está, otra vez, en la angustia de las copas. Tal vez, es sábado y de madrugada, tirado en el basural de un boliche con luces y chicas demasiado maquilladas que lo besan y le recitan pavadas que escribió y se olvió, si es que no está tirado en la barra imaginaria de una comisaría con los dedos pintados. Mentiroso largo. Creador de personajes. Creo que además tiene orgasmos con su egoísmo. Recibido con honores en la escuela de blogueros K. Y como te dice una cosa, mañana te dice otra, está loco. Perdió oportunidades. En realidad, hizo creer que perdió oportunidades. Que se desvió del camino. Que siguió para otra lado. Otros mares. Era grande cuando conocí el mar. Fue una furia enorme, un terremoto, adentro del pecho. Mirando el mar. Era de madrugada. Pero él sentía furia, contra sí, contra su miedo, tenía verguenza, él miraba con desdén el mar. Las olas que chocaban los muelles, las playas desiertas. Las chicas que paseaban sonriendo por la costanera. Muchacho de río. Le miraba las tetas rodar por la costanera, después miraba, perdedor, las estrellas. Un poeta es ese borracho que nunca coge. Se odiaba y no lo decía, le daba mucha furia, no poder contarle, a sus amigos, al lado, que miraban, asombrados, cautivos, el mar, no se animaba a contarles que él no conocía el mar. Que él era, apenas, muchacho de río. Muchacho pobre. Generoso. Jodido. Muy loco. Contrabandista de besos, amoroso delincuente, pequeño hijo de puta, gran animador, señora, de los corsos, esos festivales de la soledad, tan concurridos. Donde destacamos, tres noches al año, los payasos que llevamos la mueca indisimulable de la tristeza, la pena en las ojeras, la culpa en las cervicales; esas cosas definitivas que explican, señora, la carcajada hermosa que dedican a la madrugada, la ternura que despliegan con los más débiles, son resentidos politizados, son maravillosos, son mis amigos, soy, también, un poco de eso. Y después, mirando el mar, me quise un poco. Esa noche salimos por tantos bares. Con mi hermano mayor. El tipo que miraba el mar con desdén, que a veces, cuando una mujer me deja por brazos que abracen con mayor seguridad, soy yo, pero sólo y en esos momentos terribles que duran por suerte, apenas, toda una vida, le cuenta a su hermanita, en una noche donde bebió demasiado, que cuando era adolescente salía solo, nunca a boliches, que recorría los bares de viejos obreros, en las barriadas frente al río, entre los trabajadores y se sentaba, solo, a leer un libro´y a veces, a la tercera cerveza, sacaba un cuaderno y se quedaba, sin plata para consumir más nada, escribiendo horas enteras. Y después se sentaba en el muelle y miraba la noche. Cantautor de tristezas. Se inventó un personaje que lo llevó tan al límite que optó, un día, en medio de un centro de compras abarrotado de gente, optó, en secreto, con la plena conciencia dolorosa de que a nadie le importe, optó, simplemente, por creer su personaje. Vos sos poeta, yo laburo. En la inmensidad del río yo quería irme, camalote inadaptado, conocí países por los libros, me enamoré de mujeres que existían solamente en las palabras, y una vez, me acuerdo, quise querer de verdad y me fui de mambo. Y amé. Desesperadamente. Con mucha nobleza. Esa nobleza de barrio. La que nos quedó, Juan, de las derrotas y las siestas enormes que tienen las calles de Paraná. Las calles bajas de Paraná. Amé con pureza, amé cristianamente a una niña que despertaba conmigo la cantidad de preguntas que los etapistas llaman pubertad, bailamos lentos, como el cristo de verdad, como el que era pobre y decidido, entregado y bueno, tonto hasta el límite de la duda, como el que vivió, Jesús, una vida épica. Te quise y sé que me quisiste y nos enamoramos soleados y llenos de futuro, Isabel, qué besos íbamos, torpes, aprendiéndonos a dar, escondidos, en las plazas, en la escuela, las promesas que nos hicimos y nunca nos cumplimos yo las guardo, como vos mis cartas, en un cajón de mudanzas que me acompaña, a todos lados, con la tenacidad de la culpa, a todos lados donde cada tanto se me muda mi corazón.
Yo amé con brillantina, con comparsa de novedades y guirnaldas viejas, con tangos tristes, con compromiso. Y me hicieron mierda el corazón. Chocaron todos los trenes de la tristeza. Los años con despropósito colapsaron. Mi formación política viene de superar lo mucho que te amé y cómo, todo, un día, con 13 años, se fue a la mierda. Mi formación política fue reaprender la alegría. Rehacer la esperanza. Aguantar. Soñar con no perder la capacidad de sueños que tuve a los trece años. Y cuando los años y las ilusiones pasaron, cuando tuve, mi amor, cuando tuvimos, te acordás, trece años, yo no tenía barba y vos no tenías tetas; ahora, a veces, cuando canto a los gritos, solo, en la bañera, o mientras me hago un bife en la soledad de una cocina de soltero, ahora, no sé, quiero decir muchas cosas, salen todas juntas, como corriéndome por la boca, como que se arremolinan, que quieren salir, desesperadas, mientras la garganta se me prende fuego y un cantante, de una provincia pobre, mientras tanto, triunfa en algún boliche careta del puerto y todos nosotros, los que ya no podemos pagar la entrada, desde afuera, miramos la cartelera y sentimos, corazón, ese triunfo, como propio. Como nuestro Maradona del barrio.
A pesar de que vamos, encanecidos, envejeciendo, arrastrando los recuerdos de lo que quisimos, con trece años y una novia, lo que quisimos ser.
Y fue en un recreo de la cárcel cuando me puse a charlar con los de pabellón de evangelistas, me acordé que había un chico que quería ser santo. Tenía 9 años. Vivía una vida, mística, convencida, quería ser santo. Se peinaba, solo, a la gomina. Y lo retaron cuando volvió con otras zapatillas. Sin marca. Por que había regalado sus zapatillas de marca. Pelotudo. Ese chico, a veces, escribe en este blog, otra veces escribe el que sabe manejar los tiempos, las discordias, los atropellos, el que alquila su pija al próximo escote de promesas, metáfora pelotuda, para no decir, sencillo, que siempre busco besar todas las bocas como si en alguna de las bocas pintadas de los boliches que ya no frecuento te vuelvo a besar, ahora con lengua y labia, experimentado, Isabel . A veces soy tanta gente que hago una asamblea para decidir si me baño ahora o después de que termine el partido de fútbol. Que escucho en la radio. No tengo televisor. Tampoco tengo radio. Pero mi vecino, en la pared de la cocina, es de mis pagos y del mismo equipo y pone la tele un poco alta, si me siento de espaldas en la cocina, puedo escuchar si gritan gol. Y mientras, borro y escribo la novela más vendida de promesas de la historia. Congelada en mi word. Ahora, que no tengo que golpear las puertas de las editoriales arrabaleras para que el de seguridad me devuelva los manuscritos. Ahora que me golpean mi puerta. Ahora, pueden irse todos a la mierda, ahora quiero que los pibes que duermen en la calle sean futbolistas, antropólogos, gendarmes, papás, que sean como la gente que pasa caminando y te pisa, sin querer, la frazada. Ahora que el portero de mi edificio se ríe, por que arranqué el timbre, porque le dejan a él, libros, cartas, propuestas, ahora me duermo en los laureles de mi word, de mis secretos, de mis oscuridades, me duermo entre los libros que puedo comprar, que no tengo que devolver a la biblioteca, que no tengo que robar en las librerías, que no tengo que convencer que me presten, me duermo al lado del balcón, en mi cama, donde tengo, una botella de agua, una de whiski, un vaso, los cigarrilos, mi escritorio, los pedazos de papeles donde, todavía, vieja costumbre, anoto a mano, montones de cosas, pilas de cuadernos que, año tras año, desde que tengo 12, el día de mi cumpleaños, quemo. Y los auriculares y el disco de Zambayonny. Quemo, cuando cumplo años, los cuadernos de ese año que se va. Ritual que por esas conductas locas que tiene la mente, me da sentido de existencia. De eso pomposo que suena como suena. De eso que estamos, misteriosamente, hechos. Yo no he sido humilde. Pero he tenido la capacidad de burlarme de mí. De doblar la esquina y cambiar de personaje. De aguantarme. De aguantármela, cuando la pudro, cuando me equivoco. He tenido la valentía de contar mis verguenzas. He llegado al fondo. He escrito y escrito. Soy esa torpeza de los sábados a la noche, cuando estoy tan solo, leyendo los diarios que empiezan a llegar, cuando todos tienen planes, fiestas, alegrías, compañeras, yo me tomo un té y me vuelvo a enamorar de todas mis novias, de las que me dejaron, de las que ya ni se acuerdan de mí. Yo fui esa tristeza. Yo soy este domingo, la plaza soleada, el otoño, el gordo que mandan de arquero, las veredas, los hombres que luchan mil días, el colectivo que llega a horario, el overol y el busca, la paradoja obvia, la suerte, y cuando me pongo triste, también, el hombre que miraba, conmovido, el mar. Sin animarse a contarlo. Sin decirlo. De callado. Y el tiempo pasa. Las calles, no, lo peor, las esquinas, cambian de dueños los locales, cambian de nombre, se llevan los recuerdos de los besos adolescentes, que en esa esquina te di, que nos dimos, esos besos me pertenecen en los absurdos de mi vida pero también te pertenecen corazón y si querés mientras regás las plantas y cuidás tus hijos y esperás en el palier que vuelva tu marido del trabajo si querés te regalo errante todos los recuerdos de los besos aprendices que nos dimos que total este viejo capataz del amor fugaz siempre te va a estafar y se va a quedar con los mejores recuerdos y sino se los inventa, para él, para su teclado, besos y promesas, flotando en el viento, calmos, tranquilos, inmensamente calmos e inmensamente tranquilos. No me hagas caso. Yo vivo borracho. Acordándome de eso, cansadísimo, de todas las ceremonias del chupamedias, del monaguillo ateo, del señor progresista, del buen vecino de Palermo. Yo escribo para que me quieran. Para eso. Soñando que entienden mis razones más íntimas. Que les importa. Y sino lo consigo me siento en el balcón, miro la gente pasar, me muerdo los labios. Y me la aguanto.
Changarín buscando una promesa de amor en un lugar imposible, no disimulemos, no hemos cambiado nada.
Yo amé con brillantina, con comparsa de novedades y guirnaldas viejas, con tangos tristes, con compromiso. Y me hicieron mierda el corazón. Chocaron todos los trenes de la tristeza. Los años con despropósito colapsaron. Mi formación política viene de superar lo mucho que te amé y cómo, todo, un día, con 13 años, se fue a la mierda. Mi formación política fue reaprender la alegría. Rehacer la esperanza. Aguantar. Soñar con no perder la capacidad de sueños que tuve a los trece años. Y cuando los años y las ilusiones pasaron, cuando tuve, mi amor, cuando tuvimos, te acordás, trece años, yo no tenía barba y vos no tenías tetas; ahora, a veces, cuando canto a los gritos, solo, en la bañera, o mientras me hago un bife en la soledad de una cocina de soltero, ahora, no sé, quiero decir muchas cosas, salen todas juntas, como corriéndome por la boca, como que se arremolinan, que quieren salir, desesperadas, mientras la garganta se me prende fuego y un cantante, de una provincia pobre, mientras tanto, triunfa en algún boliche careta del puerto y todos nosotros, los que ya no podemos pagar la entrada, desde afuera, miramos la cartelera y sentimos, corazón, ese triunfo, como propio. Como nuestro Maradona del barrio.
A pesar de que vamos, encanecidos, envejeciendo, arrastrando los recuerdos de lo que quisimos, con trece años y una novia, lo que quisimos ser.
Y fue en un recreo de la cárcel cuando me puse a charlar con los de pabellón de evangelistas, me acordé que había un chico que quería ser santo. Tenía 9 años. Vivía una vida, mística, convencida, quería ser santo. Se peinaba, solo, a la gomina. Y lo retaron cuando volvió con otras zapatillas. Sin marca. Por que había regalado sus zapatillas de marca. Pelotudo. Ese chico, a veces, escribe en este blog, otra veces escribe el que sabe manejar los tiempos, las discordias, los atropellos, el que alquila su pija al próximo escote de promesas, metáfora pelotuda, para no decir, sencillo, que siempre busco besar todas las bocas como si en alguna de las bocas pintadas de los boliches que ya no frecuento te vuelvo a besar, ahora con lengua y labia, experimentado, Isabel . A veces soy tanta gente que hago una asamblea para decidir si me baño ahora o después de que termine el partido de fútbol. Que escucho en la radio. No tengo televisor. Tampoco tengo radio. Pero mi vecino, en la pared de la cocina, es de mis pagos y del mismo equipo y pone la tele un poco alta, si me siento de espaldas en la cocina, puedo escuchar si gritan gol. Y mientras, borro y escribo la novela más vendida de promesas de la historia. Congelada en mi word. Ahora, que no tengo que golpear las puertas de las editoriales arrabaleras para que el de seguridad me devuelva los manuscritos. Ahora que me golpean mi puerta. Ahora, pueden irse todos a la mierda, ahora quiero que los pibes que duermen en la calle sean futbolistas, antropólogos, gendarmes, papás, que sean como la gente que pasa caminando y te pisa, sin querer, la frazada. Ahora que el portero de mi edificio se ríe, por que arranqué el timbre, porque le dejan a él, libros, cartas, propuestas, ahora me duermo en los laureles de mi word, de mis secretos, de mis oscuridades, me duermo entre los libros que puedo comprar, que no tengo que devolver a la biblioteca, que no tengo que robar en las librerías, que no tengo que convencer que me presten, me duermo al lado del balcón, en mi cama, donde tengo, una botella de agua, una de whiski, un vaso, los cigarrilos, mi escritorio, los pedazos de papeles donde, todavía, vieja costumbre, anoto a mano, montones de cosas, pilas de cuadernos que, año tras año, desde que tengo 12, el día de mi cumpleaños, quemo. Y los auriculares y el disco de Zambayonny. Quemo, cuando cumplo años, los cuadernos de ese año que se va. Ritual que por esas conductas locas que tiene la mente, me da sentido de existencia. De eso pomposo que suena como suena. De eso que estamos, misteriosamente, hechos. Yo no he sido humilde. Pero he tenido la capacidad de burlarme de mí. De doblar la esquina y cambiar de personaje. De aguantarme. De aguantármela, cuando la pudro, cuando me equivoco. He tenido la valentía de contar mis verguenzas. He llegado al fondo. He escrito y escrito. Soy esa torpeza de los sábados a la noche, cuando estoy tan solo, leyendo los diarios que empiezan a llegar, cuando todos tienen planes, fiestas, alegrías, compañeras, yo me tomo un té y me vuelvo a enamorar de todas mis novias, de las que me dejaron, de las que ya ni se acuerdan de mí. Yo fui esa tristeza. Yo soy este domingo, la plaza soleada, el otoño, el gordo que mandan de arquero, las veredas, los hombres que luchan mil días, el colectivo que llega a horario, el overol y el busca, la paradoja obvia, la suerte, y cuando me pongo triste, también, el hombre que miraba, conmovido, el mar. Sin animarse a contarlo. Sin decirlo. De callado. Y el tiempo pasa. Las calles, no, lo peor, las esquinas, cambian de dueños los locales, cambian de nombre, se llevan los recuerdos de los besos adolescentes, que en esa esquina te di, que nos dimos, esos besos me pertenecen en los absurdos de mi vida pero también te pertenecen corazón y si querés mientras regás las plantas y cuidás tus hijos y esperás en el palier que vuelva tu marido del trabajo si querés te regalo errante todos los recuerdos de los besos aprendices que nos dimos que total este viejo capataz del amor fugaz siempre te va a estafar y se va a quedar con los mejores recuerdos y sino se los inventa, para él, para su teclado, besos y promesas, flotando en el viento, calmos, tranquilos, inmensamente calmos e inmensamente tranquilos. No me hagas caso. Yo vivo borracho. Acordándome de eso, cansadísimo, de todas las ceremonias del chupamedias, del monaguillo ateo, del señor progresista, del buen vecino de Palermo. Yo escribo para que me quieran. Para eso. Soñando que entienden mis razones más íntimas. Que les importa. Y sino lo consigo me siento en el balcón, miro la gente pasar, me muerdo los labios. Y me la aguanto.
Changarín buscando una promesa de amor en un lugar imposible, no disimulemos, no hemos cambiado nada.
Qué bueno, Lucas.
ResponderBorrarYo no puedo evitar pensar que voy a volver a leer esto dentro de 20 años si todavía sigo vivo. Espero volver a leerlo y sentir lo mismo que siento ahora.