lunes, abril 02, 2012

Yo no sé adónde voy, pero ojalá sea a un lugar con zapallitos rellenos.

Los calendarios son solemnes. Nos hablan. Por esa manía de cruzar esquinas con recuerdos obligados, por ejemplo, un aniversario de la batalla de obligado -las fechas marciales se pronuncian con la estupidez de las mayúsculas, la solemnidad de las mayúsculas- cruzando las improbables esquinas de Rivadavia y Rozas, en Yapeyú. La solemnidad de los calendarios tiene ese no se qué de ovejas yendo alegres al corral de las tristezas. La conmemoración de la muerte. La obsesión por el pasado como negativa a reconocer la finitud de la vida. No hay nada del otro lado. Ni destino de gloria. Ni heroísmos, lo siento. Esas ideas perniciosas, no. Si alguna trascendencia es imposible que sea a través del arte, sin sobrevalorar nada, sin sobreinterpretar, en su medida y armoniosamente, firmo si hace falta, pero no ideas banales sobre ese sofisticado accidente que es la nacionalidad. Ni de dónde venga -¿de qué otro lado, aunque no tenga mucho glamour, que de la fortuita puesta en escena de mi madre y de mi padre, puedo venir?- ni hacia dónde voy: voy a la nada. Voy a un lugar, con suerte, de un ataúd, pagando impuestos por ese ataúd aunque yo ya estuviera muerto. Esa pomposidad -hasta fiscal- de lo fúnebre. Hoy que hasta la muerte está privatizada. Un entierro, con velorio, sin muchas flores, puede llegar a hundir la precaria economía de mi familia. Mejor déjenme sin cristiana sepultura, es más barato arrojar mis huesos sobre la puerta del ministerio de economía. Yo quiero morirme como se mueren los que creen, hasta el último minuto del tictac cardiorespiratorio, como mueren los que creen en la justicia social. No he vivido buscando homenajes y la muerte me parece de una solemnidad estúpida.
Ojalá las ideas mortuorias, ésas de almanaque, de vieja escuela, de banderines y cantos militares, ojalá esas ideas se vayan a la concha de su madre. Esas ideas con nacimientos pintorescos, con destinos manifiestos, con patrioteras recetas para que mueran otros. Por favor. No me maten. Y que yo no mate a nadie. No es mucho pedir. Sé que los marciales bregan por todos, yo no les creo un carajo, pero si así fuera, que me dejen a mí afuera. Soy demasiado cobarde hasta para recordar los aniversarios de cuerpos podridos que murieron por ideas equivocadas. Por alucinaciones colectivas. Por negaciones traumáticas. Por el legado, estúpido, de un mecanismo macabro de asesinar generaciones. No quiero trasladarle a los más pendejos esas ideas. Sepan que yo no creo, que me aburro en los actos oficiales, que me dormí los días patrios en la escuela, que me chupan un huevo los ejércitos, que me cago en las banderas, que me da enorme pena la gente que murió en vano, que sé la violencia que anida detrás de los almanaques, que no tengo ganas, si algo de ética me queda, de proseguir con esa estupidez de los homenajes.
La gente muere, en muchas ocasiones, tontamente. Supongo que yo tendré un final similar, tonto. Espero que sea de viejo y en la cama de un hospital público de primerísima calidad. No es, si lo pensás bien, una idea muy alocada, no es mucho pedir. Es, para los heroizadores de biografías ajenas, seguramente poca cosa. Para mí es una causa apreciable. A la que dedicarle, apenas, un poco de tiempo. Perdón por mi minimalismo. Cuando ustedes cantan el himno, yo, que soy orgullosamente argentino y hasta me da un poco de lástima la vocación de estar con el más fuerte de algunos kelpers intelectuales que nos rondan en ranchada y comunicados generosos en la prensa pero no sería capaz más que de burlarme, yo cuando ustedes cantan el himno me dan unas impostergables ganas de comer zapallitos rellenos, hechos por mi abuela. Es, la patria, se ve, algo distinto para mí. Y bueno, pido las respectivas disculpas.


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