martes, mayo 22, 2012

Yo soy la tristeza





Me duele la espalda. A veces trato de evitar, darme cuenta, que soy tan obvio. Las amarguras concurridas del escritor que se cree apartado. Y estoy un poco loco, pero tan previsiblemente loco. Y otras veces, cuando tomo la otra pastilla, como los abuelos que viven de recuerdos, del recuerdo de cuál pastilla tomar,  me pongo tan contento. Todos esos pendejos kirchneristas, que huelen a pasto fresco, que a veces, yo, los peleo, los reto a ir más allá de las obviedades, es tan obvio lo que digo. Y puse ese punto y aparte y fue punto y seguido para contar que estoy limpiando el teclado porque escupí el mate de la risa. Es divertido. Lo que pasa. Lo que pasó. Este es un tiempo de funerales. Y todos sabemos que nada mejor que los chistes de velorio. Abalorios. Un conjunto de abalorios -qué lindo nombre para un bar de pueblo en algún lugar remoto, por ejemplo, el bar que está, o estaba, hace mucho que no voy, en la balsa que cruza La Picada, ahí mataron a Cáceres Monié, creo así se escribe, me da paja buscarlo, después de ese crimen cayeron presos los pibes de la jotapé, de los setenta, de Paraná, por esa balsa, alguna vez escribí de eso, pero hace mucho, llevo mucho tiempo con este blog, yo que abandono todo, a mí que me echan de los trabajos (nunca por no trabajar ni robar, casi siempre por sindicalista, qué se yo, soy así, a esta altura, tan enana, no voy a cambiar: me queda apostar, siempre tan humilde, a que sea el mundo el que cambie, a que rijan, por ejemplo, los derechos de los trabajadores; yo soy eso, ni más ni menos atorrante que cualquier trabajador) y que me mudo de casas y corazones, divorcios y amores eternos de colectivo, que duran tres paradas y la vida y los días y los dolores de espalda y del alma, ya escribo cualquier cosa, pero disperso y todo, seguí, religiosamente, escribiendo en este blog, día tras día, días sombríos, días borracho, días de amenazas, días de precmios, días donde una chica se largó a llorar al verme, se acordó de una historia que yo había contado (y andá a saber si es cierta) y durante todo el recorrido de un ascensor en Córdoba, me dio un beso profundo hasta los huevos, la vieja prepotencia de los pibes de barrio, volvamos a la balsa, que cruza, a paso de hombre, y cruzaba la furgoneta hecha mierda que llevaba a los docentes a la escuela rural y a los hijos de los docentes que no tenían con quién quedarse y ahí iba un pendejo peinado a la gomina, entonces muy rubio, con cara de vago, católico y con pretensiones literarias, que les iba contando, a las señoras maestras, lo que había escrito en una composición, el nene creció, pasaron los años y ahora teclea y se ríe y le danzan los dedos y no puede parar y se vuelve a reír y lo que escribe, señora, es lo que usted está leyendo, pero ahora el pelo (que le queda) es castaño oscuro y entonces como ahora se ríe y te sobra y se pone triste y te putea y el bar, quién sabe, capaz que está. Entonces y ahora no releo, jamás de los jamases, lo que escribo. No puedo correjir ni usar los correctores en línea y capaz estoy escribiendo, por ejemplo, correjir, la palabra, mal; y me quedo pensando y digo retrocedo y pasa que yo, también ya lo conté, tenía que escribirle una hoja a mi abuela, copiada de un libro y sin errores para que me de un premio y los días, las mañanas, se iban así, antes de caminar hasta la escuela católica donde quise ser santo, ya lo conté, lo conté todo, debería dejar de escribir y vivir dos años y después qué digo, me río,  me olvido de las comas, parezco borracho, buenas noches.

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