miércoles, junio 13, 2012

Los cajones






En la puerta de un boliche calculan, sobre la avenida Santa Fe, las monedas, los pibes que no tienen plata para entrar. Son tres. Los escucho, al costado, donde me senté a comer un pancho, con lluvia de papitas, le dicen, qué grasada decirle a algo, cualquier cosa, decirle así. Mientras pasa, agarrándose el vestido y enojada con el viento, la chica más linda que vi durante semanas. O meses. O toda una vida. Dobla en la esquina, todavía furiosa. Contra el viento. Una furia, claramente inútil. Como la mayoría de las furias, si uno se lo piensa. Y se pierde en la noche. Arrastrada por el vestido que arrastra el viento. En Corrientes, en un lugar del norte de la provincia, una señora, una vez, me regaló un rosario. Y me enseñó a rezarlo. Sabía, reminiscencias de la infancia, pero lo tenía olvidado. O negado. En la configuración de mi cuenta. Bueno, volví a olvidarme, en todo caso. Pero lo había metido, así nomás, adentro de un bolsito, negro, con el que me movía para todos lados. Hasta que se desfondó. Por que se enganchó en la puerta de un trolebús, en Rosario. Adonde subí apurado, por que me venían a asaltar. Por Oroño pero para el lado más pobre. Y no me acuerdo si era un trolebús. Capaz que era, nomás, un colectivo común. Acomodé las cosas y seguí. Pero no lo volví a usar. Aunque ahí estaba una novelita de un autor correntino que me inspiró una cosa que al final nunca publiqué. La escribí y todo. Iba a hacerla en el blog. Eran los poemas inéditos de un pescador, un escritor que, a lo Horacio Quiroga, se fue a la mierda de la ciudad. Y después murió, más o menos en las lejanías tormentosas del olvido en la selva. Ya subiendo, lo situaba, en Misiones. Por que, claro, era todo inventado. Incluso su biografía. Y algunas páginas de internet que lo recuerden. Y un pequeño cancionero. Y testimonios. Me colgué, nunca lo terminé. Quedó guardado vaya uno a saber, sí, ya sé, en los archivos de word de una computadora que después se llevó, era de ella, de cuando vivíamos juntos, Maia, en la ciudad, triste, de Santa Fe. Tenía otra computadora, donde estaba la mitad de eso, pero la regalé a uno en Paraná. Las cosas, por supuesto, las guardaba, en discos, diskettes era en esa época, que se perdieron, con las mudanzas. Hay una novela, sin publicar, escrita al calor del conflicto entrerriano, de la costa del Uruguay, con la república homónima. No creo que tenga ningún valor. Y se trataba, además, de una posición política, en esos años, imposible. Se perdió. No derramo ni una nostalgia. Lo cuento por el sabor de la promesa. Un autoengaño, de los que soy afecto. Tanto como a las posiciones políticas insostenibles. Busqué esa novelita correntina, la real, que era muy mala, en los retazos de ese bolso de mano, de viaje, que estaba arrinconado en un cajón. Sobreviviendo. Y me topé con el rosario. Y me dio gracia. Y me lo guardé en el bolsillo. Después salí a comprar cigarrillos, pero me olvidé y compré un pancho. Y me quedé mirando a una nena que revolvía la basura. Y todo lo que sigue después es lo que conté. Y no pasó nada más. Hasta que llegó la ambulancia. Había un viejito, tirado entre cartones, no lo había visto, hasta entonces. Certificaron que estaba muerto. Por el frío. Esta noche, no hace frío. Pero antenoche sí que hizo un frío que te tajeaba los labios. Lo levantan, presente continuo el de la muerte, en una camilla y se lo llevan. No tardan más que 5 minutos. Y mientras tanto un montón de policías y médicos y bomberos daban vueltas, por ahí, distraídos. Rutinarios. Y la gente seguía pasando. Entran todos los que estaban en la fila para el boliche. Cierra un local de comidas. Los tres pibes no pudieron regatear. Se quedan con las manos en los bolsillos, esperando el colectivo. Para volverse. Hay, entre los cartones donde murió el viejo, como una sombra. Bah, es raro. Como una presencia, pero no física, no es una cosa, sino, si se me permite la palabra (¿y quién carajo no habría de permitírmela?), un alma. Se siente, de alguna manera extraña, que alguien, ahí, murió. Es curioso. Hasta que no lo llevaron, es decir, hasta que el muerto dejó de estar ahí, no lo noté. Ahora siento que está. Cuando ya se lo llevaron. Debería sincronizar relojes con la vida. Entre los cartones, sucios, bolsas con cosas. No muchas, pero hay unas tres bolsas. Que los policías revisaron, capaz que buscando documentos de identidad, o algo para robarle. 
Si yo muriera tengo más cosas acumuladas. Una cama, doble. Que me rompe las pelotas. Otra vez: tengo que acordarme comprar sábanas de dos plazas y media. Pero cómo mierda iba a saber que existían sábanas así. Y el escritorio, chiquito, negro, sobrio, que yo armé. Y pinté. Y arriba la computadora de ocasión. Se le está borrando la tecla A. Los archivos. Una cosa que escribí, probando un programa específico. La silla. Hecha pelota de trapo. Y el cajón donde están las medias, pañuelos, aros, cosas de chicas que se han olvidado algo acá y se han olvidado tanto de mí que ni volvieron para reclamarlo. Y el otro, donde están las facturas, mis documentos, las boletas del monotributo, un par de cartas documento que me enviaron, la comunicación del Banco Central, y algunas notas de agradecimiento de cosas que no vienen al caso. Riego, presente continuo la vida, la maceta con el ficus. Trato, por tercera vez, de arreglar la persiana rota. Fracaso. Me voy a dormir. 

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