Ricardo Arjona

Cuando se hacen muchas canciones es inevitable, en un trovador popular, que se caiga en lugares comunes. Que se repita. Que de pasto a las fieras, total, el pasto es inocente, el problema son las fieras. 
Ricardo Arjona es de las pocas personas de trascendencia, por lo menos, americana, que si uno guglea no sale primero Wikipedia, sino su propio sitio. Esto quiere decir algo. Arjona no ha dejado que otros lo narren. Arjona ha mareado, ha gambeteado, ha hecho el ridículo, ha ganado, con golpes bajos y con metáforas sublimes, pero ha arriesgado. Me caen bien las personas que desde abajo arriesgan y si tienen la suerte de tocar la cima de la nada, seguir arriesgando. Por que allá arriba, efectivamente, no hay nada. Más que locuras, mentiras, tentaciones fuertes para el engaño.
Arjona fue ídolo deportivo, con récord, en la selección nacional de básket de Guatemala. Estudió tres carreras, se graduó en Comunicación. Pero, y ésta es una de las razones por las que me cae simpático, abandonó ese éxito, esas nubes y se vino a Buenos Aires y se enamoró de una prostituta y cantó tangos en la calle Florida como un perfecto desconocido.
-Uno no le pide nada a Alejandro Sanz, pero sí a Arjona- me dijo, una vez, Ignacio Copani. Yo le contesté que en buena medida, mi defensa de Arjona era para joder. Para que siempre se tenga en cuenta que lo popular no se opone, necesariamente, al modelo Kafka. Que en ambos grados de la desgracia terrenal, del desgarro de crear, puede haber cosas buenas. Que la condena a los trovadores, por ser centroamericanos, por tener éxito, por tener influencias yanquis marcadas -y formación anti yanqui marcada- viene, en combo, con ciertas manifestaciones intelectuales que se autonarran elitistas, incluso, con cierto dejo de primermundismo, que aflora, en las almas ilustradas de Buenos Aires, esa ciudad tan ingrata. Y tan maravillosa.
Arjona es el hecho maldito del país bien pensante. O no, qué me importa. A mí me gusta. Y me gusta más por que corre riesgo.