Por Luis Gasulla
“Lo peor que le podes hacer al kirchnerismo es hablarle de Cromañón”. El hombre se mueve con soltura por los pasillos de Casa Rosada. Su relación con la Presidenta de la Nación es de extrema confianza pero, en estricto off, admite que la respuesta que Néstor Kirchner tuvo –durante los últimos días del 2004 y enero del 2005- fue la de esconderse. “Las tragedias los paralizan, no reaccionan y con Cromañón, pasó lo de siempre: se borraron”. Hoy, casi diez años después, la banda Callejeros vuelve a ser utilizada por la política. De demonizarlos pasaron a ser las víctimas de una juventud “estigmatizada por los grandes medios”. Cromañón como símbolo nacional no es sencillo de explicar. Aquí presento parte de un capítulo inédito y que, finalmente, terminó excluido de la edición final de mi próximo libro: El negocio de la impunidad. La herencia K (Sudamericana, agosto del 2014)
Bengalas en la noche
“Déjense de joder, no se ve nada con el humo.
Para eso les pongo un compact y yo gano plata igual”
Omar Chabán, instantes antes del comienzo del fin. 30 de diciembre del 2004
“¿Y Kirchner dónde está?”
Grito de la multitud en la primer marcha pidiendo justicia por Cromañón.
2 de enero del 2005 en Plaza de Mayo.
El jueves 30 de diciembre del 2004, Callejeros, una ascendente banda de rock de Villa Celina, se presentó en el boliche República Cromañón, por tercer día consecutivo para despedir el mejor año de su corta carrera artística. A poco de comenzar el primer tema de su tercer disco, “Rockanroles sin destino”, la electricidad se cortó, el humo tóxico inundó el local y la marea humana intentó salvar su vida. Una bengala, llamada candela “Tres Tiros”, había sido lanzada hacia el cielo raso del boliche que estaba cubierto con una media sombra, una tela inflamable que, al entrar en combustión, descarga un olor altamente tóxico. Por esa razón, la mayoría de las 195 víctimas fatales murieron intoxicadas. Las puertas de seguridad estaban cerradas y el sistema de evacuación era inexistente. La cara visible de Cromañón era Omar Chabán, quien le alquilaba el local a Rafael Levy desde principios de ese año. Levy era dueño del albergue transitorio lindante al boliche, llamado Central Park Hotel, incluido en la sociedad anónima Nueva Zarelux. Durante el recital de la banda telonera, Ojos Locos, también había sucedido un inconveniente con el público por el uso de las bengalas, hecho habitual en el mundo del rock, que le había copiado la práctica a los hinchas de fútbol durante los años noventa. El calor era agobiante. Antes de salir a escena Patricio Santos Fontanet, el líder de Callejeros, Chabán agarró el micrófono y le pidió a los jóvenes que no arrojasen bengalas. “Va a ser una masacre como Paraguay” anticipó el empresario artístico, minutos antes de que se cumpliera su profecía. El 1 de agosto del 2004, 440 personas, entre ellas 45 niños, murieron en el shopping Ycua Bolaños al no poder salir de un edificio que se prendía fuego. El homicidio doloso más grande de la historia guaraní estaba presente, antes de que saliera la banda a escena, en la mente del gerenciador artístico de Cromañón. Chabán sabía de qué estaba hablando cuando tomó el micrófono. Pero algunas personas del público le respondieron con silbidos y abucheos. Otros, en cambio, tomaron en serio la advertencia pues, cinco días antes, la noche de Navidad, el lugar había sufrido dos principios de incendios. “La 25” tuvo fortuna y no se convirtieron en “Callejeros”. La historia continuó para la otra banda que cultiva un estilo mezcla entre los Rolling Stones y los Redonditos de Ricota.
Esa noche, ante 4000 personas, salió a tocar Callejeros. En los palcos del boliche estaban presentes los hijos, padres, familiares y amigos de los integrantes de la banda. Era la gran fiesta consagratoria del grupo de Villa Celina, los más contestatarios del rock vernáculo de la última década. El rock no volvería a ser lo mismo. El kirchnerismo, luego de Cromañón, cooptaría a la inmensa mayoría de los artistas de la escena rockera en un contexto en que los músicos ya no viven de la venta de discos. Tocar para un gobierno sería la única solución. La rebeldía se transformaría en un verso para la tribuna y hasta algunos artistas saldrían de gira a apoyar campañas políticas partidarias, como La Mancha de Rolando con su amigo, el vicepresidente Amado Boudou.
Antes de que empezase a cantar el estribillo de “Distinto”, el tema con el que abrió el recital, Fontanet vio la candela tres tiros incrustada en la media sombra. Un adolescente con cara de niño –algunos dicen que era un joven subido sobre otro- había encendido la pirotecnia en el fondo del boliche, justamente, cuando la banda empezaba a tocar. El público tardó en reaccionar. El cantante, según decenas de testigos oculares, se tiró hacia el público, intentó cruzar las vallas para llegar al foco del humo para apagar el naciente incendio. Iván Leiva, joven del público, agarró un matafuego pero no tuvo suerte. Según las pericias realizadas por los bomberos, 13 de los 15 matafuegos estaban vacíos. El fuego alcanzó los paneles acústicos que no estaban preparados con material ignífugo. El plástico quemado caía en los rostros del público en gotas de fuego mientras que la gente empezaba a salir de forma ordenada. Pero el humo tóxico, que emanaba la fibra sintética, conocida como “media sombra”, provocó el caos. Al no haber carteles luminosos indicando la salida de emergencia, el público no sabía hacia dónde dirigirse. El orden devino en descontrol. El Instituto Nacional de Tecnología Industrial –INTI- demostraría que el gas que desprendió la “media sombra” prendida fuego, había reducido la disponibilidad de oxígeno en el ambiente, mientras desprendía cianuro, en un porcentaje letal que provocaría la asfixia de cientos de jóvenes. La tragedia había comenzado a apagar vidas.
Mucho se ha escrito sobre aquella noche. La obra “Culpable” de Gonzalo Sanz Cerbino supera a cualquier otro escrito sobre Cromañón. El autor de la obra evita el término “tragedia” y explica por qué entiende que se trató de un “crimen social”. No solo las condiciones de seguridad no existieron, sino que hubo responsabilidades políticas innegables, además de la codicia de empresarios inescrupulosos que quisieron ganar más dinero aprovechándose de una banda que estaba pasando por el mejor momento de su carrera. La discusión sobre el rol que tuvo Callejeros aún no se ha agotado y, siete años después, con sus integrantes cumpliendo prisión efectiva, ni los sobrevivientes de aquella noche, ni sus familiares ni mucho menos, la opinión pública, se han puesto de acuerdo sobre la culpabilidad o no de la banda.
El término “crimen social” lo acuñó Federic Engels en 1845 en su libro “La situación de la clase obrera en Inglaterra”. Engels fundó, junto con Karl Marx, el socialismo científico. Dice Engels que el capitalismo “cuando quita a millares de ser humanos los medios de existencia indispensables, imponiéndoles otras condiciones de vida, de modo que les resulta imposible subsistir” y continúa que el opresor sabe “demasiado bien que esos millares de seres humanos serán víctimas de esas condiciones de existencia, y sin embargo permiten que subsistan, entonces lo que se comete es un crimen”. La tragedia ferroviaria de Once y Castelar –más allá del rol del conductor del tren- y las inundaciones del 2 de abril del 2013 en la ciudad de La Plata son, en el sentido de Engels, crímenes sociales. Podían evitarse. Los responsables políticos tenían plena conciencia de lo que podía ocurrir pero no lo impidieron. La historia se repetía. La noche del 20 de diciembre de 1993, 17 jóvenes morían en la discoteca de Kheyvis mientras celebraban una fiesta de egresados. Once años antes de Cromañón, gran parte del sistema comunicacional le echó la culpa al público presente pues habían prendido fuego un sillón de forma intencional. Pero, al igual que la candela de Cromañón, la acción humana –como señala el escritor Sanz Cerbino- no provocó las muertes masivas. La discoteca también estaba recubierta de materiales inflamables, el cielo raso era de madera, había telas plásticas en las paredes, los matafuegos no funcionaban y, por esa razón, a pocos minutos de iniciado el incendio, Kheyvis estaba completamente prendido fuego. También, como el 30 de diciembre del 2004, las puertas de emergencia de la discoteca estaban cerradas con un candado. El local estaba habilitado para 280 personas pero había 800 bailando al ritmo de la música. Los bomberos llegaron 40 minutos más tarde y cuando lo hicieron, el agua de las autobombas, no tenía presión para apagar el incendio. La primera ambulancia llegó casi una hora más tarde. Al igual que en Cromañón, el control municipal estuvo viciado y manchado por la corrupción. Inspecciones cortas y arregladas con el dueño, de antemano. El tiempo parecía detenido. Once años después, nada había cambiado. Las coimas llegaban al bolsillo del inspector en una cadena de la felicidad que no se sabía hasta donde llegaba.
Como hicieron tras la tragedia de Once, ni Cristina ni Néstor Kirchner, que en diciembre del 2004 era el Presidente de la Nación, hablaron públicamente en la semana siguiente a la masacre de Cromañón. El matrimonio presidencial se preparaba para festejar fin de año en el Calafate, Santa Cruz.
Las críticas al gobierno nacional iban en aumento y la cantidad de gente que asistía a las protestas, también. El domingo 2 de enero, más de 1000 personas concurrieron a Plaza de Mayo preguntando, a los gritos e irónicamente, dónde estaba el Presidente Kirchner. Había un aroma al “que se vayan todos” del 20 de diciembre del 2001. El gobierno sintió lo mismo y movió sus piezas como en un juego de ajedrez. En los medios de comunicación, el tema se despolitizó. Pocos mencionaron el rol del accionar de las fuerzas de seguridad, que dependen del gobierno nacional, en aquel entonces, específicamente del Ministro Aníbal Fernández. Se señaló a Omar Chabán y a los músicos como los máximos responsables, pero también al propio público y a sus padres por no saber, supuestamente, cuidar de sus hijos. Se desvió la atención con la existencia de una guardería en el lugar, algo que, finalmente, se comprobó que era un mito. Durante el mes siguiente, el jefe de gobierno porteño, el “progresista”, Aníbal Ibarra decidió cerrar las discotecas y boliches de la ciudad y nombró al frente del Ministerio de Seguridad a Juan José Álvarez, vinculado con los servicios de inteligencia. Las siguientes marchas fueron reprimidas por la policía federal que dispersó a los manifestantes. Al multiplicarse en televisión las imágenes, se buscó atemorizar a gran parte de la clase media que dudaba en sumarse a un reclamo que iba en aumento. Era habitual encontrar en Plaza Once a punteros políticos y agentes de los servicios de inteligencia que hacían averiguación de antecedentes sobre los presentes. Los padres de Cromañón comenzaron a ser mal vistos por la sociedad que compró el discurso mediático de que eran “violentos”. De los 388 padres que en un comienzo asistían a las marchas, solo tres tuvieron actos que podían considerarse agresivos pues hablaron, públicamente, de vengarse y hasta de matar a alguno de los culpables de la muerte de sus hijos. Mientras Aníbal Ibarra caía en desgracia e intentaba, desesperadamente, evitar su destitución, desde su entorno acusaban a los padres de Cromañón de provocar un “golpe institucional” fogoneados por “la derecha” que simbolizaba Mauricio Macri, principal opositor al aliado ocasional de los Kirchner en la ciudad. También se los intentó dividir como, años después, el gobierno nacional intentaría hacer con los familiares de Once.
Cuando las cartas estaban echadas, el kirchnerismo le soltó la mano a Aníbal Ibarra. El jefe de gobierno porteño conocía al empresario artístico Omar Chabán, a pesar de lo que declaraba públicamente. Había salido en su defensa, en 1993, cuando el Concejo Deliberante decidió clausurar “Cemento”. Ibarra recibió 36 alertas del peligro de Cromañón, algo similar a las advertencias que desoyó el gobierno nacional con la tragedia de Once, realizadas por la Auditoría General de la Nación. Las coimas que recibían los inspectores en Cromañón no eran una excepción sino la regla. Las discotecas y locales clase C aportaban dinero para evitar controles a inspectores que, a su vez, respondían a órdenes de sus superiores que recibían un porcentaje destinado a financiar “la política”. Un año antes de la tragedia, Ibarra creyó encontrar la solución al “focazo de corrupción” y decidió disolver la Dirección de Habilitaciones y Verificaciones. Alberto Iglesias, el inspector que en 1997 habilitó Cromañón, cuando se llamaba El Reventón, aseguró en el juicio que "en el 2003 se desmanteló el área y se incorporaron profesionales para reemplazar a personal de carrera. Cuando se nos pedía que no inspeccionáramos algún lugar, nosotros nos oponíamos y el funcionario político de turno debía firmar una orden del día o alguna notificación fehaciente para impedirnos el control". Pero “a partir del 2003 yo he dejado de prestar funciones, y ninguno de mis compañeros ha quedado para velar por la higiene y la seguridad de la Ciudad de Buenos Aires. Mas allá de la corrupción que pudiera alegar cualquiera de los funcionarios, que no es más ni menos que la que existe en la sociedad argentina, cuando se detectaban hechos de corrupción, los inspectores eran sancionados. No era necesario el desmantelamiento que dejó a la Ciudad indefensa. El personal de carrera fue desplazado por “profesionales” –esto es, jóvenes universitarios con un contacto dentro del gobierno de la ciudad para ingresar a trabajar en esa dependencia-. Iglesias concluye que “eso no les da la idoneidad que requiere este tipo de trabajo". El testigo señaló también que, bajo su punto de vista, Cromañón no estaba habilitado. "No sirve la habilitación que tenía El Reventón, porque si existe un cambio de titularidad del inmueble, esto requiere el pedido de transferencia y el titular tiene 60 días de plazo para hacerlo y de lo contrario caduca la habilitación; y si existe un cambio de rubro se necesita una nueva habilitación así como si se incorpora un rubro nuevo. Nosotros, los funcionarios de carrera, trabajábamos con normas y códigos". La pregunta que se desprende, es con qué trabajaban los profesionales que los remplazaron.
Mientras tanto, el jefe de gobierno porteño, organizaba un acto público con los integrantes de la Cámara de Empresarios de Boliches Bailables. En agosto del 2014, Aníbal Ibarra sueña con volver a ser jefe de gobierno como si nada hubiese pasado.
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