martes, agosto 05, 2014

Hotel de gorriones (a todos los niños que este domingo no tengan un juguete)




Con Sebastián, un amigo del barrio, uno que nunca fue a catequesis, una vez robamos un kiosco de calle Alem. A la vuelta del matineé. Una siesta. No teníamos plata para ir a ver de nuevo ET.  Levantamos la persiana. Hacía mucho calor, debe haber sido un verano. A la siesta en Paraná, cuando hasta el río se dormía entero y quieto como una alfombra al lado de una estufa.
Robamos unos caramelos en paquetes de colores, de frutas. Todavía los venden. De goma, creo que les decíamos. Pero eran como abrillantados. Masticables, esponjosos, cubiertos con azúcar. Eran caros. Para nosotros. Todo era caro para nosotros. Levantamos la persiana, miramos a las dos esquinas, nadie. Nadie nunca siesta. Metimos los dedos, sacamos los paquetes, nos fuimos corriendo. Por calle 9 de julio Sin darnos vuelta para ver si nos perseguían. Corrimos y corrimos. A veces me gusta pensar que nunca dejé de correr, desde ese día, hasta hoy, que todavía sigo corriendo con miedo y audacia, sin darme vuelta, sin destino, saltando las baldosas y los charcos, cruzando los semáforos, esquivando postes, esperando a mi amigo, doblando de repente en toda esquina. Para seguir corriendo. Para que nunca me atrapen.
Todavía no me atraparon.
Cuando fuimos señores, con 11 años recién cumplidos, corrimos los alambres de un quiosco de diarios en la peatonal, ahí era de noche y era domingo: la gente salía de la misa, cruzando la plaza donde las palomas se dormían aburridas arriba de las palmeras y nos robamos una revista pornográfica. Una señora le chupaba la pija a un señor de bigotes y cara de División Miami.
Sonaban las campanas. Las familias caminaban despacio. Mirando para abajo. Tomados de la mano. La peatonal no tenía, todavía, baldosas, eran adoquines. Y el reloj de la municipalidad estaba iluminado.  La señora de la revisa se apoyaba contra un decapotable mientras el señor regaba las plantas. Mostraba el culo, nomás, la señora, en un vestido con flores. Después, dando vuelta la página, el mismo señor de bigotes, vestido de policía, con una verga que no entraba en la A3 de 60 gramos satinada, se la cogía en una pose atlética y adulta. Algo ridícula.
La señora tenía una cara de Doña Florinda invitando a una tacita de café. Era todo raro.
Escondimos en algún lado de la plaza frente a la catedral la revista y volvimos a casa y nos retaron porque era tardísimo y era verano y estaban todas mis tías abuelas sentadas en reposeras en la vereda comiendo esas picadas con cerveza y helado y hablando de cosas que nunca entendíamos y la perra Layka me saltaba contenta y me despeinaba y nada más, pasó mucho tiempo, que se yo.
Sebastián se fue a su casa. No me dejaban juntarme con él. No me acuerdo bien por qué, se rumoreaban muchas cosas. Su papá era camionero. A veces, muy pocas veces, lo vimos. Usaba una gorra. Era medio gringo, de cachetes colorados, comos los que jugaban al truco en el bar. Siempre estaba de paso de algún lugar que quedaba lejos, me parece que era en el sur. Y ellos no iban a la iglesia y de la madre se decía que había sido o que era puta pero no decían puta porque esa palabra no se pronunciaba decían otras palabras pero insinuaban eso y quedó todo ahí, como tantas cosas, en la duda, el secreteo, una tecla más del piano misterioso de mi infancia.
Me dieron de comer, me mandaron a dormir. Me senté en el balcón. Mirando el jacarandá. Florecido y hermoso, me llenaba de tristeza, la noche entera de estrellas. Yo quería ser Alzamendi. Y luchar con Sandokán. Antes de salvar a ET y enamorar a Jimena, pero me habían retado. Me habían mandado a dormir sin mirar Hiperhumor.
El árbol  tenía murciélagos. Los gatos se trepaban, los cazaban. Las castañas del jacarandá se las juntábamos a mi abuela para que prenda el fuego, los domingos, en la parrilla. Desde que mi abuelo murió mi abuela se encargaba. Ese jacarandá tardó más en secarse. Primero fue el otro, el jacarandá más chico, que estaba también en la puerta de mi casa y se enredaba con los cables donde dormían los gorriones de otoño. Ese hotel de gorriones que eran los cables que iban y venían por las terrazas de mi barrio. Un día vino un batallón de la municipalidad y rompió las veredas y enterró los cables y los gorriones no volvieron nunca más y ni me di cuenta porque empezaba la secundaria y dejaba la iglesia y el fútbol y escribía poemas y besaba a las chicas y era todo tan rápido, tan urgente, como si todavía estuviera corriendo y corriendo para que nadie me atrape.
No sé cuándo cerró el quiosco de calle Alem. El de revistas de la peatonal, todavía está. La catedral también. Las palomas a veces. Las noches estrelladas se murieron de a poco, mis tías también, la siesta dejó de usarse, los chicos del barrio crecimos, nos fuimos de ahí, nos morimos, nos casamos o nos calmamos. En el cine hay un tenedor libre de chinos. A veces me compro esos caramelos de goma. Los regalo. No me gustan más. Pero me gusta pensar que todavía sigo corriendo y corriendo. Que todavía no lograron atraparme.

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