Vengo de un velorio.
Saqué varias conclusiones de sublime irrelevancia y contundente improbabilidad pero adjetivadas con una solemnidad de la concha de la lora.
Por ejemplo; en las salas de velatorio la gente va menos al baño que en cualquier otro lugar de reunión y mira menos la hora y habla menos por teléfono. Y se agrupan más; pero no se forman grupos de pertenencia o identidad, tipo peña universitaria, que buscan los rincones, algunos, otros el centro de la pista, los alrededores de la barra, el pasillo para faloperos, la puerta del baño. (Casi todo lo que había que aprender sobre el desengaño del amor y la revolución yo lo aprendí en las peñas universitarias de todas las universidades que abandoné: soy bachiller con orientación atorrante. Es una orientación que se consigue en las escuelas nocturnas. Esa melancolía del obrero precarizado). Sino que se agrupan de otra manera, hasta el punto que los dueños de las cosas están en el mismo perímetro circular que su empleado, por ejemplo. O el líder político le sirve un café al custodio mientras la segunda familia del finado va entrando con su prole desheredada.
Son grupos, los que se forman, obstructivos, por llamarlos de algún modo, aunque no, no es eso. Se rompe la dinámica espacial. Es decir, se forman grupos en la puerta, en los pasillos, en la salida del garage. No son grupos invasivos como una reunión de consorcio que, como todos sabemos, se engrupen ocupando tooodo el pasillo para decidir cómo capitalizar el dinero de los alquileres. En esa democracia directa de inmobiliarios llenos de rencores y chismes y cartas documento donde siempre por los honorarios de un albañil se está por desatar la tercera guerra mundial y tras un par de horas de insultos vuelven a sus departamentos aburridos a mirar un canal de cable para gritarle al televisor que los políticos deben generar consenso. Esos grupos de propietarios arrogantes que en última instancia solo se reúnen para avisarle al portero que por más que dialoguen sobre las banalidades habituales (fútbol, policiales, clima, política) usted es nuestro empleado, usted no es propietario, usted debe agradecernos que le digamos Buen Día y que le paguemos una fortuna. ¿Que los porteros no cobran una fortuna? Sí, es una fortuna: cobra 10.000, por nada. Barre. Dice Buen Día. Se culea al trolo del 7mo C. Yo, en cambio, me rompo el culo laburando toooodo el día en el estudio, haciendo los papeles de los campos, haciendo negocios, porque yo me hice de abajo, yo no le debo nada a nadie, yo pago mis impuestos. La balada del individualismo en las buenas se hace tango socialista en las malas: asambleísmo vecinal.
Son grupos torpes, los de los velatorios. Desubicados. Inoportunos. Como la muerte, digamos.
Es raro encontrar alguien solo. Las salas de velatorios son la antítesis de los casinos (donde todos están solos y salen más solos aún) y lo opuesto a los bares. En los bares, si alguien está solo, todos entienden que busca que no lo molesten. En los velorios, si alguien está solo, se interpreta rápidamente y con cierta ligereza que esa persona busca y desea y necesita urgente consuelo. Probablemente, en la mayoría de los casos sea así.
Se dice que los aeropuertos y los shopping son
no-lugares. Podrían, también, serlo las salas de velatorio. Pero no. No son un
no-lugar, son un reeee lugar.
Y esto es raro: cuando vas al tercer cumpleaños de 15 en el mismo salón (cosa muy frecuente en ciudades como Paraná) hay más, en el ambiente, del salón que de la cumpleañera. Y aunque hay más salones de bailes que salas de velatorio (lo cual no explica la supuesta superpoblación, sino la desigualdad económica), cada ceremonia fúnebre es distinta. Aunque el lugar sea el mismo. Como cuando vas al cementerio: no vas al cementerio, vas al hotel absoluto de tu abuela, del amigo que se suicidó, de la ex novia que murió, de la tía que te odiaba y un día te dejó de molestar.
Parecen cosas obvias: la tensión, el dolor, la singularidad de la muerte, hacen que una casa de velatorios no sea igual que cualquier otro lugar de los que frecuentamos socialmente. Pero...a todos nos habrá pasado alguna vez: en el lugar donde hubo una muerte inesperada (¿existe tal cosa, existe la muerte inesperada? No, lo que es inesperado es el momento. Como si todos supiéramos cuándo hemos de morir...pero bueno, todos sabemos que vamos a morir) y trágica, a ese lugar, cada vez que volvemos, rehacemos la escena. Una y otra vez. Queda marcado para siempre -en esa eternidad singular que es cada vida- el lugar con esa muerte.
Es cierto, esos lugares no están predispuestos para la ceremonia de la muerte: uno que abre la hornalla y escribe una carta y adiós, uno que se duerme para siempre en un geriátrico, uno que vuela en una esquina sin semáforos, uno que pierda una pelea y así. Ese lugar donde vivos morir a alguien ya no será una iglesia, una avenida oscura, un club de pescadores; será de ahora en más el lugar donde alguien murió. La sala de velatorios, claro, está para eso. ¿Pero cuál es la correlación entre recrear el mismo lugar -una sala de velatorios- ante cada evento mortuorio, rehacerlo en la percepción y que ese lugar esté, justamente, sobreinterpretado, que ese lugar sea ultraobvio, sin sorpresas, metaexplicado y sin embargo cada vez que pisamos ese lugar es un lugar nuevo?
Otro dato. Las personas mayores conversan más sobre tópicos ajenos al muerto, las circunstancias de la muerte y los familiares del muerto. Solo lo justo y necesario. En el sentido práctico, más el morboso y el chismoso.
Los más jóvenes agregan largamente cara de circunstancia, además. A los comentarios prácticos del muerto (cómo murió, cuándo, por qué, para qué, etcétera) y los aspectos morbosos -esa manera de asomarnos a lo que nos espera- y los chismes que ordenan nuestro mundo cotidiano, le agregan la cara Lucky Luke de circunstancia. Cara de duelo protocolar y acné. Con esa fatuidad insegura de los adolescentes. Ensayando muecas de homenaje al trastorno irreconocible de la muerte. Cuando sos joven la muerte es un imprevisto escatológico.
Los adolescentes se juntan en la vereda y casi ni hablan. Se meten las manos en los bolsillos. Hacen zizag con las zapatillas. Como si en el fondo no supieran qué deben hacer, cómo deben comportarse, aunque tratan de encajar, respetuosamente. En esa rutina de jubilados y flores. Cuando sos viejo la muerte es un accidente doméstico.
El café de las salas de velatorio es de mala calidad. Se consume porque sí, para hacer algo, por la creencia compartida de que tomar un café es hacer algo cuando, claramente, es un velorio: no hay nada que hacer. Incluso, exceptuando el café, los llantos, el tirarse al piso y pegarle a los canteros, hacer cualquier cosa práctica está prohibido. Bah, es legal ir a un velorio y ponerse a tejer o hacer encuestas sobre imagen del ministro, pero queda mal. Por algo los heladeros no entran. Tampoco los que venden 3 pares de medias por 25 pesos.
Los empleados de la funeraria -este detalle es importante, compañeros- son invisibles. Como los mozos que sirven agua en las convenciones científicas. Además, no tienen nombre. Ni rostro. Incluso hay quienes aseguran que las funerarias no tienen, en realidad, empleados. Que son maniquís. O extraterrestres. O buenos tipos, esos que nadie recuerda ni tiene en cuenta.
Se apoyan para esbozar esta teoría en el hecho irrefutable de que nadie conoce a un empleado de funeraria. Es cierto. Pero uno tampoco conoce a otros burócratas de la muerte para quienes morirse es un asunto contable. Uno no conoce coroneles, ministros de economía, terratenientes, obispos. Uno apenas conoce algunos muertos, algunos nos conocen a nosotros, a todos nos van a olvidar tarde o temprano. Yo conocí a uno. Era familiar mío. Se mudó a la pensión del olvido.