Atrás de donde vivía y capaz que vive, seguro, todavía, Marisol, está El Bochín, un club berreta pero pretencioso, como es todo en ese centro distinguido de la vulgaridad que es la República de Palermo.Venden, principalmente, asado. De carne mala pero cara. Ahí, hace más de un año, empezaron las peñas de los jueves. Eran más literarias, más amplias, también. Los que cocinan están aparte, al fondo. Rara vez se los ve. Y sino son invisibles, como cualquier trabajador entre tanta tilinguería. Por eso me costó distinguir a un forro, que hacía 14 años que no veía. Trabajaba, antes, en una sanguchería de Barrio Norte. Donde yo trabajé. Después nos íbamos a la estación de Constitución a tomar cervezas. El tucumano era un forro. A los más chicos, como yo, nos hacía trepar de bronca trabajando a destajo. Pero, el tucumano, ni siquiera trabajaba a la par, sino más.Como dando el ejemplo. Era el encargado, sin cobrar como encargado. Y en negro. Era el primer año de la gran recesión y sin embargo había un submundo que siempre conseguía trabajo. A la cola de ese submundo se podía vivir. Decentemente. Entre la neurosis de la gente bien, pasando desapercibido, tomando trenes hasta puente La Noria. Sin esperar volver. Sin mayores esperanzas. Se distinguía enseguida quién tenía la cabeza en otra cosa, y eso te hacía mierda. Los más viejos te enseñaban que no había que tener esperanzas. Las esperanzas te distraían y distraían al resto. Que había que concentrarse, tratar de ser, en lo posible, decente, y aferrarse con fuerza al trabajo manual. Como si importara. No hablar mucho. Pasar como una sombra entre los jefes. Mirar, al salir del trabajo, cansado y ausente, que mañana será otro día, exactamente igual. Es un modo de vivir. De soportar. Los que no se la aguantan, los que te hablan de otras cosas, los que estudiaron, los que tienen el mundo comprado, siempre te distraen. Ellos mañana no estarán detrás de una cocina. Difícilmente te saluden. Lo más probable es que no quieran acordarse. Tenía razón.
Hace seis meses el tucumano trabaja en una panadería cerca de la Sociedad Rural. Me mira con desconfianza. No me saluda. Yo no lo saludo. Sigue teniendo la nariz colorada de los alcohólicos. Hace sánguches de miga. Y está más flaco y más ensimismado. Ya no le veo tanto entusiasmo. Puesto en el trabajo. Debe andar, ya, por los 50 años. Yo no tengo 19 como tuve. La vida sigue.
Me molesta que su sombra, la de la suerte, me persiga. Eso me hace creer que el tucumano también se siente molesto. No sé, capaz que se siente molesto de verdad. Pero yo hago que no lo reconozco. Y él se sabe invisible. Detrás del mostrador. Metiendo mano al trabajo. Mientras el tiempo pasa. Para todos. Y las viejas chotas siguen siendo viejas chotas, de Barrio Norte, de Palermo, de Recoleta. Y cuando una vieja chota muere su hija la reemplaza, con más entusiasmo. Las viejas chotas pasean perros. Compran y exigen. Saludan cariñosas, pero les da lo mismo si está el tucumano, si está el entrerriano, si hay un boliviano, si hay uno del conurbano, si hay una máquina, son todos iguales, morochos, gringos, amerindios, negros, blancos, bizcos, colorados. Los trabajadores, trabajan. Lo sabe la vieja chota. Lo sabe el tucumano. En cierto sentido, las cosas, así, funcionan. Dentro de lo razonable.
Como un mecanismo que, además, seguirá funcionando. Es tan ordinariamente simple que resulta monstruoso.
Cuanto resentimiento, habría que preguntarle al tipo que vende choripanes en la estación de Isidro Cassanova, eso sí es dramático.
ResponderBorrar¿Será mejor que trabajar en Barrio Norte?
No lo creo.
Muy bueno. Demasiado real...
ResponderBorrar¡Bienvenido! Jack London no lo podría haber dicho mejor. 100 años pasaron, entre tanto, claro.
ResponderBorrarUn abrazo, Carrasco, cuando escribe así, lo quiero más, usted sabe.