martes, febrero 28, 2012

En la banquina


La sacaba de sus casillas, para decirlo un poco exageradamente. Después volvió a Barcelona y ahora está en New York, y supongo que se debe estar riendo, de alguna gansada que le haga algún perejil que le haya prometido el reino de los cielos, ojalá que no. Un hada madrina entre las pasarelas no tiene resto para que le destrocen el corazón. Vino al mundo de un arco iris aunque haya escuchado en las cantinas más humanas las promesas de amor más decididas y fugaces. Y se rió, porque eso lo hace bien. Y bajó los ojos. Y trató de creer. Y se dedicó, ya se dedicaba, pero dejó de volar tanto entre aviones y familiares y se puso más linda, pero mucho más linda; y ahora le va mejor como modelo. Yo estuve intensamente enamorado de Makenzie durante semanas enteras, eternamente meses que la rodeé de sábanas entre sueños y una dulzura que hasta entonces nunca tuve. Aunque en ocasiones vuelvo a tener. Yo le regalaba flores. No le canté serenatas por que vivía en un noveno piso, y no es por miedo al papelón sino por no gastar mis finas cuerdas vocales. Y un día le hice un avión de papel y otra vez pedir tres deseos en una fuente municipal que tenía el agua podrida. Pero nunca me quiso decir los deseos que pidió. Ojalá se le hayan cumplido. Yo le besé la mejilla y ensayé frente al espejo un adiós considerado. Yo la quería tanto. Una cursilería de manual, de revista de peluquería, de vida allá afuera, de folletín. Pero se me daba por contárselo. De manera dulce y parsimoniosa. A las cuatro de la mañana, con los ruidos de fondo, del bar de Villa del Parque adonde corría para escaparme de la sordera sofisticada de Palermo. Ahora pasaron los años. Y Makenzie tan linda, con el corazoncito de oro, mirando a la Argentina como si fuera un país ajeno, pero raro, sacado, voraz, incendiado de pena pero siempre arrojado, transgresor y loco. Un país que la miraba como la miraba yo. Fascinante y peligroso. Yo comí ensaladas ridículas de rúcula, hablé de cosas que no entiendo, le cedí el paso en un ascensor, le besé la mano arrodillado y heroico en una esquina que tenía gladiolos frente a una librería donde ahora hay una financiera a la que le debo plata. Y la miraba atontado. Como la miraba el país, como la miraban los colectiveros, como aplaudían los mozos, como saludaban los porteros. Un país que también la miraba con desiertos en la piel, con la mirada farsante pero llena de aventuras, con vocación de estrépito, con nervios improbables, con esta capacidad de robar almas de soñadoras que pecan la madrugada encandiladas con el tipo que saben, íntimamente saben, es una mentira y ese tipo era yo, más joven y con menos arrogancia pero más audacia, lo recuerdo añejo, ahora que la ecuación entre arrogancia y audacia se invirtió. Pero vos tenías las piernas largas para caminar el mundo, una fragilidad de princesa, una vocación de boda, un horizonte en cada mueca del cachete. Y odiabas las flores. Y los bombones. Y los cuentos de príncipes. Y me descubrías las mentiras. Y sabías cuándo irse de los bares. Y sabías cómo ahorrar dinero. Y sabías cómo tratar con la policía. Y sabías descubrir cuando un entrerriano te chamuyaba. Y podías distinguir a tres mil kilómetros de distancia adónde estaba la trampa. Y vos, en el fondo y un poco, sabiendo la letra chica del contrato, te dejaste llevar por la mentira hermosa con la que crecimos. Y vos la jugabaste de muñequita seducida y abandonada, rompiendo las ilusiones que yo le había alquilado, para los dos, a unos viejitos amables en Plaza Francia. Y me volví a Entre Ríos. Y tuve algunos amores. Intensos y maravillosos. Y un verano guardado que a veces hace ruido. El ruido de tus tacos sobre las calles empedradas.
 Dice Makenzie que vuelve a mediados de marzo.

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