Crecí en los 90, soy hijo de sus símbolos, rechazos y frustraciones. Qué comienzo. Se me acumulan, en el escritorio virtual, los trabajos pendientes. Uno tiende a creer que puede hacerlo todo. Dejé de reescribir, obsesivo, la novela, Las Pelirrojas y empecé otra cosa, un relato, más mundano, político, se va a llamar Me tienen harto con el kirchnerismo. Y no voy a adelantar más. A nadie le importa mucho que digamos, tampoco. Y está el libro de Aldo Jarma, sobre la historia de los blogs políticos. Voy a hacer, congeniamos, la edición final. Después se verá la editorial. Primero, hay que sortear los procesos marketineros a los que te quieren someter las editoriales, pensando, con justa precisión, en su propio negocio. Que no es, precisamente, la calidad del libro. Y tengo que escribir otro prólogo, y corregir una novela, de un amigo, que la va a romper. Y un par de notas, crónicas, que se acumulan. Para revistas. Y lo peor es que no me gusta para nada hacer eso. No lo disfruto. Pero de algo tengo que vivir. No es fácil, cuando uno es completamente inútil para los oficios productivos, sobrevivir. Haciendo changas literarias. Aburriéndome, soberana y mansamente, con el periodismo. Tengo, además, esta cosa. Ya se sabe. De ser insoportable. Y retobarme contra el armado previo de un conjunto que me excluía. Contra los jefes. Una rebeldía, hinchapelotas, que me ha arrastrado a lugares, a los lugares simbólicos donde estoy. Para bien o para mal. Admirado, en círculos reducidos, por cosas que no me parece, cuando me entristezco, merecer. Y odiado. Por cosas que creo que tampoco. Son cosas que voy viendo, con cierto asombro. Después de todo es la materia prima de la que vivo. En todo sentido. Incluida la tranquila indiferencia de mayorías tan lejanas.
Parte de una generación crecida enamorados de alguna de las Chancles, las hijas en Grande Pá. Que va quedando a la distancia. Que nunca imaginaba un porvenir. Una generación arrastrada a la controversia de quedarse mudo o explotar. Era el fin de las polémicas. Y lo único que yo sabía hacer bien, más allá y más acá de los valores de moda, era polemizar. El mundo digital, su cultura abreviada, sus largas diatribas, sus posibilidades engañosamente infinitas, me dieron, creo, una segunda oportunidad. Pero también soy un producto cultural, un sustrato sociológico, culturalmente nutrido en las conversaciones de metrópolis. A caballo de una clase media baja que el estado hundió y el estado salvó. Antimenemista con rencor. Kirchnerista vocacional. Previo. En qué otro lado podría estar. Más que trotando campos con odio. El campo, sus vacas, su apacible violencia, representa todo lo que rechazo, visceral, desde chiquito. La patria del cura, el milico, el gaucho. El campo es mi obsesión. Intelectual. Si se me permite la palabra. Fogueado en la militancia de escupir el asado. El remordimiento y la culpa. Las noches interminables. En una barra. Mujeres. Como objetos, amargos, de la luna. Ese imposible. Tan vistoso y lejano. Yo viví momentos donde el resto del mundo era una circunstancia. Tengo el cuero curtido en la lucha contra la vanidad. La única posibilidad es la risa. pasan los hospitales, las comisarías, los comités, el desempleo, los cumpleaños, las deudas bancarias, los amigos, las barras, los cantos de sirenas. Y te queda, como una isla, la risa. Como defensa estratégica. Una guerrilla, con trincheras y minas personales, grabadas, en cada rincón que te quede de recuerdos. Para que no te devoren. En esa lucha, un poco tonta, para que no te aplasten. Los dolores. Las cosas de la vida. Las muertes. El pensamiento perturbado de la finitud. Su conciencia. Como un vals, bailando, en un pasillo largo, de techos altos, cortado al medio por una soga con vestidos a secar, que flotan al viento, imaginando tetas y cuerpos llenos, que ponen muchas comas, a plena tarde, en la caída, que da sobre las tejas arruinadas que se asoman tímidas en la punta de arriba, del sol. Y un montón de señoritas, imaginadas, que vienen a salvarme. A ofrecerme como una comunión su alma y me salvan y me voy y por las nubes y todo eso que tiene de lindo imaginarse volar. Eso tan gastado. Tan cursi. Tan pelotudo.
Voy a leer las dos novelas que me mandó Teodoro Boot. En un sobre. Me las dio hoy, cuando salí a comprar cigarrillos, el portero. Me mandan muchos libros, que agradezco pero no leo. Le suelo gritar, al portero, para escandalizar a las viejas chotas de Palermo, "llegó la droga, eh!". Ahora que en La Cámpora somos todos nazidrogadictos. Salí a buscar, semanas atrás, la novela de Teodoro Boot. Que el Ingeniero, en su blog, había subido. La tapa. Es un tipo que me interesa. Intelectualmente. No la encontré. Entre los libreros con los que, como vieja rémora del tiempo, todavía entablo conversaciones. Entablo y establos. Se enhebran. Cuando tenía 19 años, acá, también, en Palermo. Vendía los libros, a la feria que está frente a la Sociedad Rural. Para sobrevivir. Siempre acumulé muchos libros y los regalé y los tiré y se perdieron y los presté y esa vez, los vendía. Lo encontré a Teodoro, justo cuando le contaba, a una chica de La Plata, que es docente de literatura y está haciendo una recopilación para la universidad de allá de Saer, de quien ahora, que Borges pasó de moda en el progresismo, me gusta reírme. Para escandalizar señoritas. De 25 años. Que probablemente leerá esto. Y probablemente siempre lo supe. Pasa que la manera de que no se te noten tanto los hilos, en el fondo, este viejo embustero, ja, lo dice: la forma es mostrarlos. No hay mucho misterio. Esta es, para bien y para mal, la materia prima. A la sombra de una tentación. Sexual. No hay que decirlo todo. Guardarse un encanto, como una carta en el truco para redoblar la apuesta. Pero. Que se escape. Que fluya. Si es posible, con naturalidad. Sino turbio, empañado de verguenza. Ajeno si querés. Pero no estás preparado sino soportás que se te rían. Para escribir, largo y tendido, es necesario sobrellevar ese rango, ese paso. Te pesa. Al tiempo. Cuando sos pendejo tenés más pelotas. Después, te va doliendo, por las posturas, la espalda. La culpa. Te pesa. No digas que no. Te pesa en cada palabra. Y en las no dichas. Y si tenés la suerte de que te lean, así sean diez personas, bah, siempre son diez personas, no más, las que te importan, aunque te lean miles y miles. Rostros incontados. Sin nombres. Que nunca conocerás. Pero si tenés la suerte de que te lean, si ganaste esa guerra, el tiempo, incansable, inabarcable, tiene una carta mejor para redoblarte la apuesta: la culpa. Yo que he encarado sin arrugues los 20 minutos de fama buscando que me lean. Trasladar un porcentaje, con matemáticas de viejo zorro perfectamente aplicadas al branding o algo así que le dicen los yuppies al marketing personal, mirá en qué deriva fui a parar, hablando como los publicistas, esas personas calculadamente estúpidas. Trasladar un porcentaje al lugar donde puedan leerte. Con la irredención de mostrar los hilos. Escribir rápido. Constante. Establecer un pacto, jamás con todos, es imposible. Nunca estable. Ni permanente. Entonces le contaba esto en el taxi hasta el restorán de Luigi, donde iba a pedirle que me preste plata. Y de atrás, por la cabellera, lo reconocí a Teodoro. Los planetas se alinean. Y le di mi dirección y me mandó su novela, con otra más. Y en la solapa hoy supe que escribió como mil novelas y libros y tratados. Y sí me intriga, de quien se ha leído una prosa sofisticada y sinuosidades (ya no puedo volver a escribir esta palabra sin acordarme de Martín Rodríguez, en qué andará, la vez pasada, en el programa de radio, nos divertimos, tanto. Lindas madrugadas esas) en el análisis económico y político, el paso, a la ficción. Entonces es sábado, yendo hacia el domingo. De noche. Trastornadas las coordenadas. Muerto de frío. Me voy a tirar en la cama a leer un libro. Como en los viejos tiempos. Cuando los vendía. Y los leía. Y no estaban, desordenados, los archivos de word, sino que se desparramaban hojas de carpeta. Cuadernos. Y sueños. Que se pudieron concretar y tuve las pelotas para rebelarme a que se concreten. Me siento orgulloso, de mí, aunque cuente lo contrario, de pocas cosas. Una es esa. Para no merecerme mi propio olvido. No podría perdonarme. De otro modo, sencillamente, no podría perdonarme.
Qué pequeñas son las cosas de las que sentirse orgulloso.
Pero qué importantes.
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Parte de una generación crecida enamorados de alguna de las Chancles, las hijas en Grande Pá. Que va quedando a la distancia. Que nunca imaginaba un porvenir. Una generación arrastrada a la controversia de quedarse mudo o explotar. Era el fin de las polémicas. Y lo único que yo sabía hacer bien, más allá y más acá de los valores de moda, era polemizar. El mundo digital, su cultura abreviada, sus largas diatribas, sus posibilidades engañosamente infinitas, me dieron, creo, una segunda oportunidad. Pero también soy un producto cultural, un sustrato sociológico, culturalmente nutrido en las conversaciones de metrópolis. A caballo de una clase media baja que el estado hundió y el estado salvó. Antimenemista con rencor. Kirchnerista vocacional. Previo. En qué otro lado podría estar. Más que trotando campos con odio. El campo, sus vacas, su apacible violencia, representa todo lo que rechazo, visceral, desde chiquito. La patria del cura, el milico, el gaucho. El campo es mi obsesión. Intelectual. Si se me permite la palabra. Fogueado en la militancia de escupir el asado. El remordimiento y la culpa. Las noches interminables. En una barra. Mujeres. Como objetos, amargos, de la luna. Ese imposible. Tan vistoso y lejano. Yo viví momentos donde el resto del mundo era una circunstancia. Tengo el cuero curtido en la lucha contra la vanidad. La única posibilidad es la risa. pasan los hospitales, las comisarías, los comités, el desempleo, los cumpleaños, las deudas bancarias, los amigos, las barras, los cantos de sirenas. Y te queda, como una isla, la risa. Como defensa estratégica. Una guerrilla, con trincheras y minas personales, grabadas, en cada rincón que te quede de recuerdos. Para que no te devoren. En esa lucha, un poco tonta, para que no te aplasten. Los dolores. Las cosas de la vida. Las muertes. El pensamiento perturbado de la finitud. Su conciencia. Como un vals, bailando, en un pasillo largo, de techos altos, cortado al medio por una soga con vestidos a secar, que flotan al viento, imaginando tetas y cuerpos llenos, que ponen muchas comas, a plena tarde, en la caída, que da sobre las tejas arruinadas que se asoman tímidas en la punta de arriba, del sol. Y un montón de señoritas, imaginadas, que vienen a salvarme. A ofrecerme como una comunión su alma y me salvan y me voy y por las nubes y todo eso que tiene de lindo imaginarse volar. Eso tan gastado. Tan cursi. Tan pelotudo.
Voy a leer las dos novelas que me mandó Teodoro Boot. En un sobre. Me las dio hoy, cuando salí a comprar cigarrillos, el portero. Me mandan muchos libros, que agradezco pero no leo. Le suelo gritar, al portero, para escandalizar a las viejas chotas de Palermo, "llegó la droga, eh!". Ahora que en La Cámpora somos todos nazidrogadictos. Salí a buscar, semanas atrás, la novela de Teodoro Boot. Que el Ingeniero, en su blog, había subido. La tapa. Es un tipo que me interesa. Intelectualmente. No la encontré. Entre los libreros con los que, como vieja rémora del tiempo, todavía entablo conversaciones. Entablo y establos. Se enhebran. Cuando tenía 19 años, acá, también, en Palermo. Vendía los libros, a la feria que está frente a la Sociedad Rural. Para sobrevivir. Siempre acumulé muchos libros y los regalé y los tiré y se perdieron y los presté y esa vez, los vendía. Lo encontré a Teodoro, justo cuando le contaba, a una chica de La Plata, que es docente de literatura y está haciendo una recopilación para la universidad de allá de Saer, de quien ahora, que Borges pasó de moda en el progresismo, me gusta reírme. Para escandalizar señoritas. De 25 años. Que probablemente leerá esto. Y probablemente siempre lo supe. Pasa que la manera de que no se te noten tanto los hilos, en el fondo, este viejo embustero, ja, lo dice: la forma es mostrarlos. No hay mucho misterio. Esta es, para bien y para mal, la materia prima. A la sombra de una tentación. Sexual. No hay que decirlo todo. Guardarse un encanto, como una carta en el truco para redoblar la apuesta. Pero. Que se escape. Que fluya. Si es posible, con naturalidad. Sino turbio, empañado de verguenza. Ajeno si querés. Pero no estás preparado sino soportás que se te rían. Para escribir, largo y tendido, es necesario sobrellevar ese rango, ese paso. Te pesa. Al tiempo. Cuando sos pendejo tenés más pelotas. Después, te va doliendo, por las posturas, la espalda. La culpa. Te pesa. No digas que no. Te pesa en cada palabra. Y en las no dichas. Y si tenés la suerte de que te lean, así sean diez personas, bah, siempre son diez personas, no más, las que te importan, aunque te lean miles y miles. Rostros incontados. Sin nombres. Que nunca conocerás. Pero si tenés la suerte de que te lean, si ganaste esa guerra, el tiempo, incansable, inabarcable, tiene una carta mejor para redoblarte la apuesta: la culpa. Yo que he encarado sin arrugues los 20 minutos de fama buscando que me lean. Trasladar un porcentaje, con matemáticas de viejo zorro perfectamente aplicadas al branding o algo así que le dicen los yuppies al marketing personal, mirá en qué deriva fui a parar, hablando como los publicistas, esas personas calculadamente estúpidas. Trasladar un porcentaje al lugar donde puedan leerte. Con la irredención de mostrar los hilos. Escribir rápido. Constante. Establecer un pacto, jamás con todos, es imposible. Nunca estable. Ni permanente. Entonces le contaba esto en el taxi hasta el restorán de Luigi, donde iba a pedirle que me preste plata. Y de atrás, por la cabellera, lo reconocí a Teodoro. Los planetas se alinean. Y le di mi dirección y me mandó su novela, con otra más. Y en la solapa hoy supe que escribió como mil novelas y libros y tratados. Y sí me intriga, de quien se ha leído una prosa sofisticada y sinuosidades (ya no puedo volver a escribir esta palabra sin acordarme de Martín Rodríguez, en qué andará, la vez pasada, en el programa de radio, nos divertimos, tanto. Lindas madrugadas esas) en el análisis económico y político, el paso, a la ficción. Entonces es sábado, yendo hacia el domingo. De noche. Trastornadas las coordenadas. Muerto de frío. Me voy a tirar en la cama a leer un libro. Como en los viejos tiempos. Cuando los vendía. Y los leía. Y no estaban, desordenados, los archivos de word, sino que se desparramaban hojas de carpeta. Cuadernos. Y sueños. Que se pudieron concretar y tuve las pelotas para rebelarme a que se concreten. Me siento orgulloso, de mí, aunque cuente lo contrario, de pocas cosas. Una es esa. Para no merecerme mi propio olvido. No podría perdonarme. De otro modo, sencillamente, no podría perdonarme.
Qué pequeñas son las cosas de las que sentirse orgulloso.
Pero qué importantes.
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Me gusta el vaivén, realidad/ficción, en tus textos. Y la puntuación. A veces siento que en tus textos citás a Osvaldo Lamborghini, con ese yo que entra y sale del relato. Y Germán Rozenmacher, en (“Cochecito”) también suena ahí, en el ritmo. Y el “clima”: Onetti, claro, en “El Pozo”, y en “Justo el 31”. Pero, hablo de narradores, ritmos, y climas. Vos creas los tuyos, con tus “contenidos” y funciona bien, muy bien, al menos para mí. En fin, un saludo.
ResponderBorrar"Soy muy haragán y nunca pierdo el tiempo en hacer algo". Ah!, o sea que sos Kirchnerísta....Ahora entiendo todo
ResponderBorrarSoy uno de esos rostros incontados que te leen. Y te leo porque hoy día muy pocos hablan de verdad, aunque no guste y saques afuera la mierda sin inhibiciones. Pero entre tanto lío, se vislumbra algún resquicio de rescate. Emotivo y no tanto. Pero rescate al fin. Salud, corazón.
ResponderBorrarSos el nuevo symns.
ResponderBorrarTitiritero de vos mismo. Nadie se escandalizó. 26
ResponderBorrarSoy una chancle sin rostro, hija de un hombre de campo del interior de la provincia de Buenos Aires, mi viejo, antiK hasta la médula, te conocí por un comentario desafortunado para mi gusto en TW, y ahora no paro de leerte y de tragarme cada una de tus palabras, algunas cosas las comparto y otras no pero me atrapa tu honestidad en el relato, tu convicción y tu verdad en carne viva y quiero mas y mas...
ResponderBorrarGracias por tu mirada al mundo
Florencia
No te quejes de lo que hacés, que yo languidezco en una oscura dependencia judicial, rodeado de gorilas imbéciles... con las casi únicas satisfacciones al rebatir a algún estúpido en algún diario estúpido. En otra vida seré un héroe...
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