viernes, agosto 17, 2012

Como camalotes





Hay una casilla, de ladrillos ya viejos, puesta de manera fea en la puerta de Canal 5 de Rosario, cerca del Monumento a la Bandera, donde, en la calle, donde los autos giran a 60 y después, recién mirando el puerto, donde bajan un cambio, ahí, sobre el asfalto, donde está la colección de chapitas de gasesosas Prity (de limón y 350 mililitros) donde tiramos, mientras hacían el bacheo, cuando fui, donde cuando fui, mirá cómo me miro tan lejano, mirá dónde fui a parar, cada vez más, según pasan los cumpleaños y tantos adondes, cuando fui un chico. Mi legado al mundo. Lo que perdurará.  Las chapitas hundidas antes de una canaleta de adoquines. Han resistido intendencias de todos los colores. Creo que ningún centro cultural puede decir lo mismo. En ningún adónde.

Había un patio, yo era un adolescente. Paraná todavía me prometía, aunque no cumplía. Eso también resistió todas las intendencias. Yanina que escuchaba, siempre, canciones de Juan Luis Guerra. Tenía perros que atacaban en el patio de tierra de la entrada. Saltaban hasta el colmo dejándome ridículo de miedo. Y una parra, que no se si era cierta. En la casa al fondo de un callejón que doblaba a ningún lado. Y toda la luna. Y un novio, que no era yo. Pero toda esa luna te perteneció doncella durante un verano glorioso donde hasta la pena estaba loca de adolescencia, como sobrepasada de sorpresas y esperanzas, tantos adónde tenía el sexo en esos años. Y tan pocas tetas que no tuve más remedio que enamorarme. Los perros tenían nombres de personajes de Dostoievski  y Yanina tenía el cuerpo más pleno de la tierra, de todo el planeta, del hemisferio, mas lejos, waracha, que nunca conocía. Hasta años después. Cuando ya era tarde. Cuando en vez de alinearse los planetas solamente se conjugaron los verbos.
Pero me quedé con ese verano en el recuerdo, tus ojos de caribe y todas las lunas que aparecieron una noche, en el cielo tonto de ese patio, como fuegos artificiales. O como un país democratizado por marines.

De todos los lugares comunes el amor es el único que vale, literal y literariamente, la pena. Y vaya que duele. Que es tan literal como literaria, la pena.
De todos los cielos de la patria el que más me gustó fue el territorio de los ovnis, una noche, que no quiero contar, con el cielo pleno de oscuros apilados y las cuchillas arboladas de monte virgen y peligroso, en Victoria, ciudad de los 7 misterios.

Una ducha entre una reunión y otra. Una ducha calma. Solitaria. Bajo el agua. En un baño pequeño. Con charcos de vapor. Con recuerdos que, ja, de dónde habrán salido. De cuáles alcantarillas de esta mente retorcida. Que se vencerían antes de poder encajarlos en cualquier feria de sueños. La realidad tiene esa cosa amarga, rutinaria, tan de expediente. De trámite burocrático. Donde en cada escritorio hacemos lo que tenemos que hacer. No tanto por que alguien lo ordena, ni siquiera por que estaba inscrito en la lógica torpe del transcurrir  sincronizado, calladito y conservador de las cosas, la inmensidad tétrica de las cosas, sino, simplemente, para no temer. Para no tener miedo. Lo hacemos. Y punto.

Y una noche, una chica, en La Paz, mientras llovía, con el pelo mojado, me dijo que yo era especial. Sucede en cualquier película. Pero me desvanecí de ternura y fui tan frágil que hasta la nube más precaria no se animó a romperse en lluvia por miedo a detener el orden del universo.

Creo que alguna vez quise ser sociólogo pero esta compulsión por lo escrito derivo en que un 37, 2% empujara al abismo de lo insondable.
Ahora, acá, en la terraza, tomando mate.

Debería, ufa, otra vez los debería. Dejá de joder, contractura. Se me enfría el termo.
De chicos éramos varios que en el barrio queríamos ser poetas. Algunos se hicieron marineros. Otros mecánicos de motos. No faltó el que se hizo milico ni el que murió para que convivamos con su hueco. Ni el que se casó y olvidó todo. Ni el que trabaja entre los bastidores de la precariedad laboral. El que perdió. El que hizo algo de guita. El que todavía sueña con hacer el comunismo. La que de abanderada a primer promedio en carreras prestigiosas no nos da bola ni en facebook. El que se sienta, borracho, en los cumpleaños a recordar lo que fuimos. El que cuenta las mismas historias de siempre. El que se hizo estanciero. El que se perdió en algún campo petrolero del sur. La que se hizo puta y buena persona. El que escribe un blog y hace periodismo.

Todos los barrios tienen un judío pobre y un antisemita de izquierda. Y una mina que era fea hasta el cumpleaños de quince y una diosa que jamás nos dio bola. Un escritor que no triunfa y un vendedor de ilusiones y un jugador que prometía en el mediocampo y una señora que nos apañaba travesuras y un cura medio tarado y una que quiso ser monja y alguno que se acuerda de todas las historias para contarlas en los cumpleaños y velorios, esos eventos donde todos volvemos, más viejos, más curtidos, más panzones, más pelados, con descendencias y condescendencias, al barrio. Ese lugar donde el tiempo ablanda a los enemigos.

Los que fracasamos en la universidad, en mi barrio, somos legión. A los que les fue bien y son, profesionales pero solidarios, les cabe las de la ley: son, también, legión. Después uno se olvida de tener una mirada optimista. Los baldíos dan paso a las torres altísimas que están desteñidas. Las viejas, eternas viejas del barrio hoy nos dan culpa y amor y temor y el peso, absurdo, de los años. Las calles de tierra se asfaltan. Los murciélagos mutan o se van a otros continentes. Las chapitas, clavadas, para siempre, en el asfalto, testimonian secretos de una vida intensa y fútil, si se quiere, qué se yo. A mí me a gustado tanto. Y me sigue gustando. Tanto. Y falta, por recorrer, un largo camino, muchachos.



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