Expropiación

Tome, Doña, una saludable distancia. Del agobio. La acumulación irresponsable de datos. Y más datos. Y más. Con sus correspondientes emociones. Galvanizadas.
En la entrada de Paraná llegando tras cruzar el túnel sufluvial, el túnel ya sublimado que separa Paraná y Santa Fe, hay después de una llave gigantesca -idea, poco feliz, de un intendente poco feliz: es, obviamente, la llave de la ciudad...ajá- y antes del horripilante mate de dimensiones monstruosas que construyó el estatizado Museo del Mate, si, al entrar, a mi ciudad, sin tentar los ojos hacia el lejano Canberra al lado de un Pato Sirirí del mismo tamaño que el avión de guerra, puestos en la cima del Parque Urquiza, cortando, de un flechazo cursi, el horizonte y el cielo, si se corre, la vista, para el costado, hay una casa prefabricada. Sitiada por las casas pobres y viejas, resacas del puerto que quiso ser y no fue, al fin al cabo, con la conformación de Argentina Paraná fue capital nacional de la Confederación Argentina pero de la argentina anterior a la actual y por  lo tanto Paraná es una ciudad que aún no fue ceremonial y protocolarmente fundada, y sitiada por una villa miseria que supo de tiempos peores y ahora, despacito pero persistente, ahhhh, los tiempos K, levanta ladrillo por ladrillo la costosa identidad de un barrio; la casa, prefabricada, es una publicidad. De casas prefabricadas. Pero es, aunque prefabricada, una casa de verdad. A la altura de la ventanilla. Justo cuando finaliza la ruta. Y desde abajo, con leve curva, está la opción de remontar la cuesta, por Avenida Ramírez, la más importante, quizás, que recuerda al gran Pancho Ramírez, prócer que tuvo la muy extendida costumbre de traicionar a Artigas, subvirtú nacional de la muy extendida en aquellos tiempos recordados en los manuales de escuela, virtú de traicionar. Pero, Pancho Ramírez supo ser aliado del gran Artigas para fundar este país. Y el paisito que en la otra costa de Entre Ríos, se llama Uruguay. La historia oficial, de desfiles y gravedades en corbata, de Uruguay, es la historia de un testigo arrepentido. La historia cotidiana, la historia de lunes a viernes, del Uruguay, es la historia del exilio. Bordea, Uruguay, a Entre Ríos. En la parte opuesta del bordeo tenue a Santa Fe. Hay ríos dividiendo las fronteras.
Ser aliado y traicionar es imperdonable. Por eso San Martín es irreductible para España. Y por eso, al gran Pancho Ramírez, en Uruguay, no se lo quiere.
Y en lo que hoy se llama Argentina, en su producción primaria de cultura, la que desemboca, naturalmente, por la cuenca literaria similar a la lechera, en el puerto, no es que no se lo quiera, se lo olvida. En Entre Ríos, mérito, del peronismo, se lo quiere. Y se lo recuerda. A Pancho Ramírez.
La casa prefabricada remite a lo puesto, sin naturalidad. Y esa publicidad, aunque ni siquiera recuerdo el nombre de la empresa, tras ver los cartelones una y mil veces, viajando, con la vianda preparada por Maia y un libro en el regazo, de Santa Fe a mi trabajo, en Paraná.
La casa, de a poco, perdió esa condición de prefabricada. Pasó a ser, digamos, natural. Contra toda evidencia narrativa, se las arregló, para agregarse. Medio de colado. Y disolver su sentido estratégico, el de no ser natural. La casita, solitaria, con su césped bien vestido, como con galera, alrededor, había, finalmente, triunfado.
Y el nombre de la empresa es una anécdota, de científica relevancia, que ya he olvidado.
Sucede eso con  la palabra expropiación. O está comenzando a suceder. Ya cualquier intendente tiene a mano el sentido construido para hacer valer el interés de lo público. Y en su abanico de posibilidades, en su caja de herramientas, figura. Con hegemónica independencia de la posición política del intendente de la ciudad ejemplo, ciudad promedio, ciudad imaginaria. Ciudad premisa, término que posibilita pensar, esa curiosa palabra, expropiación, como amenaza, en el sentido legal del término, como premisa. Que no necesita más que estar, por prepotencia teórica, en el menú del día. Está.
Son tiempos, Doña, kirchneristas.
Hermosos y complejos tiempos.
Y tienen esta cosa rara y este agobio que hacen, a veces, olvidar su temible dimensión histórica.