jueves, agosto 28, 2014

Un poste de luz hecho de madera vieja


(Escrito en la navidad del 2008, quedó en el blog República Unida de la Soja que tuve que cerrar por amenazas y presiones políticas. Agradezco a Carolina haberlo guardado.  Y habermelo mandado. Nada más)





El personaje de Julio Cortázar (¿era Rocamadeur? ¿Se escribía así? ¿era Oliveira?) salía por las calles de París, lo mismo hacía La Maga y en algún punto, nunca fijo ni acordado, debían encontrarse. Todas las ciudades son chicas, bien miradas.
Mi hermano me busca en la Casa de Gobierno y tenemos que ir hasta la otra punta de la ciudad, a firmar unos papeles. No agarra por la costanera, y yo voy leyendo el diario, no me doy cuenta. Al tomar por el centro, vamos a paso de hombre, una hilera de autos que parecen hormigas y me dan ganas de bajarme y caminar, siempre es mejor caminar. Pero por la ventanilla, está la gente caminando con bolsas, con paquetes, nadie está solo, todos se acompañan con alguien: pero los acompañantes no acompañan sino que van, también, acompañados. Entran y salen de los negocios llenos. Cruzan la calle por cualquier lado. Les cuelgan de los brazos paquetes. Hay un arpa, un violín en el cielo, una guitarra eléctrica y una batería enloquecida. Nada combina. Y las caras son serias, como concentrados en algo, para mí, indescifrable, y están ansiosos. Y aquella, mirá, tiene novio. Este otro, hace rato que no lo veo. Las caras conocidas, las de siempre. Algún amigo, que no es momento de saludar. Debe andar entre el hormiguero algún pariente. Las mismas calles, ahora distintas: los agentes de tránsito enloquecen, los colectivos se cocinan, los autos gritan con la bocina, todos histéricos, decididos, enfocados en las vidrieras como si estuviese por venir, esta vez sí, el fin del mundo o algo peor: el fin de los aires acondicionados. En los ojos se ve: a todos les aguarda algo importante, una misión urgente, algo impostergable.
Y salimos de la selva, y las calles nuevas, las avenidas lejanas de Paraná están vacías. En el estudio de abogados nos esperan. Llegamos tarde. Los empleados tienen ganas de irse. No encajamos. ¿Desde cuando esta gente siente esa felicidad, qué les pasa, acaso no son abogados?
Sin volver al centro de la ciudad, bordeándola, salimos a Santa Fe. Por la costanera de Santa Fe no hay nadie. En el centro de la ciudad, otra vez lo mismo. Caras suaves, conocidas, vestidos y corbatas, paquetes y bolsas. Los colectivos se cocinan, los autos se sienten viejos. Hay algo distinto, en el aire, y no se qué puede ser.
Toda esa gente, es la que se queja, apunta mi hermano. Tiene razón. Y ahí están, viviendo su pequeño día, su pequeña fiesta, agolpados y con esas ganas inmensas de hacer cola, de desfilar, de vestir uniforme, de seguir la corriente. El edificio donde vivo está vacío. Deben andar, allá en la marea, tratando de conseguir lugar en la fila: los productos de consumo, esa pequeña alegría en cuotas, no se van a acabar. Pero hay gente que cree que sí. Sueña con eso: no llegar tarde. Los empleados de los negocios entran en esa fiebre, se sienten parte, trabajan a destajo y se van, la noche larga, con algo del local: dejan su plusvalía y parten a casa con el trofeo. Una familia los espera para mirarlos orgullosos. Lo han conseguido. Ellos también tienen lo que tiene toda esa gente.
Vamos a dar una vuelta, esquivando el gentío, los barrios que cercan la ciudad pequeña, están desiertos. Pero cuando la ciudad va cambiando de color, en las zonas inundables, hay gente en las veredas. En las esquinas. Pibes sin remera con zapatillas brillantes.El barrio Yapeyú tiene una avenida colorida, con luces de los negocios, sin luces en la calle. Y todos venden toallas. De Spiderman, de los Simpson, Los Palmeras, Batman, Che Guevara, inmensos toallones cuelgan de todos lados, y celulares y chips y CD con películas truchas. La cárcel sigue imponente y quieta. Ahí no hay fiesta, o sí.
Atrás hay una zona sin asentamientos, pasando el Mercado de Abasto y las quintas. Se inunda mucho. Han hecho canales, para que el agua circule. Entre las quintas hay mansiones inmensas: son los dueños de las quintas. Los bolivianos, encerrados en paredes pequeñas, mugrientas, juntan por quince pesos al día los tomatitos que combinados con finas hierbas agridulces mañana serán un bocado en las bocas mojadas de Palermo. Y los tomates más ordinarios que yo compro, también, salen de ahí: a quince pesos el día. Mañana, el 24, a la tarde, correrán a los locutorios, hablarán a Bolivia, a Escobar, a Jujuy, enviarán plata, preguntarán por los hijos, los padres, los nietos nuevos. La parte pequeña de Bolivia, la parte pequeña de Escobar, la parte pequeña de Jujuy.
Hay otra avenida oscura al medio y a los costados las luces de los negocios, en las puertas de las casas hay mesas de saldo. Celulares, cervezas, play station, toallas, chips, CD, cumbia en todos lados. Todos viven su fiesta del consumo. No conozco a nadie, en la acería. En estas calles, no hay caras suaves ni conocidas.
Y después hay que volver, se termina el asfalto. El barrio de los Tobas. Mi hermano daba computación ahí. Hablaban en su idioma. ¿Tendrá su pequeña ciudad, su fiesta del consumo? Seguramente.
Las pintadas hablan de la interna de la UOM, de la CGT. ¿Dónde está la Brigada Marulanda que pinta 80 años sin parar de nacer?
Después volvemos, por la costanera, mientras la gente corre y respira el aire que le dará más años de vida. Se sienten libres, al viento, decididos. Tal vez.
Me deja en la puerta del edificio. Bajo un paquete. Lo subo, nadie en los pasillos, ni una luz en las ventanas. En mi casa prendo las luces, abro el paquete. No tiene ningún MP6, no tengo una nueva camisa, no tengo un toallón con Spiderman ni Angeles y Demonios en un CD trucho. Saco los diarios, la novela de Pablo De Santis, la cerveza de la heladera, un bife a la marinera congelado que sabe como una piedra. Ni un extra de perejil le da vida. Pero es lo que hay. Como en la oscuridad, bocado a bocado, con precisión. Después miro la versión yanque de Nueves Reinas. Mmm. Y después me voy a dormir. Suenan los cuetes de los pibes de la esquina. Es temprano, todavía. La calle está insoportable con los bares en la vereda, las adolescentes rabiosas, la alegría de todos. Pero si me duermo tan temprano me levanto temprano y a la mañana nunca sé que hacer hasta que empiece el día normal. Hasta el mediodía, ese prólogo de la noche que, en estas fechas, se torna insoportable. Me gustaría escribir un buen relato. Pensar que hay algo que nos une, las pequeñas ciudades metidas dentro de cada división geográfica, creer que son lo mismo, que hay algo de verdad en todo esto. Sentirme parte. En todos lados. Sentir alegría, una chispa en los ojos, sentirme un paquete envuelto para regalo. Tener algo nuevo que no deseaba, que me distinga, que me realze. Pensar un año conmigo y eso: verme, al lado de un MP6, una camisa, una tabla de surf, una promesa de playa. Y, bueno, no, no puedo.
Me amargan estas fiestas.
Debe ser alguna neurosis.
Siempre pienso que hay, al costado de la ruta, una estación de servicio tranquila adonde sentarse y esperar. Y siempre hago, igual, lo mismo. Brindar, saludar, decir igualmente. Decidir que ojalá sea verdad ese minuto de felicidad, que lo merecen. Que no puedo arruinarlo. Es algo bueno, que tiene sentido, que puedo hacer: nada. Quedarme sentado, como si fuese uno más. Esperando. Ningún día puede ser tan largo, tan desabrido, tan cierto. Baudrillard consideraría que esto no es una simulación, una falta de respeto a la realidad y la verdad, sino un simulacro, donde todo se disuelve, se funde otra realidad, segura, confiable, un cobijo. Mañana, el 25, el 26, cuando sea, como siempre, será otro día. Igual a todos los otros, por suerte. Volverán los miedos, las desdichas, la frustración, las sonrisas más módicas, los pequeños secretos, la parte que vale, todo eso que somos. Volverán las promesas y las postergaciones, los triunfos y el vacío. La fragilidad de las fiestas nunca se nota, todos los años se reincide. De todos modos, quizás, está bien que sea así.
Hay gente que lo merece, lo sé. Habrá gente que no. Pero ¿qué importancia tiene?

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