miércoles, mayo 26, 2010
martes, mayo 25, 2010
La restauración conservadora
Desde la imagen (y la historia) del Teatro Colón, que narra Gerardo, bien puede entenderse la categoría de Restauración Conservadora, del grupo Carta Abierta, en momentos que, como mide el Escriba, conviene más de Gramsci, poquito menos de Laclau.
A full con la patria, con toda la onda, loco
Ay, chicas, chicas: el Bicentenario. Cosa de machos, sin dudas. Cuando yo era chiquito, ponele, 10 años, iba a un colegio católico, que sólo admitían hombrecitos. Encima, tenía 5 hermanos, todos varones. Y me gustaban Los Pitufos, y como había nomás dos canales -y Alfonsín para ahorrar energía los cortaba cada tanto- miraba también Tincho Carpincho: o sea, no veía una mina ni en figuritas. Porque tenía el álbum de Robotech, para colmo. Llegábamos a la escuela, cagados de frío, con hambre (no había pan: 1988 con el padre de la democracia fue un asco, posta) y nos hacían "formar", tomar distancia como colimbas, en el patio. El viento nos volaba el guardapolvos en la parte donde, jugando a la pelota, se nos descosió un botón. Yo era el primero en la fila, por petiso. Atrás, los altos, podían cagarse de risa y no cantar Aurora, o mejor aún, cambiarle la letra. Yo, chicas, no. Un trauma. La señorita al lado -toda vieja, fea, catolicona, mal cogida- me miraba, y yo cantaba Aurora. Por eso, a mis 32 años, todavía vivo como un adolescente que sólo quiere que las chicas (no tooodas: sólo las lindas, traviesas, atorrantas y artistas) lo quieran y lo mimen, como a un osito de peluche o una vidriera en liquidación. En fin. Aurora es una canción que me trae pésimos recuerdos. Hasta el punto de que, tuve que cantarla tooodas las mañanas, siete y pico de la madrugada, sin poder cantar "un águila se eleva! la bajé con la gomera..."Jo, jo. No, jamás, siempre la letra original, banda de milicos, el cura -mejillas rosaditas- junando, yo sin poder meterme la mano en el bolsillo para hacer tintinear las bolitas, pensando en que no hice la tarea, ay, Aurora, Aurora, cómo te odiaba. Pase a izar la bandera, Carrasco. Risitas, de los del fondo: yo buscaba, como en una cárcel, cagar a piñas a los más grandotes así luego te respetaban. Formábamos, Matías Gaitán y yo, en dos filas, primeros. Jamás reírse. La señorita, bah, la vieja, mirando. Chistando, que a nadie se le escape reírse de la patria, perdón, con mayúsculas. Y del señor. Perdón de nuevo: el Señor. El cura, el milico, el gaucho. Tan lejos del Pitufo Filósofo, del Pitufo Gruñón, ni que hablar de la preciosa y encantadora Pitufina. Con decirte que me enamoré perdidamente de Heidi. Sí, de cuarta. Y quería jugar como Butragueño, como Alzamendi, como Troglio. La Patria es la infancia, no, mejor no. Si la patria es la infancia, estamos jodidos, y ahora hay toda una cosa, de los militantes sobretodo, de tomarse todo en serio, re en serio, posta que muuuy en serio, en fin. Acá digo algo más o menos en serio. Pero, ay, Aurora, ¿era necesario el padrenuestro, el invierno en la cara, los botones descosidos, tomar distancia, cantar un águila guerrera, ignorar la cándida presencia de personas con perfume Mujercitas? No. Posta que no. Mis compañeros de la escuela Don Bosco se hicieron jineteros, gigolós, cafiolos, sacerdotes, streeps, modelots de llamá al 2020, promotores de viajes a Bariloche, mozos de Cocodrilo, blogueros Nac & Pop, Guardavidas en playas, marineros en medio oriente, en fin, todas las profesiones que atraen mujeres a lo loco, y sabés qué, además, de vez en cuando, a solas, con una botella, cantan Aurora. Pero con la letra cambiada. Y yo acá, más sólo que artiguista en el teatro Colón.
Después me preguntan porqué bebo.
Tevez
Leonel Messi por Pastore, Verón más sobre la punta. Sobretodo en la primera ronda. Y ganamos en el 2010 y en el 2011, no, Gerardo?
lunes, mayo 24, 2010
La distribución del ingreso
Anoche me guardé el atado de cigarrillos y me abroché la campera. Hacía frío por la esquina de mi casa. Se rompió el foco. Caminé dos cuadras, hay un bar donde a veces me siento. Había tres parejas. Una, se notaba, recién se conocían. El tipo tanteaba, la mina se reía, como una boluda. Si habré estado, también, algunas veces, así, con la espalda como si tal cosa. Otra pareja ya no hablaba. Seguramente, años atrás, se reían y conversaban. Ahora intercambian análisis financieros y electrodomésticos en cuotas. Salí a fumar un cigarrillo. Sin ganas de tomar más cerveza, y sin ganas de irme a mi casa. La humedad dejó las veredas pegoteadas. Las camisas, colgadas en los balcones, no se secan.
Me siento un rato en la plaza. El banco está frío. Enfrente hay un nene de no más de tres años. Tiene un chupetín, se mancha el buzo. La mamá lo limpia. El papá le patea una pelota.
En este mismo momento debe haber un chico que quiere invitar a la compañera de la facultad a algún lado y no tiene plata.
Habrá quienes trabajan de mozo y a fin de mes nadie te da propina.
Estará la mina que prefiere el chico del auto al gracioso del grupo. Y en otro lugar, capaz que por acá cerca, es probable que alguien fanfarronee sobre un pasado glorioso. Así funciona. Algunos tienen, otros no tienen. Y las calles están listas, en este barrio seguro, para que las parejas consuman como excusa, como modalidad social, como si nada.
Siempre están los que quedan afuera.
Esos también ven las publicidades de jabón en polvo por la tele. También se enamoran con la reedición anual de Casablanca. Y sueñan y viajan soñando con que son otros, con que te dan un beso, con que el tiempo se vuelve quieto.
Las minas que buscan ofertas en las ferias, los pibes que se juntan en la esquina. Se inventan oportunidades perdidas como para tener el lujito de la nostalgia. Los que pasillean hospitales de niños. Los que se sientan en el cordón de la vereda. Ese que cuida coches en la puerta del boliche, desarrolla el músculo de la astucia, de la sobrevivencia: a los 20 años va a estar muy enojado, y despojado de pasado. El que vende hamburguesas en el carribar. También se enamoran, se desesperan, se van amansando. Sueñan al pedo. Es duro saberlo, pero se aprende: no tienen adolescencia ni la oportunidad de equivocarse. Sueñan completamente al pedo.
Limpian casas de familia, pero esas chicas también tienen familias. Juntan la basura orgánica de otros, pero esos chicos también sacan la basura de sus casas. A ninguna parte.
Y reparten pizzas, arreglan cerraduras, amontonan cajas de supermercado, y también quieren comprar en cuotas, ir al cine a ver el último bodrio, abrazar a la mina de la esquina en una vidriera del shoping, que de lunes a viernes sea domingo, que la costanera se llene de luces, que el río tenga carabelas, un gol entre vinchas y garrapiñadas. Con timbales sonando y zapatillas de marca, bailando. Una moto para ir a laburar, un juguete para el pibe, tampones, aceite en aerosol, un lavarropas, sueños así, modestos. Un viaje a Carlos Paz. Un celular con cámara de fotos. La entrada para Leo Matiolli.
Ojalá no hubiera enamorados ABC1 y enamorados de segunda clase. Ojalá no hubiera príncipes azules que pasan los viernes a la noche y frenan en la esquina, donde los pibes garronean cajas de vino, para preguntarles donde vive Jimena. Ojalá las princesas desencantadas que sólo quieren mudarse de barrio no tuvieran verguenza de hacer cola en la Anses, ojalá optaran como en las telenovelas, ojalá no fuera tan cierta la humillación.
Ojalá se supiera que muchos se hacen milicos o canas para poder sacar a la mina que aman a comprar copos de nieve en las plazas todos los domingos de la vida.
Y en colectivo viajan a Misiones y hacen cálculos que con un quilo compran una casa usada del Fonavi. Y caen presos de la Gendarmería. Y el sueño se acaba.
O sigue, en talleres mecánicos, como cadete de la despensa, ayudante de albañil, vendiendo turrones en los micros soñando con algún día ser empleado municipal. Muchos sueños se consumen así. Muchos se desesperan. Los sábados a la noche las comisarías están llenas de enamorados frustrados, los hospitales están llenos de jóvenes desesperados, las esquinas se pueblan de pibes que comparten una hermandad frágil pero casi única. Los padres quedan impotentes para siempre, las madres piden audiencia con el concejal. Y afuera, todo es afuera. Cuando no tenés nada cada puerta tiene cerradura, cada boliche un patovica, cada heladería un cartel con derecho de admisión. Menos vos, cada pibe bien vestido tiene una mina de adorno. Quizás, esa mina, sea tu hermana menor. O la chica que te dio un beso en la escuela primaria. Hoy se va con otro, con otros, con todos los otros que quisiste ser y no te salió. Fracasaste. No tenés zapatos ni esa suficiencia que te da la tarjeta de débito.
En mi casa pongo algo de jazz, no tan fuerte para que no joda el vecino. El camión de la basura dobla donde se quemó el foco. Otra noche que me olvido de sacar la basura. Recaliento una boga a la parrilla. Mañana juega argentina contra Grecia. Destapo un vino.
Mañana será otro día.
Las pasiones políticas
Me han querido cagar a trompadas más de una vez y también, una vez, en Trelew, una moza me dio un beso, dejó el delantal y se fue conmigo hasta Puerto Madryn y volví después de un día larguísimo y varias noches cortas, tan cortas como fugaces. En una asamblea me dijeron de todo antes de expulsarme, en otra me dijeron mal la hora para dejarme afuera, y casi lo reviento, otra vez, a Marcelo cuando en Rosario, tomando una ginebra con dos aguerridas veinteañeras del PC, me fui a mear detrás del monumento y él me robó la más linda; me quedó de saldo la más combativa, pero a los 19 años qué te importan esas cosas. A los 19 años unas buenas tetas valen más que un puño aguerrido, no jodamos.
Corrí de los gases y me refugié en el viejo edificio de la UBA. En Jujuy hice dedo para encontrar a la dirigente de la CTA que hoy hace furor. Me metí en los laberintos de las grutas de Río Negro para rosquear cargos estudiantiles y me fui de mambo, una vez en La Paz, y pueteé a todo el mundo. El vino y el pescado, los asados y los bares con cervezas, cuando me dejaron a pata en Bariloche y cuando hice reír a todos en Misiones. Empecé a hacer chistes bastante hirientes, después sí pude hablar en serio. Como esa vez que en una charla entre futuros antropólogos confesé que no sabía un pomo del tema por el que me habían invitado.
A veces, antes, se me ocurría que todo podía, en el fondo, ser estúpido. Inútil. Convenía que no me rajen del laburo, tocar las dos campanas y vender un periodismo en el que nunca creí. Debí no haberme peleado con algunos amigos, aún al costo de no ir teniendo nuevos amigos. Una mejor relación con tías estúpidas y primos medio nabos. Debí haber creído que el mundo entero que es tu barrio en ciertas ocasiones no se divide tanto. Y no hacer la adolescencia, esa especie de colimba del posmodernismo, con el boom latinoamericano y Ernesto Cardenal. Las imposturitas de Cortázar, la prematura nostalgia, los trenes que tomó Henry Miller. No sé si hubiera sido distinto, si ya no tenía este espíritu de polémica en los genes, y la política, las pasiones que despierta, son posteriores. Es la discusión del huevo y la gallina, que sólo tiene sentido paradojal si uno es ateo militante.
Pero conversé con la de la despensa, estiré los pies sobre el escritorio de un ministerio, llamé por teléfono para conseguir pensiones, escuché a Hugo Chávez lagrimeando como un boludo, fui y volví y cambié y seguí siendo el mismo, escuché a Gilberto Gil con otra mirada, me reí y me amargué y pataleé y más de una vez me inventé héroe con epopeyas de otros. Después de todo, así son las cosas. Entre picardías y decepciones.
Hay gente que va en un colectivo mirando por la ventana pensando las variables duras que condicionan los cambios sociales, y otros que venden alfajores en los micros. Hay mujeres que esperan un héroe en las terminales y otros que sueñan con una mujer en cada puerto. Con conflictos, idas y vueltas, a veces me parece que todo más o menos funciona bien. Convivimos socialmente, qué se yo, en algún punto funciona.
Si llegamos a creer que la caída de los grandes relatos y el debilitamiento del estado/nación nos volvía extraños en el universo simbólico de ideas en que nos movíamos como pez en el agua esquivando el mundo salvaje que hay debajo de los mares, y después resucitamos viejos anhelos nacionales y populares, y en ese recorrido conocimos el sabor amargo de la traición, la implacable presencia de lo fútil, algún sentido debería recogerse. Un homenaje a las pasiones, por lo menos. Lástima que no me sale, del todo. Ni sé qué quiero decir. Una vez conocí a una vieja que guardaba en un poblado de tierra árida los viejos recortes de La Protesta que recordaban la campaña de solidaridad para que su papá saliera de la cárcel. Algunos tenemos, aún minorías, que poder entender esas cosas. Mientras sigue la vida mansa y vecinal de las mayorías. No es que seamos mejores, eso no.
Hay algo raro. A medida que pasan los cumpleaños, uno va aprendiendo muchas cosas, entre otras, buenos modales que van minimizando las pasiones. Entonces los sueños por los cuales uno leyó a Marx y Galasso, a Gramsci y Cooke, a Giles Deleuze y Horacio González; y por los cuales siguió la trayectoria de Mariátegui como si fuera una película, los escritos de Aldo Ferrer como un Plan B, las caídas de Guevara y las pesadillas camboyanas, todo eso, que es tanto y nunca termina ni cierra ni concluye, va quedando en sus aspectos emocionales como debajo de la alfombra donde caminamos. Y sabemos más de rosca, de tácticas, de diagramas. Los buenos modales, tan necesarios. Tan oportunos. Miramos atrás y aprendemos. Pero no deja de ser algo raro. Y en el fondo, quizás, equivocado.
No sé si da para olvidarse de eso.
Capaz que como homenaje al tipo más puro que quise ser, vale la pena tenerlo en cuenta, de vez en cuando, a eso: uno puede estar equivocado.
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