Cuando vuelvo en el tren es de mañana. Los días que conozco el viento y el sol de la mañana. Con gente que lee el diario, van al trabajo. Es probable que la señora que está sentada al lado mio, con celular barato, como el mío, trabaje
"en casa de familia". Les dicen así, con decoro. Del otro lado, las llaman
la mujer que trabaja en casa, o la
empleada,
la que limpia. Así. Con, también, decoro.
No es poca cosa. Gente que se aburre pero conserva el decoro.
El rengo me dice que la gente que viaja en tren no mira la ventanilla, sino que va mirando el pasado.
Anoche era una cena o algo así, yo venía de tomarme medio bar con Pablo Ferreyra, mi amigo. Se cumplía un mes del estúpido asesinato del hermano, Mariano. Qué absurdo, qué tonto todo. Otra tarde que nos tomamos medio bar. Bah, en rigor, soy yo el que siempre llama al mozo, y siempre está atardeciendo. No sé porqué. Capaz que porque termina la jornada, porque uno dispone de la ilusión de disponer del tiempo, capaz que por eso, pero atardece. Entonces después vamos a la casa. Unas amigas de él y su mujer. Casi todas becarias del Conicet. Sociólogas. Carrasco dice que hay que cerrar el Conicet y devolverme esa plata a los formoseños. Alta discusión, comiquísima (imaginen la escena: un borracho, abrazado al peral, versus las científicas, todas, claro, con trenzas y ojeras) Extremar los razonamientos es muy divertido. Al rato ya proponía cerrar la UBA y todas las carreras de ciencias sociales. Dejar, nomás, a los que hacen ciencia. Para la oligarquía, como el INTA. O mudar el Conicet a Río Negro, a Jujuy, al norte, donde hace falta.
Uno que, por esas cosas de la noche, le dio con todo a Diego Tognetti, que no se llama, cierto, Diego. Hice una acérrima defensa, muy divertida, además. Entre otras cosas porque el flaco me detesta. Tomé whisky. Conversé por teléfono con Artemio, ni me acuerdo de qué. La otra mañana, volvía en el tren, pasaba por un baldío. Me acordaba. Cuando era chiquito armábamos casas en los baldíos, con ramas y chapas que robábamos de la basura, y le hacíamos como un alambrado de cañas, al rancho. Una vez nos robamos un caballo, le hicimos un corral, en el baldío de a la vuelta de casa, calle de tierra, en Paraná. Arriba de un árbol hicimos una casita, resistente. Para mirar al caballo. Eran las vacaciones de invierno. Sebastián tenía una revista pornográfica, que escondía debajo de la almohada. Y la llevaba al baldío. La habíamos robado de un quiosco cerrado en la peatonal. San Martín, así se llaman todas las peatonales del país, menos acá, donde ahora, escribo esto. Lavalle fue un hijo de puta. Y Florida hasta donde sé es una ciudad en los Estados Unidos. Rompimos el vidrio y sacamos la revista, salimos corriendo. La peatonal estaba muda, a la siesta, un domingo. Teníamos ojotas y pantalones cortos, nos atábamos la remera en la cabeza. En dos meses cumplo 33 años. Cuando anoche volví me sentía mal. Que el mundo es una mierda. Yo, básicamente, también. Las ideas por las que peleé nunca van a soportar un muerto. Un crimen. Un asesinato, como el de Mariano. La puta madre.
Cada vez que nos juntamos en el mismo lugar, lo llamo a Pablo para preguntarle la dirección. Una vez, vivía con Maia y la llamé por teléfono, porque había ido al supermercado -a comprarme fernet- y me había perdido. Me dijo, caminá hasta la esquina, doblá media cuadra, y estás en tu casa, querido. Con una paciencia. Un amor. Desde esos días que la noche se hace interminable, a veces triste, la mayoría de las veces, en cambio, esta carcajada. Podría ser mejor tipo. Supongo. Me da pena, una pena grande, haber herido tantas personas. Esta querella, la mesa tendida, comiendo solo, con la computadora. Se viene la siesta pero recién me levanto. Tengo que escribir unos mil caracteres, para pagar el alquiler. No tengo ganas. Cuando tenía 20 años -Agustina me hace acordar mucho a eso- tenía plena conciencia de tener 20 años, de lo irrepetible, de la densidad idiota del tiempo. No sé si todos se dan este lujo de saber la finitud, la ausencia de plenitud que trae, la constancia torpe de saberse sin dormir la siesta, sin correr a lo loco, más bien un poco manso, pero sacado. Todo el tiempo. Como pegándole trompadas al viento, así de inútil, casi todo. Vendrá algún día el momento en que el cuerpo esté vencido, que tire la toalla. Mientras tanto. O quizás ese día. El provocador que fui, amigos, sólo buscaba un beso. De la chica más linda del mundo. Y la becaria del Conicet, anoche, me mandó a la mierda. Qué lindo es, qué placer, que te manden a la mierda. Quizás debería haber un día en que todos, jefes y empleados, enamorados y solitarios, tiernos y duros, tontos y vivos, nos mandemos, sin sutilidad ni buenas intenciones, a la mismísima mierda. Sería un día glorioso. De barricada. De calles encendidas, de bares emocionales. Un día total, de la pavada. Un día perfecto. Sin arrepentimiento. Un día glorioso, un día peronista. Sin culpa. Ni cariño. Porque tenemos que endurecernos, sin perder la ternura. Jamás. Comandante.
Estaba muy rico, Cabezón, el asado. Voy a tomarme una caipirinha. No voy a dormir la siesta. Voy a escribir una cosa furiosa. En lo posible, triste. No puedo sacarme de la cabeza que hace un mes. Sólo un mes. Son 30 días, los días largos en que la gente espera en el cajero. Los días que pasan, nada más. Solo que la siesta se puebla de sombras. Y es todo tan, no sé, tan absurdo.
Tan absurdo.