1) Cenó con la embajadora de los Estados Unidos para pasarle datos en torno a su conocida paranoia contra la izquierda argentina. Reconoce esto.
2) Como si se tratara de un encuentro de espionaje, no cuenta quiénes fueron sus comensales argentinos.
3) Debilita la gravedad de su frívolo cipayismo con inverosímiles afirmaciones en torno a que cenó con otros embajadores (vamos, Pepe, dejá de chamuyar) y de gran amplitud ideológica. Verso.
4) Les pega por mediocres a los funcionarios de la embajada yanqui; obviamente, se trata de otra proyección de ese gigantismo ególatra, pero también, la posturita equidistante que a esta altura, también, es inverosímil.
5) Avala el relato duro de la derecha norteamericana (ni que hablar de la prepotencia, estupidez e ilegalidad de toda esta operación de inteligencia), que se expresa en el Pentágono, tratando al poder blando de la diplomacia como unos bananas. El Tea Party, agradecido.
6) Después de esto, en un arranque ya chistoso, pretende correr por izquierda al gobierno, tratándolo de pro norteamericano. Cómo estamos hoy, eh.
7) Reconocerse buchón de los Estados Unidos (bueno sería saber cuánto se cobra por esos servicios, o si se hace sólo para que te paguen una cena; qué flojo), relativizarlo afirmándose buchón de varios países del globo (je, mierda que eras importante, che) para luego ningunear al que te garpa -ni más ni menos que la embajadora yanqui- como estrategia para volverse creíble y minimizar (como quiere la embajada) el episodio del espionaje y los alcahuetes internos, es hábil. Sería honesto si se mostraran las facturas y el nombre del resto de los buchones. Porque, de este modo, sabríamos quiénes y porqué, cuando hablan, hablan al servicio de la embajada de los EEUU.
8) Aún no terminé la nota, y espero no decepcionarme: ahora tiene que venir la parte donde se victimiza. Yo creo que la embajada yanqui debería pagarles un psiquiatra a sus buchones, y mandar los informes a los EEUU.
9) No, no se victimiza (todavía). Me has decepcionado, che. Mal. Si cuando operás para la embajada yanqui te ponés vos mismo como la noticia, es de cajón que luego, debés victimizarte. Hacerte el perseguido. Pucheritos, lloriqueos, miedo, querido, mucho miedo. Sino, guarda, que por ahí siguen prefiriendo a Morales Solá.
Uno intenta encontrarle la vuelta pero lo consigue hasta ahí, no del todo. Y termina convenciéndose, otra vez, de que nunca debe perderse la capacidad de asombro. Nunca.
Lo que sucede en Argentina con las “revelaciones” de Wikileaks, al menos por el tratamiento de los medios de comunicación opositores, es, a juicio del firmante, de un volumen de imbecilidad probablemente jamás visto.
El peronismo federal, al servicio de la comunidad, parece desmoronarse.
Ya antes de la muerte de Néstor venía un poco deshilachado. Por el crecimiento paulatino entonces, a los saltos de garrocha luego, del kirchnerismo.
La muerte de Néstor, según analistas fáciles, pulveriza la razón de ser de esta variante derechista del peronismo. Yo no estaría tan seguro. Subyace en esa conclusión la tesis de la nadería del peronismo: como es todo, es nada, en síntesis. Tesis que, por contraposición, considera al otro gran partido político argentino, el radicalismo, como también solamente -aunque con más elegancia, glamour y estilo- una forma; republicana, en este caso, institucionalista y demás, por encima de los planteos ideológicos. Ni el medio es el mensaje ni la forma es el contenido, pero algo de eso siempre hay, querido.
En el año 2007 todos sabían que ganaba Cristina. Ese saber, más vale, disciplina. No sólo en el peronismo: fue ese saber el que llevó a Graciela Fernández Meijide, Jorge Lanata y Hermes Binner a ser delarruistas de la primera y segunda hora. En el 2007, Alberto Rodríguez Saá, con casi el 10% de los votos, fue candidato a presidente, con Héctor Maya, de Gualeguaychú, como candidato a vice. Ganó, no tan previsiblemente, en San Luis. Ganó, también, varias ciudades.
Puede que el peronismo federal, al servicio de la comunidad, no encuentre candidato todavía. Y que su principal staff sea conformado por quienes saben que dentro del kirchnerismo no tienen lugar (Felipe Solá, Busti, Romero, Puerta, Morales Solá, Rodríguez Saá, Héctor Magnetto) pero conviene prestar atención a las bases, reales, ideológicas, que efectivamente tiene.
El menemismo no pasó en vano.
Hay una herencia, una continuidad.
Si el peronismo federal, al servicio de la comunidad, lleva como candidato al federalismo Mauricio Macri (el hombre que hace pucheritos porque el resto del país se niega a financiar una policía para recoleta) o no, si va Reutemann, el estadista de la duda, es secundario.
Ya encontrará su cauce ese caudal electoral.
El mito de la "unidad" del peronismo funciona como legitimación del libro de pases, para un lado y para el otro. Para "unirse" tanto como para desunirse.
Hay que hacerlo con épica. No tan de verdad. Sin dejar de reírse. Pero con épica. Hay algo, ahí, en esa manera tierna de reírse, de tomarse las cosas a la ligera. Sin perder, decía el Che, la ternura, jamás. Esta canción la mandó Enrique, de Salta. Dice, no tengo miedo al invierno. Yo la tocaba, a esa canción, con mi profesora de guitarra, tenía 7 años, en calle Misiones, en Paraná, casi Andrés Pazos, que fue el primer intendente de la ciudad, Andrés Pazos. No era cierto. Tenía miedo al invierno, tenía asma. Me ponían inyecciones. Una enfermera, una vecina. Después, a los 13 años, con esa vecina. Je.
Ya era, se decía en mi barrio, un hombre. Se llamaba Raquel. Recién entonces. Aunque, no. Era un pibe. Un pibito. Pero qué agrandado, al otro día, me sentía. Medía más que ahora, una bocha: como un metro setenta.
Aunque en esos años te creés inmortal, y yo era el único boludo del barrio que pensaba en la muerte, la finitud, las cosas esas que de grande te atormentan. Supongo que por el asma. O las enfermedades. Las tardes que leía, tirado en la cama. Pero el olvido, sí, o a veces, es negro y ancho, el olvido. Y capaz que somos la suma de todos los olvidos. Lo ancho del olvido es la extensión, y el recorrido, la distancia para atravesar el olvido, como toda distancia, es tiempo. Una ecuación así: el tiempo es la distancia. El olvido es, entonces, también, la distancia. Y si camino una cuadra en tres minutos, un olvido ancho y negro son 25 cuadras en la villa 31. Pero qué lindo cuando una vez, bajo el sol del mediodía, le di un beso a Carolina. En una plaza de San Benito, donde mi mamá daba clases, yo iba a primer año. La llevé a la plaza, detrás de la escuela. Nos escondimos, ella con guardapolvo, yo con un jeans y camisa, detrás de los árboles, porque pasaba el padre. Y la abracé y la besé. Qué será, de ese verano en que me amabas, una semana, qué será de Carolina, no sé. Debe tener varios hijos, vivir, por ahí, en el campo. Donde estaba la escuela. Ese destino tan crudo, pintando a inexorable, a mí, esas cosas, siendo pendejo, ya me dolían.
Iba desde Paraná en colectivo. A la escuela. Pasaba por los campos. Las casas. Mis compañeros querían irse a Paraná. Yo quería, a los 13 años, irme en una nube, recorrer la historia, atravesar el tiempo, conocer Mongolia. Está entre China y Rusia, Mongolia. Leía, de pibe, novelas. En la cama. Y soñaba un montón de vidas que iba a hacer. Y no hice.
A veces, se me ocurre, el asma me ayudó. La sensación de saberse finito, te da esta cosa. No sé. Un plus. Cuando no podés respirar, que se corta el pecho con una navaja, que todo es gris, que ese segundo, que te desesperás, la vida, al otro día, te paga un aguinaldo. Y te vas de vacaciones con la cabeza, soñando mundos que sean lindos, donde no herís a nadie, para que me quieran.
Hay que hacerlo con épica.
Siempre falto a las reuniones de mis compañeros de la secundaria. Hay como un concurso, no sé, de triunfos. Y envejecen, callados, turbios, pero disimulados, yo quiero seguir teniendo 19 años. Me chupa un huevo ya, a esta poca altura, quedar mal. Me apena lo que perdí, la audacia que me falta, los días que agaché la cabeza, las batallas que no dí. Por lo demás.
Tengo un gato.
Cuando atardece y tomo vino, hay días como hoy, me siento en la computadora. Quiero escribir una cosa. Me sale otra.
Me vuelven amarillas las hojas de la máquina de escribir.
Tenía miedo al invierno.
Supongo que a nadie le importa. Quería hablar de otra cosa. Pero sale así. Llevo un tiempo convencido de que hay que darle, como si fuera una pelea de box, a las teclas. Para nada. No esperar mucho. Ni poco. A veces se te ríen. A veces uno siente que lo hace por la memoria. Por ese olvido ancho y extenso. Del que, ni conmigo mismo, hablo. Capaz que somos el olvido y los secretos. Hay veces que pienso en que mi viejo estaría orgulloso de mí, otras que me imagino en la cornisa con Nahuel, triste, solitario y final. Carolina debe estar en ese pueblo, con varios hijos, un marido, ojalá tenga televisión por cable. Te escribí unas cartas, no sé dónde estarán, Carolina. No te las dí. Murieron en algún lugar. Tantas mudanzas. El sol se ponía alegre en esos atardeceres de ruta. Sabés una cosa, yo me soñaba algo así, cuando sea viejo,como ahora. Matizadamente, claro. Perdí la ingenuidad mucho después que la virginidad. Y, te cuento, me duele. Más que la contractura de la espalda, sobre el omóplato, a veces, no sé. Yo quería ser un buen tipo.
Las cosas fueron y no fueron como las pensaba.
Así es el tiempo.
Me acuerdo que en el reloj Cu cú de Cordoba me senté, una vez, con una piba. Terminábamos juntos la adolescencia. Recién, tres días, antes, nos conocíamos, y habíamos dado la vuelta al mundo de la intensidad y teníamos miedos y tantas, bah, algunas esperanzas. Miedos clase B, miedos obreros, de a pie. Pero cómo te asustaban esos miedos, cómo nos devoraban.
Me dijiste:
-Hace tres días que te conozco, pero siento que te quiero y que no nos vamos a volver a ver.
Tenía, en el bolso, La Revolución en bicicleta, lo estaba leyendo. El anarquista que me lo prestó, je, días después de Nahuel, abrió la garrafa de gas y mandó todo a la mierda. Qué pasaba, no sé. Nos miraban las viejas del barrio. Nos cuidaban. Chicos, ustedes -los que quedábamos- ustedes, no. La muerte es eso que te hacen sentir: que vos te quedás, que es absurdo, pero ahí estás. Remando.
Me gustan las causas perdidas.
Capaz que porque estoy loco, o porque soy eso. Me gusta pensar en que los que duermen sobre calle Alem van a tener un buen vino esta noche. Y mansiones y orgías y una familia que te abrace al otro día. Le contesté, hace casi 12 años, frente al reloj Cu cú:
-Yo también. Por eso no tenemos que volvernos a ver.
No se enojó. Me dio un beso. En la mejilla. Después un beso largo, húmedo, profundo. Sonó el Cu cú, o no, pero cuando me acuerdo el pájaro boludo salía y chillaba. Nunca más la volví a ver.
No sé bien, Anabel, cuáles cosas son ciertas. Pero hay que hacerlas con épica. Y alegría. Que cuando la historia nos coma sepamos que la larga risa de todos estos años tuvo sentido. Y épica.
Que hoy le alegramos el domingo a un puñado de personas que aman este cauce loco de la historia, esta anomalía, esta continuidad de la rebeldía. Yo, en serio, soy parte, de eso: también me alegré.
Y ahora destapo un vino.
Dice Pino Solanas, diputado por la Sociedad Rural:
—José Pablo Feinmann, como la mayoría de los intelectuales kirchneristas, critica al Perón de 1973-1975. ¿Hay dos peronismos, el de izquierda que critica al último Perón y el peronismo más clásico de la marcha y los sindicatos?
—Hay tantas interpretaciones de Perón como peronistas. No voy a criticar el libro de Feinmann. Es un escritor talentoso, una persona de bien. Las interpretaciones que hace del peronismo son realizadas desde afuera, muy superfluas. Como historiador, hay una enorme debilidad con poco conocimiento. Bien diría Horacio González del libro de Feinmann sobre Perón que no se sabe dónde está el límite entre la novela y la realidad. Perón diría que la única verdad es la realidad, y en estos libros, o en estas posiciones, a veces hay muy poco conocimiento de la realidad.
La gente no puede ser tan pelotuda. Los niños, obvio, saben que Papá Noel no existe. Pero se lo callan. Suben al dormitorio y se cagan de risa de los adultos. Interesados. Por los regalos. Malditos niños. Habría que regalarles a todos útiles escolares y manuales de biología. Para que lean en verano. Odio las navidades. Cuando era chico me gustaban, más vale. A los niños les gustan las navidades, a pesar de lo pavote que se ponen los adultos. Por las ofertas. Comiéndose el aguinaldo. Y el colesterol. Vengo de Saladillo. A noche estaba en un boliche en el medio del campo. Odio el campo, también. Las vacas, re al pedo,comiendo todo el día. Caminando dos pasos. Ignorantes de su destino finito, inexorable, como bife de chorizo. Si supiera, pobre vaca. Que la servirán con rúcula, esa grasada, en Palermo. Y medio aguinaldo, con un mozo, pelado, que cuandole pedís algo contesta "dale". Boludo, conjugá los verbos. Va a terminar, la vaca, como latita de picadillo, en un picnic aburridísimo, en la costanera, de La Paz. Hay en esa costanera una escultura, por dios, la cosa más fea que he visto en mi vida, después de mi ex mujer desnuda. Ayer lo vi a Dalmiro Sáenz, qué escritor, tan fino. E hijo de puta. Llego a casa, cansado, ni un vaso limpio. Renuncio. Quiero a mi mamá. El CD de Cacho Castaña está al lado del de Mozart. Pongo a Cacho Castaña. Atardece, esa hora que puso dios para que reflexionemos sobre lo patética que es la existencia. Debí haber nacido vaca, o pasto. Anoche, en el boliche, rodeado de campo, o sea de bichos, enfermedades, ausencia de cloacas, sin señal en el celular, con pájaros que te rompen las bolas, paisanos borrachos, adolescentes que no conocen a Esteban Schmidt, vacas gordas y aburridas que paran de comer sólo para dormir, porque las vacas comen pasto hasta cuando las garcha el toro, no hay coca, quiero fernet solo, Carrasco hace caracoe de un tema de Gilda, esto es cualquier cosa, me quiero volver, a Paraná, necesito un bar decente, un cine, el río, las chicas andando en patines, susurrando ahí está Carrasco, todas timiditas, soñando, siempre, con volverse putonas y locas y enfiestadas y el sueño dura un orgasmo, se maquillan y van a misa y miran el jardín recién cortadas las flores que los guachos de la esquina hacen como té y te clavás uno de floripondio y te quiero ver, las chicas miran el jardín, la tarde, el marido que vuelve de meterles los cuernos, y ay, qué lindo, la vida soñada. En pocos días hacen un arbolito, feo, con soplillos, aguinaldo y comida pesada, comida tonta, como turrones, y sidra, algún champagne, el que inventó la sidra se estaba cagando de risa de nosotros, sabelo.
Odio las navidades.
Me voy al cumpleaños de Gerardo Fernández.
Y va a arrasar, seguramente. Es, sin dudas, la operación más boluda de todas las imaginables.
Por favor, qué cierre el año, que todavía faltan casi 20 días y la de papelones que se pueden idear ahí.
Basta, apaguemos la luz, Leuco, te superaron. Y no era fácil.
Más allá de la gravedad, ¿cuál es la operación más boluda del año?