lunes, marzo 07, 2011
¿Twitter es una mierda?
Ayer le ayudé a Anabel Cherubito a cerrar su cuenta de Twitter. Es algo bastante fácil, pero por alguna razón, no le salía.
La razón, entre otras, para cerrarla, es no tener que aguantar una sarta de imbéciles que a diario la insultan.
A menor escala, yo también tengo diariamente un grupito de boludos (no sé porqué, esta tendencia al idiotismo es mayoritariamente masculina) que a diario tienen lo que suponen algún importante agravio que dedicarme.
Yo estoy acostumbrado a los insultos, puedo divertirme con una chicana inteligente y la verdad, todo me chupa un huevo. A veces y con alguno me enojo de verdad, pero ya casi que no. Se puede discutir inteligentemente, se puede apelar a la ironía -ese lujo de la inteligencia- o se puede caer en ese decadentismo que permiten las redes sociales.
Porque, y también en menor escala, recibo elogios, las más de las veces, desmesurados. En tanto se trata de gente que no me conoce.
Twitter, a diferencia de otras redes sociales, está diseñada de tal manera que la agresión formen parte estructural de su contenido. Lo cual puede ser muy divertido
No es que las personas se muestran tal cual son -esa ingenuidad epistemológica es una berretada que ni vale la pena discutir- y la prueba es que la cuenta de Cristina Fernández no muestra, precisamente, a quien para mí es la mejor presidenta del último medio siglo. Otro caso, por ejemplo, es el de Hugo Chávez, la rebeldía encarnada de la dignidad latinoamericana da, en su cuenta de twitter, pena.
La mayoría de las personas que tienen muchos seguidores, obviamente no lee a nadie y le chupa un huevo lo que opinen 25 mil personas que desconoce. Así que sólo revisa los mensajes directos y la mayoría de las veces, ni eso, se fija en qué usuarios le interesan (por el motivo que sea, el más común es porque lo conoce personalmente) y sólo a ese le responde.
Pero sin embargo, siguen llegando "seguidores".
No todos tenemos algo que decir que justifique el silencio. Otros, como yo, somos caraduras, y de nerviosos nomás no soportamos el vacío del silencio.
Es curioso Twitter porque uno se imagina un montón de masturbados sintiéndose cerca de, por ejemplo, Mónica Ayos, por seguirla -si es que tiene cuenta y dice algo, la verdad, no sé- en una red social. Una cercanía que además de masturbatoria es ficticia y hasta, perdón por decirlo, peyorativa de quien se la cree.
Una red social no es un medio de comunicación, aunque en la fábula que se vendió en la argentina sobre la campaña de Obama, muchos compradores de verdura en el ámbito político abrieron su respectiva cuenta de Twitter sin saber muy bien para qué, porqué ni con qué utilidad.
Presuponer que los 200 mil, que siguen a la presidenta leen lo que dice en su TL es no entender nada. La verdad es que no lo leen más que 15 o 20 personas, y lo hacen por razones profesionales: periodistas y funcionarios.
Hoy es Twitter, mañana es otra cosa. Ninguna idea compleja puede escribirse en 140 caracteres si el lector no conoce trayectorias y tiene un nivel de lectura posible.
Por ejemplo, un lector asiduo de este blog, entenderá una cosa, que no es la misma que un puñado de cuentas que desconozco a las que les aparecerá el título del post y un link y me discutirán el título, porque no están preparados para leer más de 140 caracteres, sí para impugnarlo o darme la razón. Es casi lo mismo.
Mientras tanto, las mayorías mundiales, sudamericanas, nacionales, provinciales, barriales o no más de la cuadra de mi casa seguirán viviendo lo más panchas sin que les importe un carajo lo que yo estoy escribiendo. Y está bien que así sea.
La reconfiguración de una ajenación de nuevo tipo -ya no como mera generadora de plusvalía- que se expresa en la virtualidad tiene, me parece, tres características principales:
1) La nueva fuerza que adquiere la negación de que el medio es el mensaje (por decirlo rápido).
2) La modificación espacio/temporal que opera como reforzamiento de la espectacularización de la cotidianeidad.
3) Los anti neoluditas -que no son su superación, sino su contracara espejada- que festejan circularmente los "nuevos canales, horizontales y directos" de comunicación. Esta circularidad se refuerza y autotrófogamente están sembrando el germen de su propia destruccción. La Autotrofagia es Antropogagia, la ausencia de crítica sistémica más que inaugurar el banquete de Platón tienda la mesa para una fiesta caníbal.
O dicho en castellano: Twitter es una mierda.
Por eso, como decía el Chapulín colorado, síganme los buenos, que no los voy a defraudar.
domingo, marzo 06, 2011
¿Y la SIP, y ADEPA, y el ambombado de Leuco, y Giúdice, y Bulrrich, y toda la camada de salames de TN que sienten miedito por un afiche?
Perfil entrevistando a Lanata
—¿Se busca humillar a la persona para que ceda el lugar?
—No sé, porque vos, ¿dónde pensás que van a estar? Yo vi una sola vez 6, 7, 8. Dejé de verlo en el momento en el que me dieron tantas ganas de ir y cagarlo a trompadas a Barone. Me dije: “Estoy loco, no puedo hacer esto, yo nunca en la vida le pegué a nadie”. Y no puede ser que esto me despierte una reacción violenta. Entonces, nunca más lo vi. Y viene gente y me cuenta: “Che, ¡cómo te dan!”. Respondo siempre lo mismo: “¿Dónde pensás que van a estar dentro de cinco años?”. Es cuestión también de dejar pasar el tiempo.
—¿Se busca humillar a la persona para que ceda el lugar?
—No sé, porque vos, ¿dónde pensás que van a estar? Yo vi una sola vez 6, 7, 8. Dejé de verlo en el momento en el que me dieron tantas ganas de ir y cagarlo a trompadas a Barone. Me dije: “Estoy loco, no puedo hacer esto, yo nunca en la vida le pegué a nadie”. Y no puede ser que esto me despierte una reacción violenta. Entonces, nunca más lo vi. Y viene gente y me cuenta: “Che, ¡cómo te dan!”. Respondo siempre lo mismo: “¿Dónde pensás que van a estar dentro de cinco años?”. Es cuestión también de dejar pasar el tiempo.
De mí
Oscar Cuervo me ha hecho sonrojar (y eso no es fácil, mirá que soberbia y egocentrismo, me sobra) con esta nota sobre, entre otras cosas, este servidor:
Hasta donde yo sé hay una sola persona
antikirchnerista que está haciendo un esfuerzo por pensar el
kirchnerismo: es Beatriz Sarlo. La ventaja de Sarlo consiste en una
práctica sencilla de enunciar pero difícil de poner en marcha: revisar
continuamente sus propias hipótesis. Por eso es, entre los columnistas
que aparecen en los medios de derecha, la menos previsible, la que en
cada nota puede iluminar un aspecto distinto de la disputa política que
se está llevando a cabo en la Argentina de hoy. De sus notas puede
decirse que uno no adivina aburridamente antes de leerlas qué va a
decir. Esta semana publicó un interesante artículo en La nación, titulado Hegemonía cultural del kirchnerismo.
El objeto de su análisis no es de por sí muy atractivo: el candombe
"Nunca menos", que un grupo de militantes, artistas y músicos le dedicó a
Néstor Kirchner, y que fue difundido profusamente en las primeras
fechas de este año de Fútbol para todos. Digo que el candombe
propiamente dicho no es atractivo para pensar, o lo es bastante menos
que las ideas que Sarlo pone en juego:
"Tengo, por primera vez -dice
Sarlo-, la sensación de que así se expresa una hegemonía cultural no
simplemente en el vago sentido de llamar hegemonía a cualquier intento
de dirección de la sociedad, sino a una trama donde se entrecruzan
política, cultura, costumbres, tradiciones y estilos. Fontova, en el
video que muestra la grabación de 'Nunca menos' en el centro cultural
apropiadamente llamado Homero Manzi, dice: 'Es la primera vez en mi vida
que algo en la política me cierra, a pesar de que muchas voces de
culebra están diciendo que está todo mal; Cristina es una mujer
alucinante'. Nadie hasta el momento se preocupaba mucho de las opiniones
de Fontova en relación con tal o cual gobierno; pero ahora su voz dice
algo que otros quieren escuchar y decir, incluido el adjetivo
'alucinante'. Fontova flasheó con Cristina".
Es interesante el párrafo de Sarlo en la medida en que reproduce un eco, no sé si deliberado por parte de la autora, entre su "Tengo, por primera vez, la sensación de..." y la afirmación de Fontova: "Es la primera vez en mi vida que algo en la política...".
Se trata de distintas primeras veces, y sin embargo se refieren a lo
mismo. Lo que parecen compartir Sarlo y Fontova es que no están
asistiendo a un cambio como cualquier otro, sino a uno de esos que sólo
pasan una vez cada muerte de obispo. Sarlo dice que se trata de una
nueva configuración en la que se entrecruzan política, cultura,
costumbres, tradiciones y estilos. Esta trama toma forma no dirigida
desde un aparato propagandístico estatal, como pretenden simplificar
Fontevecchia o Tomás Abraham, con un reduccionismo casi ofensivo de la
inteligencia de sus lectores. Los que se ponen en marcha son estratos
sociales heterogéneos, con vínculos inéditos y códigos innovadores: se
organizan en torno a ejes nuevos, conectándose por las redes sociales
digitales, creando jergas novedosas. El candombe, insisto, no es el
mejor ejemplo, pero es el que le sirve a Sarlo para pensar el asunto.
Los intentos anteriores de
reducir esta novedad, fracasaron estrepitosamente: la derecha se burló
de Carta Abierta, de 678, presupuso que los blogs kirchneristas
respondían orgánicamente a las directivas de un sector estatal, abusó
hasta el hartazgo de la estupidez de creer que la gente se implica en
política por el chori y el vino o por un cargo rentado. Cuanto más
recaen en semejante simpleza, el fenómeno más se les sustrae, y esos
intentos de neutralizar la novedad degradándola a una figura banal ("los
viejos setentistas", "el clientelismo", "la Cámpora", "PPT"), caducan
más rápido.
Creo que Lucas Carrasco es un claro emergente de esta novedad que trata de pensar Sarlo desde el otro lado. Es difícil encuadrar a Lucas, más allá del episodio que lo hizo saltar a las tapas de la prensa derechista ("el blogger K que amenazó con masacrar al periodista Alfredo Leuco"). No hace falta que vuelva a contar ese episodio, porque debe ser lo menos interesante que Carrasco produjo. Es cierto: tiene un blog y quizá él mismo se defina como kirchnerista, pero habiendo dicho esto aún no empezamos a comprender qué hace, qué dice y quién es Lucas Carrasco. El postea sus textos cada amanecer a eso de las 5 y media, y al leerlo uno tiene la sensación de que no es lo primero que hace en el día, sino lo último que hace en la noche. Por otro lado, no es fácil prever con qué se va a encontrar cada mañana en su República Unida de la Soja, puede tratarse de agronomía o de desesperación, de una declaración de amor o de abstinencia sexual, de una broma o una evocación de su infancia, de un desborde de odio contra los porteños o el capítulo de una novela negra que jamás será completada. (O tantas otras cosas: ver Comunicado de Pino Solanas sobres las valijas yanquis retenidas en Ezeiza, Santiago Llach, Me tenés podrido, tarada, etc.).Una escritura así, demasiado manchada de marcas coyunturales como para considerarla literatura, demasiado anárquica como para considerarla militante, demasiado desgarrada como para considerarla política, demasiado caprichosa como para considerarla periodismo, es todo eso junto: literatura, militancia, política, desgarro, periodismo. Pero sobre todo es algo más o algo distinto que la simple suma de esas cosas. Puedo imaginar que, si dentro de medio siglo alguien trata de comprender cómo era la Argentina kirchnerista, va a leer con mayor provecho los posts de Carrasco que los textos de Lanata, Aguinis o Nelson Castro. Carrasco es un punto de cruce de ciertas direcciones de la cultura argentina de comienzos del siglo xxi; y uno no concibe a un Carrasco en los años 70, así como resulta imposible concebir a un equivalente a Lucas escribiendo en favor de Pino Solanas, Lilita Carrió o Ernesto Sanz.
Esta noche (0:00 hs. del lunes)
Lucas Carrasco viene en vivo a los estudios de FM La Tribu; será un
gusto sostener un mano a mano con él.
La otra.-radio. 88.7. Escuchar on line.
sábado, marzo 05, 2011
Y seguimos, muy productivos, contando las grandes verdades que los medios hegemónicos ocultan
La carne se pudre. Como un alimento fuera de la heladera. El
tiempo la corroe, y últimamente –ponele en unos 4.000 años de historia-
muchos se han desvelado buscando el secreto, la fórmula, para perdurar.
Para disminuir el dolor de los huesos, de los músculos, de las
enfermedades. Algo se ha logrado. No digas que no. Los seres humanos, en
promedio, viven más. Cada vez más. Y, ciertamente, una gran parte en
relación a cualquier antes, vive, además, mejor. Sienten menos dolor.
Tanto para paliar un cáncer como para operarse las tetas, el dolor, a
veces, disminuye. Y nos vamos acostumbrando a eso. Entonces es natural
temer más al dolor que a la muerte. Así de simple. Total, que la muerte
no existe, en tanto no sabemos que és, la muerte no tiene existencia material más que lo de material que tiene el lenguaje. Que no hay nada allá atrás. Entonces, el problema es, claro,
el dolor. No la muerte en sí. Aunque nos provoque. Negar la muerte es
una cosa. Negar el dolor muy otra. Y el dolor, sin embargo, existe. Se
apodera de la gente, de gente cercana, de gente lejana, engalana las
tragedias, se pasea amargo por cualquier hospital. Como en todo, una
sociedad dividida en clases, esa categoría tan vieja ahora que estamos
en armonía nuevamente (dada la muerte, que no existe, de las ideologías), en el dolor también hay gente que es más igual
que otra. En el reino de la igualdad hay siempre uno que es el rey, a eso se le llama liberalismo. Hay gente con más posibilidades de
conservar esa efímera juventud eterna. Hay gente que no. Como en todo.
Claro que es importante mantener la distancia, que la vulgaridad no
pierda su estatuto de vulgaridad, como consuelo para pobres. Y yo creo
que no. No me gustaría que así fuese. Aunque así es, claro. Y es muy poco lo que puede hacerse para transformarlo y mucho para evitarlo. Basta no ver, no mirar, hacerse el boludo.
Cualquier
dislocación puede resultarnos perjudicial para nuestra propia salud.
Que siga, entonces, todo igual. Que un ladrón de bancos sea menos
prestigioso que un médico millonario, que una publicidad de una prepaga
sea menos dañina que una publicidad de cigarrillos, que los medicamentos
tengan patentes, que hay que pagar el conocimiento. En este mundo tan
competitivo.
Si fuera guionista de cine, me gustaría narrar una película donde se les dé un golpe mortal al más grande
laboratorio de medicamentos. Un grupo de ladrones, entrenados, que sin
tirar un tiro, logren el botín de toda la producción de medicamentos de,
ponele, un mes. Y luego los vendan en el mercado. Más baratos, que
total es un fangote de guita. Y los farmacéuticos, que no son muy
diferentes que los carniceros, van a comprar sin chistar mucho, en
negro. En cuanto el mismo laboratorio, para recuperar las pérdidas,
produzca más y lance al mercado los medicamentos, ya está. Iguales, a los
otros, los robados. Sería linda la campaña, de periodistas muy pero muy
serios, alertando a la población con la veintinueveava campaña de
concientización del año, para que no compre el medicamento robado. Qué
lindo que sería. Hasta podría tener un papel Ricardo Darín, que
ahora-después de Nueve Reinas y Luna de Avellaneda- me cae bien. Total,
¿qué es robar un laboratorio comparado con fundarlo?
Contando
A las tres de la mañana llegué al despacho de mi contador. La secretaria
no me hizo esperar. Cierre del año impositivo, siempre lo mismo. El impuesto
provincial, las tasas municipales, imuestos nacionales, hay cambios en el monotributo y te
pasaste acá y eso.
Además, mirá. Miro los papeles. Mierda.
A fin de año.
Una boleta impaga con intereses. Acumula madrugadas. Y parece que el cuerpo, también, me pasa factura. Firmé un pagaré, ni me acordaba, a nombre del cansancio. Y un año más y pasan cada vez más rápidos y densos. No cumplí, tampoco este año, las previsiones. Un montón de sueños están ahí: ¿los paso para el año que viene?, me pregunta el Contador, mientras saca del cajón la botella de whisky, no, le digo, dejalos. Estoy podrido de acumular deudas.
Y me sirve a mí también un vaso y se queda callado. Parece que lo peor está por venir.
-¿Vas a hacer un balance?
-No.
La secretaria abre la puerta, se despide del contador. Quedamos solos. Hay un porcentaje de vida como impuesto al consumo. No se paga, me explica, en todos los productos. En algunos, nomás, me dice, señalando el vaso. Ajá, miro la ventana, me saco el sombrero y lo tiro sobre el sofá. Me gustaría ser un tipo duro. No acariciarme el labio, por ejemplo.
-¿Puedo desgravar algo con la culpa?
-No- me contesta, seco. Y ahora también lleva los ojos a la ventana, como evitando mirarme.
-¿Llegó la factura?
-Sí. ¿Querés verla?
-Mmm, no sé. ¿Cuánto me queda?
-No te lo dicen. Es en cuotas, pero no te dicen cuándo termina.
-¿Se puede eludir?
-Boludo, no. Lo único que no se puede eludir es la muerte.
Y deja el vaso. Y se levanta. Hay algo afuera, porque cambia la mirada. Y la luz de la calle le da en la frente.
-¿Este año vas a blanquear la…
-No.
Asiente. Es un contador raro: no le importa conservar clientes. Ni aconsejar nada. Me estoy cansando, dejo también el vaso.
-¿Hay alguna moratoria?
-Nadie te perdona nada, siempre preguntás lo mismo. Si no querés, no pagues. Pero las cosas se acumulan.
-Mierda, digo, a nadie, y cierro la puerta. Un segundo me dura el intento de reflexionar. Hay luces en la esquina, camino hasta ahí. Mañana se verá.
Hoy no te fíes, mañana sí.
Al doblar la esquina me cruza un gato negro, ni se asusta. Una prospituta, ni me habla. Un ratero, ni me juna. Un taxi libre, casi me pisa el pie. Tomo un callejón más oscuro, un pasaje que lleva el nombre de un concejal muerto hace ochenta años. Está oscuro. Nadie me ve. Me prendo un pucho.
No voy pagar ningún impuesto en el pulmón por este pucho. Estoy podrido de vivir en blanco.
Y el callejón se ilumina, con las luces rojas y celestes de un patrullero.
Me pide documentos.
Le muestro los documentos.
Creo que está por caer una llovizna.
Además, mirá. Miro los papeles. Mierda.
A fin de año.
Una boleta impaga con intereses. Acumula madrugadas. Y parece que el cuerpo, también, me pasa factura. Firmé un pagaré, ni me acordaba, a nombre del cansancio. Y un año más y pasan cada vez más rápidos y densos. No cumplí, tampoco este año, las previsiones. Un montón de sueños están ahí: ¿los paso para el año que viene?, me pregunta el Contador, mientras saca del cajón la botella de whisky, no, le digo, dejalos. Estoy podrido de acumular deudas.
Y me sirve a mí también un vaso y se queda callado. Parece que lo peor está por venir.
-¿Vas a hacer un balance?
-No.
La secretaria abre la puerta, se despide del contador. Quedamos solos. Hay un porcentaje de vida como impuesto al consumo. No se paga, me explica, en todos los productos. En algunos, nomás, me dice, señalando el vaso. Ajá, miro la ventana, me saco el sombrero y lo tiro sobre el sofá. Me gustaría ser un tipo duro. No acariciarme el labio, por ejemplo.
-¿Puedo desgravar algo con la culpa?
-No- me contesta, seco. Y ahora también lleva los ojos a la ventana, como evitando mirarme.
-¿Llegó la factura?
-Sí. ¿Querés verla?
-Mmm, no sé. ¿Cuánto me queda?
-No te lo dicen. Es en cuotas, pero no te dicen cuándo termina.
-¿Se puede eludir?
-Boludo, no. Lo único que no se puede eludir es la muerte.
Y deja el vaso. Y se levanta. Hay algo afuera, porque cambia la mirada. Y la luz de la calle le da en la frente.
-¿Este año vas a blanquear la…
-No.
Asiente. Es un contador raro: no le importa conservar clientes. Ni aconsejar nada. Me estoy cansando, dejo también el vaso.
-¿Hay alguna moratoria?
-Nadie te perdona nada, siempre preguntás lo mismo. Si no querés, no pagues. Pero las cosas se acumulan.
-Mierda, digo, a nadie, y cierro la puerta. Un segundo me dura el intento de reflexionar. Hay luces en la esquina, camino hasta ahí. Mañana se verá.
Hoy no te fíes, mañana sí.
Al doblar la esquina me cruza un gato negro, ni se asusta. Una prospituta, ni me habla. Un ratero, ni me juna. Un taxi libre, casi me pisa el pie. Tomo un callejón más oscuro, un pasaje que lleva el nombre de un concejal muerto hace ochenta años. Está oscuro. Nadie me ve. Me prendo un pucho.
No voy pagar ningún impuesto en el pulmón por este pucho. Estoy podrido de vivir en blanco.
Y el callejón se ilumina, con las luces rojas y celestes de un patrullero.
Me pide documentos.
Le muestro los documentos.
Creo que está por caer una llovizna.
Y bueno.
Estoy en la cola del banco. Hay bastante gente y calculo que tengo para rato, pero necesito cobrar un cheque. Llega atrás mío, un hombre joven, delgado, atlético, bronceado, de un traje bien cortado y una corbata sin discreción. Los zapatos le brillan. Lleva portafolios, obvio, lo abre, mira papeles, mira la hora, está preocupado, le suena el celular, lo apaga. No es un teléfono cualquiera, claro. Antes le dice, al teléfono, estoy en el banco, te llamo al celu en 20, y a esa voz la conozco, desde hace mucho. Te llamo al celu.
Y nos contamos de nuestras vidas, sí, ahora es abogado, está casado, de vez en cuando una trampa, le va muy bien, se le nota, ya no se ríe como antes, me pregunta por otra gente que él dejó de ver. Yo también. Mi remera y mis bermudas y mis zapatillas, capaz también las ojeras, le llevan a preguntarme, como si igual podríamos conversar casi de igual a igual, casi, lo llevan a preguntarme que tal me va, a mí, ¿a mí?bieeeen, le digo. Sin entusiasmo y levantando los hombros. Me enteré de no sé que cosa de vos, me dice, y yo le digo, ah. Este hombre, que tiene mi edad, está hecho un boludo. Posiblemente, cuando fue uno de mis mejores amigos en la adolescencia, debía haberlo proyectado: terminaría así. Porque difícilmente tenga ganas de comenzar algo, alguna vez, está terminado. Este hombre -tiene mi edad, pero es así: este hombre- está definitivamente terminado. Me está contando cuántos años faltan para que tengan un hijo con no se quién, pero ya no quiero escucharlo y busco con la mirada alguna chica que me entretenga. Las faldas nunca fallan para no mirar más a un boludo. Aunque. Todos sabemos que eso no es posible en los bancos, en ningún banco, no hay que hablar en plural: todos son iguales. La fila avanza y el corralito me deja frente a una rubia de lentes de contacto menos creíbles que su rubio, abrazado, leyendo unos apuntes de facultad. Los dos son falsos. Los dos son estúpidos. Me estiro un poco, contabilidad, lee, el rubio. Corroborado, es un estúpido. Ni siquiera por ahí. Ahora me cuenta, El Hombre Boludo, que alguna vez, cómo pudo ser, fue mi amigo, ay, la adolescencia, qué cosa horrible, me cuenta los problemas para los papeles del auto, porque hay que comprarlo en tal mes y no en tal otro y no se qué impuesto, ni un celular tengo para que me suene, dónde mierda lo dejé anoche, los cajeros van lentos, son cuarentones acabados, pelados, sin ganas de estar ahí pero con la columna derecha. Viejas que van a cobrar y pagar facturas. Nadie en la cola de los plazos fijos, pocas abogadas con sus carpetas. Una que, sí, le digo, me acuerdo, fue con nosotros a la escuela. No ha perdido todas las formas, pero también está grande, adulta, de ella nunca esperé que sea otra cosa y está como siempre la había pensado. Pasable físicamente, anti sensual, haciendo un poco -un poco- de guita, vulgrizándose con los años, crecidita pero a la vez quedada en Franja Morada, tiene, también, mi edad, pero el tiempo no le hace estragos porque, se ve, nada le hace estragos. Detesto a la gente sin estragos. Sin úlceras en el alma. La cola del banco. Te pone así de cursi. Jamás podría pensar en "úlceras" del alma, dios, la cola del banco, te deja estos pensamientos, bancarios, poesía bancaria, voy a quedar pelado, con corbata roja y camisa blanca, la espalda derecha, los ojos marchitos, muertos siglos atrás, contando billetes de otros, odiando a mi esposa, incapaz de amar, empleado bancario, una mugre así, una porquería, un imbécil más esperando que llegue el fin de semana.¿Qué es robar un banco comparado con ser empleado?
Como algunas veces la había pensado, ella, altivita apenas, pocas mentiras, vulgarcita, medianamente inteligente, medianamente todo, hasta las tetas, medianas y medianamente caídas, y la cadera, medianamente ensanchada a su mediana edad, quee s mi mediana edad, por cierto, algunas veces la pensé de otra manera: ahora, por ejemplo, está vestida. Son filas diferentes, la de los abogados y sus carpetas y sus vidas aburridas es una cola con menos gente, la nuestra, da vueltas y vueltas en un cuadrado de señales en tela que le llaman corralito y el Hombre Boludo mira la hora y me dice no sé si me quedo, ah, le digo, sabiendo que va a quedarse. Un hombre boludo es un hombre ocupado. Un hombre boludo es un hombre superado. Un hombre boludo jamás tiene urgencias entre los cheques, no le tiemblan las manos, no le duran las resacas. Un hombre boludo es esencialmente feliz, a su manera, superficial y boluda. Un hombre boludo es un hombre admirable. Un hombre boludo es lo que yo quiero ser, de 11 a 15 pasado el meridiano. Mira para atrás, nadie más todavía se sumó a la cola. Pero un hombre boludo no nació para ser último. Amaga, mira para otro lado, qué hombre ocupado. Yo odio los bancos, pero su apuro me tranquiliza, hasta me estoy empezando a sentir bien. Un hombre boludo, con portafolios, éxitos en las paritarias, uno de esos tipos que nunca se olvidan de cambiar las ilas del reloj, ni de correjirse las patillas, un tipo así, en la cola del banco, me hace feliz. La Abogada ordena sus expedientes, sale de la ventanilla, se agacha a juntar un portafolio: sigue conservando sus mejores atributos. Fuimos, con ella, simpáticos compañeros y algunos intereses en común en algún tiempo nos hicieron pararnos a conversar. Siempre lo odió al pendejo rebelde y quilombero, marginal del fondo, de bromas pesadas que ahora se convirtió en el Hombre Boludo y mientras viene con sus tacos se para y lo saluda. Amablemente, con la misma simpatía profundamente falsa de aquellos años. Me ve a mí también, un poco menos de simpatía, algo de nostalgia y de qué es de tu vida. Además de tus zapatillas, tus bermudas, y que en el barrio se cuenta que estás en contra de la patria y de De Angelli, me mira extraviada: ¿vos no eras rubios, no tuviste los ojos claros? ¿Cómo fue, no me pregunta, que te hiciste comunista?
No ser abogado es quedar afuera de un mundo de portafolios y apuros, una secta secreta, parece, un trampolín de promesas. Me doy cuenta. Hablan un rato y ahora me ignoran, como hago yo, sólo que si cualquiera de ellos no tuviese un cómplice insistiría en hablar conmigo. Debe quedar feo para los abogados estar haciendo cola y que el tiempo pase sin que uno lo invierta en el futuro. Así sea para hacer una excursión a los indios ranqueles. Como el amigo judío que te da crédito en la tarjeta del antisemitismo, un perito mercantil te acerca al pueblo. Te da la coartada para alzar la naríz en los reencuentros anuales de egresados. Donde ya no me invitan.
Los lentes de contacto, a ver, ponete optimista, tiene buen culo, ya me parecen menos falsos los lentes y el teñido, bueno, ponele onda: acordate de esa amante que tuviste y se teñía y aunque no se le parezca ni en los talones, con un poco de esfuerzo, buena voluntad y predisposición que, vamos, vos sos un tipo imaginativo, aunque sea de mañana, sonreí, fijate que tratan, misericordiosos, de hacer caridad e integrarte a la conversación. Y la Abogada se va y que te vaya bien y duda y vuelve y nos pide los teléfonos. El Hombre Boludo saca su celular y le da el número. No sé para qué necesita sacar el teléfono, cualquier Boludo lo puede saber de memoria. Yo le doy mi número, de un teléfono que se de memoria dónde lo perdí y en qué noche y porqué. Que total el contestador no se tomará la molestia de escuccharte: jamás vas a llamarme, doctora.
La estudiante de contabilidad ya está en una caja y el Hombre Boludo vuelve a hablarme y a decirme te acordás. Sí, me acuerdo. Tantas cosas me acuerdo. Preferiría, sino te molesta, no acordarme, ni reírme a carcajadas porque pintaste una pija en el pizarrón durante el recreo. Mirá, banana, tus travesuritas me parecen tan idiotas como tu saco cortado a medida, tu sonrisa autosuficiente, la vida arreglada que llevás. Serás candidato a algo. Seguro que nunca delegado de fábrica ni al frente de la comisión vecinal. A vos e van a concesionar una autopista, vas a matar una viejita para robarle la herencia, vas a colaborar con la cooperadora deun jardín privado, sos de los que les muestran fotos a los que visitan tu casa, con jardín, helechos y jazmines, al frente. Sos el Hombre Boludo. No lo olvides. N te agaches ara conversar conmigo. No trates de congraciarte, de hacerme sentir un igual. Me hacés sentir mal, en serio, mejor hablá por celular y que el guardia de seguridad, aburrido, se te acerque al oído, discreto -la gente con vos es discreta, sos un hombre con portafolio- para ordenarte que lo apagues.
Llego a la caja, mientras el cajero, pelado, derrotado, aburrido pero con la espalda firme cuenta los billetes yo voy pensando en mis deudas y sacando números. Nunca cierran. Las deudas, los bancos cierran, en las provincias, a la una del mediodía y todos van a dormir la siesta. Los bancarios también. Después sacan la reposera a la vereda y miran a la hija adolescente de la vecina. En algo tienen que pensar mientras se cogen a la misma esposa de hace 35 años.
Le doy amablemente la mano al Hombre Boludo. No me pide el teléfono. Está apurado. Afuera, a pesar del ruido del tránsito, la gente que se choca en la peatonal, el calor, la policía, los vendedores ambulantes, los repartidores de volantes, hay aire puro, un sol berreta. Me tomo un trago a fondo blanco de ese aire y busco un bar con poca gente. No hay, aunque encuentro una mesa y una ventana y pienso en todo lo que nos separó del Hombre Boludo, de la Abogada, de la estudiante de contabilidad y del cajero.
Los hospitales, las drogas, el whisqui, las comisarías, los micros, el desempleo, las miserias, los libros, la tristeza, los tríos, las discusiones políticas, la superficialidad del periodismo, el hastío, el asado con amigos, las calles sombreadas, la mina que, una vez, en una terminal de Puerto Madryn me dio un beso y me dijo quedate
Quizás debí haberme quedado.
viernes, marzo 04, 2011
Iracundia
Tantas reuniones y cosas y proyectos y promesas y cuentas y adversarios y datos y revuelos y nervios y gente estúpida y gente brillante y gente con cara de nada que es nada y capaz que está bien que así sea, quién sabe. Una vorágine camino a nada.
Me acabo de sentar en la plaza, a comer un pancho.
Cuando cruzo las piernas, muerdo el pancho y me acuerdo del cumpleaños 88 de mi abuela, que fue ayer. Me acordé tarde, pero la llamé. Me cuenta de los bocaditos, 17 variedades, que hizo mi hermano menor. Y la voz, por teléfono, de mi vieja, que cada vez se parece más a la voz de mi abuela. Aunque desde chiquito, cuando mi vieja habrá tenido 25 años (uf, 8 años menos que yo!) ya me parecía una señora grande y adulta y segura. Después, bueno, después, todo lo que pasó después.Fue tanto. Fue tan rápido.
Y ahora, de pronto, las insinuaciones de la vejez desde el teléfono, mi vieja, jubilada de la docencia. En un matíz, se percibe, un giro de la voz. En algo que está secreto, en el fondo, ella lo sabe, yo también: hay algo horrible que se acerca. Algo innombrable que acecha. Siempre fue una posibilidad, después de todo. Pero, ahora, como un gato que viene lentamente, resignado, que trepa la alcantarilla, entra por la ventana, camina atravesando el living. Pronto, dice el gato, negro y de ojos brillantes, pronto.
Una señora se sienta al lado del mismo banco que yo. Una costumbre muy porteña. No pasa en otras plazas del país, eso de sentarse en un banco -diseñado para que entren dos personas, parejas, en general- eso de sentarse al lado de un desconocido en su banco y ni siquiera hablarle o mirarle la cara. La señora se saca los anteojos de sol.
Me suena el celular, lo apago. Ya voy, a esa reunión. Basta de joder tanto. Dije que iba a ir. Descruzo las piernas para darle más lugar a la señora.
Prendo, muy lentamente (es importate esto: muy lentamente) un cigarrillo. Hay algo que ahora sí se nota. Solamente ahora.
No toda la gente está apurada, loca, desquiciada, sobrepasada, nerviosa. Están los que duermen entre harapos. Están los que comen ensaladas. Están los que, como yo, se sientan un rato. Un rato largo, de cinco minutos hermosos y plenos. Y se sientan por el sólo placer de la duda.
¿Vale la pena todo esto?
Probablemente, sí.
Probablemente, no.
La señora hace un gesto de asco cuando le llega el humo del cigarrillo. Me levanto, camino un poco. Quizás nunca vuelva a cruzarme con esa señora. Saludo al del kiosco de diarios, a la boliviana que vende los panchos, al cadete del banco, al mozo que anda a las corridas llevando una bandeja por la calle, al agente de seguridad de mi edificio. Vuelvo a casa. Tengo media hora. Antes de rajar.
Me cortaron el gas.
Hay un ciego en el subte D que se llama Javier.
Una vez, medio en joda, escribí una biografía social de Los Iracundos. Ya cansado de escuchar, con la guitarra, a los borrachos de ese bar en calle 3 de febrero y Don Bosco, en Paraná. Me terminaron gustando, Los Iracundos. Me entusiasmé con eso, ya era casi un libro de unas 300 páginas. Estaba, en esa casa, solo. No tenía trabajo. Así que escribía, algunos bolazos miserables que mejor ni recordar, puchereando, nunca fui bueno para ganar unos mangos, y entonces para descargarme, unos bolazos entretenidos escribía, para mí, para joder. Los años 70 y Los Iracundos. Los revolucionarios años 70, je.
Comer un pancho, que vale 5 pesos, sentado en una plaza. Tomarme un rato. Tomarme un mate, con la pava eléctrica. Me cortaron el gas. También el teléfono. Compré, en una librería de saldos, una gran novela policial. Inconseguible desde hace unos años. El Séptimo Círculo, coleccion fundada por. En fin. Hay un montón de mundos apacibles entre las páginas y en los teclados. Hay un montón de cosas.
Anoche, cuando volvía a casa. Se me ocurrió una gran idea. Que a nadie le debe importar, por supuesto. Tengo un montón de ideas que a nadie le importan y un montón de anécdotas donde no pasa nada.
Creo que el pancho me cayó mal.
O que estoy triste.
En todo caso, tampoco es tan importante.
Pero tengo esa compulsión por tomarme el pelo, así, sin ningún sentido. Sólo porque me aburro o porque, en el fondo, como un grito desesperado, tengo esta necesidad serena de decir ese algo que es tan simple: yo sé que no hay nada verdaderamente importante por decir. Yo, lo sé. Nunca se me nota. Lo disimulo. Sospecho que a otra gente le pasa.
Se me enfrió el agua.
Tengo que comprarme, por fin, un termo.
Me acabo de sentar en la plaza, a comer un pancho.
Cuando cruzo las piernas, muerdo el pancho y me acuerdo del cumpleaños 88 de mi abuela, que fue ayer. Me acordé tarde, pero la llamé. Me cuenta de los bocaditos, 17 variedades, que hizo mi hermano menor. Y la voz, por teléfono, de mi vieja, que cada vez se parece más a la voz de mi abuela. Aunque desde chiquito, cuando mi vieja habrá tenido 25 años (uf, 8 años menos que yo!) ya me parecía una señora grande y adulta y segura. Después, bueno, después, todo lo que pasó después.Fue tanto. Fue tan rápido.
Y ahora, de pronto, las insinuaciones de la vejez desde el teléfono, mi vieja, jubilada de la docencia. En un matíz, se percibe, un giro de la voz. En algo que está secreto, en el fondo, ella lo sabe, yo también: hay algo horrible que se acerca. Algo innombrable que acecha. Siempre fue una posibilidad, después de todo. Pero, ahora, como un gato que viene lentamente, resignado, que trepa la alcantarilla, entra por la ventana, camina atravesando el living. Pronto, dice el gato, negro y de ojos brillantes, pronto.
Una señora se sienta al lado del mismo banco que yo. Una costumbre muy porteña. No pasa en otras plazas del país, eso de sentarse en un banco -diseñado para que entren dos personas, parejas, en general- eso de sentarse al lado de un desconocido en su banco y ni siquiera hablarle o mirarle la cara. La señora se saca los anteojos de sol.
Me suena el celular, lo apago. Ya voy, a esa reunión. Basta de joder tanto. Dije que iba a ir. Descruzo las piernas para darle más lugar a la señora.
Prendo, muy lentamente (es importate esto: muy lentamente) un cigarrillo. Hay algo que ahora sí se nota. Solamente ahora.
No toda la gente está apurada, loca, desquiciada, sobrepasada, nerviosa. Están los que duermen entre harapos. Están los que comen ensaladas. Están los que, como yo, se sientan un rato. Un rato largo, de cinco minutos hermosos y plenos. Y se sientan por el sólo placer de la duda.
¿Vale la pena todo esto?
Probablemente, sí.
Probablemente, no.
La señora hace un gesto de asco cuando le llega el humo del cigarrillo. Me levanto, camino un poco. Quizás nunca vuelva a cruzarme con esa señora. Saludo al del kiosco de diarios, a la boliviana que vende los panchos, al cadete del banco, al mozo que anda a las corridas llevando una bandeja por la calle, al agente de seguridad de mi edificio. Vuelvo a casa. Tengo media hora. Antes de rajar.
Me cortaron el gas.
Hay un ciego en el subte D que se llama Javier.
Una vez, medio en joda, escribí una biografía social de Los Iracundos. Ya cansado de escuchar, con la guitarra, a los borrachos de ese bar en calle 3 de febrero y Don Bosco, en Paraná. Me terminaron gustando, Los Iracundos. Me entusiasmé con eso, ya era casi un libro de unas 300 páginas. Estaba, en esa casa, solo. No tenía trabajo. Así que escribía, algunos bolazos miserables que mejor ni recordar, puchereando, nunca fui bueno para ganar unos mangos, y entonces para descargarme, unos bolazos entretenidos escribía, para mí, para joder. Los años 70 y Los Iracundos. Los revolucionarios años 70, je.
Comer un pancho, que vale 5 pesos, sentado en una plaza. Tomarme un rato. Tomarme un mate, con la pava eléctrica. Me cortaron el gas. También el teléfono. Compré, en una librería de saldos, una gran novela policial. Inconseguible desde hace unos años. El Séptimo Círculo, coleccion fundada por. En fin. Hay un montón de mundos apacibles entre las páginas y en los teclados. Hay un montón de cosas.
Anoche, cuando volvía a casa. Se me ocurrió una gran idea. Que a nadie le debe importar, por supuesto. Tengo un montón de ideas que a nadie le importan y un montón de anécdotas donde no pasa nada.
Creo que el pancho me cayó mal.
O que estoy triste.
En todo caso, tampoco es tan importante.
Pero tengo esa compulsión por tomarme el pelo, así, sin ningún sentido. Sólo porque me aburro o porque, en el fondo, como un grito desesperado, tengo esta necesidad serena de decir ese algo que es tan simple: yo sé que no hay nada verdaderamente importante por decir. Yo, lo sé. Nunca se me nota. Lo disimulo. Sospecho que a otra gente le pasa.
Se me enfrió el agua.
Tengo que comprarme, por fin, un termo.
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