Por Lucas Carrasco
El comienzo del preestreno de la película de Paula de Luque fue con un mensaje grabado, desde El Calafate, en el escritorio de Néstor Kirchner que está como quedó desde su muerte, por parte de su viuda y actual presidenta de la Nación. Contó que a Kirchner no le gustaba Olivos. Un gesto visceral de federalismo y de raíces, que suele estar ausente, por lo menos en el discurso público, en la mayoría de los dirigentes políticos. Contó, entonces, que a su marido no le gustaba que le escribieran los discursos, pero hubo uno emblemático, que además revela el vínculo y la confianza que los unió durante un largo matrimonio, que sí escribió la entonces senadora nacional. Fue durante la frustrada segunda vuelta, cuando Carlos Menem, primera minoría hasta entonces, se bajó de la candidatura abrumado por las encuestas y esperando desestabilizar el naciente gobierno. El diario La Nación, en sintonía con su candidato, le auguró poco después “un año de gobierno”: van casi 10, tres mandatos por primera vez en toda la historia nacional democrática y aun en la golpista que una misma corriente política obtiene tres mandatos. Y en crecimiento de votos: en 2003 fue el 22%, en 2007 el 45 y en las últimas elecciones un apabullante 54%.
Volvamos a ese discurso: fue inaugural en muchos sentidos. Probablemente cueste que los más jóvenes, incluso los que abrazan la militancia kirchnerista, comprendan la profundidad de ese discurso, que el sábado a la noche en el Luna Park, la Presidenta reveló por primera vez que fue escrito por ella. Se trató de uno de los pocos discursos leídos por el ex presidente. Y sin dudas, la primera vez que el gran público lo veía leer un discurso. Fue de manera desordenada, rodeado de micrófonos, en los pasillos de un hotel.
El clima político de esos días era de preeminencia del marketing político, el discurso hueco y las consignas voluntaristas y engañosas. Nadie escuchaba con mucha atención los discursos, porque hasta la irrupción de ese viento patagónico arrollador y envolvente, casi nadie en el gobierno hacía lo que decía que iba a hacer. Era, en términos informales, el discurso de asunción, pues Menem, horas atrás y después de hacer campaña, había anunciado, rodeado de sus partidarios en La Rioja, que abandonaba la segunda vuelta.
Los manuales de los publicistas de campaña aconsejaban entonces, en esa situación delicada, un discurso superficial, que bajara los decibeles; que abarcara, incluso, el programa del candidato desestabilizador, o de sus principales sostenes, como el diario La Nación. Kirchner hizo todo lo contrario.
Permítaseme una digresión. Fue ahí cuando a mí se me prendieron todas las alarmas. De esperanzas. Había votado en 2003 por Patricia Walsh, la hija del escritor Rodolfo Walsh asesinado durante la última dictadura militar (y autora de la finalmente ley por impulso del kirchnerismo: la anulación de las leyes de punto final y obediencia debida, que dieron inicio a los juicios por los crímenes de lesa humanidad). Días antes, conversando con mi mamá, hoy jubilada entrerriana y fervorosa kirchnerista, le contaba mis dudas sobre a quién votar: la Izquierda Unida, de Walsh, Alfredo Bravo, del Partido Socialista o Néstor Kirchner. Mi mamá, como yo, criada en un contexto antiperonista, se sorprendió cuando pronuncié, mal además, el raro apellido del gobernador patagónico. Porque, para entonces, iba a ser apenas, “el chirolita de Duhalde”. Le mencioné algunas cosas que sabía de Kirchner: la formación de La Corriente, que aglutinaba a lo largo del país a la entonces marginal izquierda peronista, pero no me dio bola. “Es el esposo de Cristina Kirchner”, le comenté. Y ahí sí, entendió. Finalmente no voté por Kirchner porque lo acompañaba Scioli en la fórmula y porque había anunciado la continuidad de Lavagna. A casi una década de esos recuerdos, debo admitir con alegría que me equivoqué.
Pero fue en ese discurso, evocado por la Presidenta, donde comencé a darme cuenta. Y a entusiasmarme. Porque quemaba los manuales bobos del marketing, porque no resignaba banderas, porque levantaba esperanzas y porque, el tono y el contenido, denotaba que no iba a ser un presidente débil, de esos que gobernaron hasta entonces y les encantaban a las grandes corporaciones. Hay otra cosa que dijo la Presidenta, sobre Máximo, redondeando la ya conocida anécdota retratada en el filme de que Néstor le desarmaba las formaciones de soldaditos de juguetes. Fue en el sur y en los años de la infancia del hijo de Cristina, donde el papel de los militares era infinitamente más importante para la vida civil que en las grandes ciudades: no omitió que fue en plena dictadura. Justamente, cuando habló Máximo, los militantes de La Cámpora, cuya gran mayoría lo escuchaban por primera vez, lo ovacionaron. Esa agrupación fue fundada por él. La mayoría de los militantes tienen, en promedio, más de 10 años de diferencia con Máximo, que si se me permite otra referencia personal (de manera que quede claro, además, que estoy hablando por mí y no por ningún dirigente de La Cámpora) tiene mi misma edad. Yo sí recuerdo cuando los hijos de los presidentes consideraban el rol republicano de sus padres una especie de bien ganancial. Y posaban para las revistas cool, y se juntaban con la farándula y eran exaltados por la plana mayor de la banalidad. “Militancia y glamour en la noche del estreno de la película sobre Kirchner”, titula el diario Clarín la crónica del evento, como si volviéramos a los escándalos familiares de Menem y De la Rúa, cuyos hijos eran la antipolítica descarnada, salvaje y ofensiva.
Máximo tuvo un rol distinto. No ha aparecido en los medios -lo que quizá no entiendan, justamente, los militantes de La Cámpora, muy jóvenes en su mayoría- diciendo giladas como la parentela tonta (y reaccionaria) de De la Rúa y de Menem porque justamente es ese contramodelo su opuesto. El espejo de lo que nunca será, no sólo por él, sino porque la sociedad requería otro mensaje. Es quien vive aún en su mismo barrio, en su misma provincia. Y es quien, también como antítesis de esa mersa que los argentinos tuvimos que soportar en la larga reedición de la década infame, se dedicó a la política. A construir con paciencia la única agrupación real que tiene presencia territorial en todo este ancho país. Recuperando de la historia la figura del Tío Cámpora, reconstituyendo el ala izquierda del peronismo, aguantándose las diatribas y difamaciones cotidianas, el precio que se paga por el perfil bajo, de una prensa canalla que se movía a gusto en la tilinguería fashion del pasado neoliberal. Y si hay alguien que no tiene “glamour” es justamente ese ala jacobina y joven del peronismo que es La Cámpora.
El precio que se paga por ese perfil bajo y la construcción paciente de una organización de cuadros y militancia que apuesta por la profundización y sostén del modelo, es alto. Pero también el ejemplo es valioso: en La Cámpora no prima la falta de diferenciación -recordemos, de nuevo, a los parientes de Menem y de De la Rúa- entre lo público y lo privado ni el enriquecimiento fácil y veloz. Ya le gustaría a Clarín y La Nación encontrar de verdad dirigentes de La Cámpora que vivan en Puerto Madero, tendrían guardia pretoriana periodística y fotos de sus casas las 24 horas del día. Tal cosa no existe. Por eso, la difamación.
Se ha decretado tantas veces la muerte inminente del kirchnerismo que ni la muerte física de Néstor Kirchner alcanzó para revisar esas profecías erradas. En cada militante de esa juventud, que tiene otras valoraciones emocionales y políticas que nosotros los de treinta y tantos, y en la paciente y silenciosa construcción política de Máximo y la fortaleza presidencial del liderazgo de Cristina, se puede decir, qué importa cuánto difamen, que hay Néstor para rato.